19 feb 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 4

El conde empezó a reír. Entonces recitó:
Un sueño en la oscuridad de la noche
un sueño de las estrellas y la gentil

luz de una luna creciente.
¡Una ilusión! Un espejismo falso,
una mentira. Nada de cierto

hay en esta vida más que la espera

de la muerte.

Su voz pareció vibrar a través del agua.
-Creo que lo han lastimado, y por eso se siente de ese modo
-Comentó Olinda con suavidad.
-Por eso es que vengo aquí ... a discutir conmigo mismo. Hasta ahora, siempre había estado solo en este lugar.
-Siento ... mucho haberme ... entremetido ... no hubiera querido violar su ... intimidad.
-Usted sabe que no quiero decir eso -respondió él en el acto-. Siento que es bueno que usted esté aquí ... la realización de un sueño que yo no esperaba.
Ella miró a través del lago y vio que en las estrellas se reflejaban en la quietud de las aguas. La luna aparecía nítida contra la oscuridad del cielo. El crepúsculo se había desvanecido en la noche.
-Estaba usted hablando del amor -observó el conde.
-Fue ... presuntuoso de mi parte.
-Estoy esperando, porque quiero oír más.
Olinda sintió que el conde había cambiado. En lugar de ser alguien casi etéreo, a quien podía hablar como si hablara consigo mismo, se había acercado de pronto a ella, convirtiéndose en una persona.
Después de unos instantes de silencio, el conde dijo insistentemente.
-Me gustaría saber lo que piensa. Usted se encuentra en una posición única. Es desconocida para nosotros y, sin embargo, conoce.
-Debí haber salido de atrás de la cama tan pronto como ustedes entraron en la habitación -repuso Olinda con aire desventurado.
-Comprendo muy bien que eso hubiera sido muy embarazoso.
Volvió hacerse el silencio, hasta que el conde comentó:
-Como usted es ajena a nuestra situación y, por lo tanto, no tomaría partido, quizá podría darme una opinión imparcial:
Olinda volvió el rostro hacia él, asombrada. Le parecía increíble que el conde le estuviera pidiendo tal cosa.
Podía ver su perfil, mientras dirigía la mirada hacia el lago. Comprendió que había hablado en serio y que le estaba pidiendo que le dijera la verdad.
-Usted podría pensar que cualquier cosa que yo diga es una ... impertinencia -contestó ella, titubeante, después de un momento.
-Digamos que, por esta noche al menos, consideraremos como algo especial lo que nos digamos el uno al otro en este lugar secreto. Podemos darnos la libertad de los dioses de decir lo que queremos sin esperar otra respuesta más que la gratitud.
-Algo que los dioses casi nunca reciben -señalo Olinda con una sonrisa.
-Es cierto -reconoció el conde-, pero en lo que a mí concierne, escucharé lo que usted tenga que decirme pensando que es un vocero el Olimpo y, por el momento, indiscutible.
Olinda levantó los ojos del lago para mirar hacia la casa.
Muchas de las ventanas lanzaban destellos dorados y la luz de la luna tocaba suavemente las cúpulas, que brillaban en la oscuridad.
-¡Es tan hermoso! -exclamó-. Usted debería encontrar la felicidad aquí.
-Lo he intentado -contestó el conde-. Pero la felicidad que conocí de niño no pudo resistir a la desilusión y la destrucción de todo lo que reverenciaba, de todo aquello en lo que creía.
El cambio en su voz era inconfundible y ella comprendió que estaba hablando de su madre.
-Comprendo cuándo debe haberle dolido -comentó ella.
-Me crucificó -prosiguió el conde con vehemencia-. Como aún hoy me crucifica. Ella es mi madre y la esposa de mi padre. ¿Cómo puede actuar de ese modo?
Olinda pensó que el conde quería decir más. Pero se tragó las palabras, como si tratara de controlar la violencia de sus sentimientos.
Después de un momento, ella dijo:
-Papá me dijo una vez que cuando juzgamos a otras personas usamos siempre nuestras propias normas y que eso nos impide comprenderlas o brindarles la compasión que merecen.
-¿Qué quiere decir con eso? -preguntó el conde con voz aguda.
-Mi padre decía que cuando denunciamos a un ladrón nos resulta imposible comprenderlo. ¿Cómo podríamos hacerlo si nunca hemos sentido la compulsión de robar. Si no sabemos lo que es el hambre, ni jamás hemos visto hambriento a un ser querido?
Se detuvo antes de continuar:
-También decía ... cuando un asesino es condenado, ¿cuántos de los que lo atacan con justa indignación no ha sentido alguna vez la tentación de cometer una asesinato?
-Comprendo lo que está usted diciendo -dijo el conde-. Claro que lo comprendo. Pero una mujer es diferente.
-Toda mujer es diferente de las otras mujeres -repuso Olinda-. Pero creo que todas, aun sin percatarse de ello, tal vez de forma instintiva, también están buscando el amor. Igual que los hombres, ellas también buscan el éxtasis y la maravilla.
Se detuvo antes de continuar:
-Y cuando fracasan en su búsqueda, aceptan un sustituto de segunda categoría.
-¿Es posible que esté diciendo usted esto? ¿Acaso no comprende de lo que sufro por el hecho de que mi madre acepte no a un sustituto de segunda, sino de tercera, de cuarta, y aun de peor categoría?
Su voz llena de dolor.
-S+e que soy muy ... ignorante sobre ... tales cosas -contestó Olinda-, porque nunca he amado a nadie, ni nadie se ha ... enamorado de mí.
Lanzó un leve suspiro antes de añadir:
-Pero sé que para algunas mujeres el amor sólo puede expresarse con su cuerpo. Para otras, en cambio, el amor también se expresa con la mente y con el alma. Ese es ... el verdadero amor.
Pensaba en Hortense de Mazarín, pero comprendió que sus palabras resultaban dolorosas para el conde. Sin embargo, él había pedido la verdad.
Su madre era incapaz de enfrentarse a la realidad de que comenzaba a envejecer y de que su belleza ya no atraía a los hombres. Pero tenía otra cosa que ofrecer.
Permanecieron en silencio. Entonces el conde dijo:
-Puesto que conoce el terrible problema que existe en mi propia casa ... la casa que perteneció a mi padre y a mis antepasados antes que él, dígame qué debo hacer.
El tono duro había vuelto a su voz, que expresaba una intensa amargura. Por un momento Olinda pensó en lo extraordinario que resultaba que el conde le estuviera hablando de esa manera.
Entonces se dio cuenta de que la impresión que había tenido de que ambos eran seres etéreos, espirituales, se había convertido en realidad.
Ella carecía de importancia, en insignificante, por eso el conde podía hablarle como no lo habría hecho con una amiga, con una mujer de la que estuviera enamorado.
Para él, ella era un sueño salido de las brumas de la noche y, por esa razón se encaraba a ella con las defensas bajas.
Le estaba pidiendo que lo ayudara como tal vez nunca le había pedido a ser humano alguno que lo hiciera.
-Creo -dijo Olinda con voz baja-, que debe usted volver . Debe tomar el lugar que le corresponde en Keveldon y en el condado. Debe hacer lo que se espera de usted.
-¿Y tolerar que ese hombre viva en mi casa, coma mi comida y degrade a mi madre con sus atenciones?
-Cada uno de nosotros tiene que llevar su propia vida -respondió Olinda-. No podemos vivir la de nadie más. No debemos, en realidad, interferir en su desarrollo y en sus decisiones.
-¡Es imposible! -murmuró el conde casi entre dientes.
-Creo que cada uno de nosotros se parece a la isla en la que estamos en este momento -continuó ella como si el conde no hubiera hablado-. La única comunicación real que podemos tener el uno con el otro debe ser a través de un puente y ese puente debe estar hecho de ... amor.
El conde no habló.
Se puso de pie y permaneció contemplando el lago. Olinda advirtió que estaba mirando hacia el fondo de su propio corazón, quizá pensando en lo inútil que había sido su furia en el pasado y en lo poco que había logrado con su desafío.
No sabía si lo había ayudado en algo, o si había hecho las cosas más difíciles para él.
Sólo sabía que había dicho lo que pensaba. Sentía como si las palabras hubieran estado en su mente,k sin que ella hubiera tenido que buscarlas en una manera consciente.
no había nada más qué decir, nada que la pudiera hacer.
Se levantó y comenzó a alejarse con lentitud. Dio la vuelta al templo blanco y cruzó el puente chino.
Volvió a caminar por el huerto repleto de árboles frutales, a través de los jardines. Apenas había suficiente luz para que no tropezara y aunque las sombras parecían muy oscuras, no tuvo miedo.
Llegó a la casa y entró. Volvió a cerrar la puerta por dentro y aunque las sombras parecían muy oscuras, no tuvo miedo.
Llegó a la casa y entró. Volvió a cerrar la puerta por dentro y subió corriendo hacia su dormitorio.
Cuando llegó a ala tranquila seguridad de su cuarto, sintió como si hubiera salido de las brumas de la noche, para penetrar en la realidad.
"Por favor, Dios mío, permite que mis palabras hayan ayudado al conde" oró al meterse en la cama.
Aún pensaba en él cuando se quedó dormida.

11 feb 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 3 (continuación)

En esos momentos, Olinda cenaba en su salita.
Lucy había tendido la mesa con un mantel de lino blanco y había colocado un candelabro de plata en el centro. en realidad no se trataba de un candelabro muy elaborado, pero al fin de cuentas era de plata y tenía tres velas.
Mientras atendía a Olinda, Lucy charlaba sin cesar. Era algo que no debía hacer y Olinda sabía que si la señora Kingston la hubiera escuchado habría recibido una buena reprimienda.
Al mismo tiempo, como sentía mucha curiosidad, no hizo ningún esfuerzo por detener las palabras que fluían como torrentes de los labios de Lucy.
-¡No creería usted a sus propios ojos si viera lo que está sucediendo abajo, señorita! -dijo cuando le servía la sopa-. La casa entera anda de cabeza y dudo de que usted haya visto nunca una cosa igual. ¡Sacaron al señor Hanson de su dormitorio! ¡Cómo me hubiera gustado oír lo que dijo cuando eso sucedió!
Olinda no dijo nada y Lucy continuó:
-Pero no era justo, señorita. No lo era, de veras. Eso es lo que todos decíamos. ¡El dormitorio principal es el dormitorio del amo, y ese señor no tiene ningún derecho de ocuparlo!
Olinda pensó divertida que ésas no eran palabras de Lucy. Sin duda expresaban los sentimientos de Burrows, el mayordomo, o tal vez de la señora Kingston.
-El señor Hanson lleva mucho tiempo aquí? -preguntó con fingida indiferencia.
-Poco más de dos años, señorita. Dicen que él fue la razón de su señoría se fuera.
Lucy se dirigió a la puerta. Otra doncella llegó con el siguiente plato y se llevó el sopero, ya vacío.
Era pollo tierno, cocido con hongos y sazonado con hierbas de olor. Lo acompañaban diversas verduras, así como dos salsas.
Lucy permaneció callada, ocupándose en servir a Olinda. Pero en cuanto terminó de hacerlo, volvió a decir:
-Aquí nadie quiere a ese caballero. Se lo aseguro, señorita.
-Por qué no? -preguntó Olinda.
Por un momento Lucy no contestó. Después dijo, con un tono algo evasivo:
-Es la forma en que da las órdenes y... otras cosas.
-Cuáles?
-No son cosas que yo pueda repetir a usted, señorita.
Lucy salió con los sobrantes de lo que había servido, dejando que Olinda comiera en silencio por unos momentos.
Tenía apetito, sobre todo porque no había comido nada a la hora del té. En circunstancias normales se hubiera sentido encantada de disfrutar de aquella deliciosa comida y le habría resultado difícil pensar en nada más.
Pero ahora se encontró meditando no sólo en lo que Lucy le había dicho, sino también en el conde.
Cuando la había mirado desde la ventana, notó que era tan apuesto como esperaba, después de haber visto su retrato en el dormitorio de la condesa.
Pero, en realidad, difería bastante del modo del retrato y, si no lo hubiera visto en Kelvedon, no lo habría reconocido.
El joven del retrato parecía feliz y era evidente que estaba en paz con el mundo.
El rostro del hombre que había vuelto desde la ventana era oscuro, sombrío y cínico, de una forma que Olinda habría encontrado difícil de explicar.
Parecía desilucionado. A algunas personas les abría parecido un poco acabado, porque líneas profundas surcaban su cara, desde la nariz hasta la boca.
En ciertos aspectos, hasta se parecía a los retratos que había del Rey Carlos II
En otros tiempos le había sonreído a la vida; ahora, Olinda sentía que la miraba con desprecio. en otros sentidos también era diferente de lo que ella había supuesto.
Nunca esperó ver a un caballero sin cuello y sin una corbata anudada en el estilo tradicional. El conde llevaba abierto el cuello de la camisa y atada en la garganta una corbata flotante, como las que usaban los pintores franceses.
Su chaqueta era de terciopelo negro y el chaleco tenía un estampado caprichoso.
No podía imaginarse a su padre, ni a Gerald, vestidos de ese modo. Y sin embargo, ese vestuario le sentaba bien a él, aunque lo hacía parecer un poco bohemio. Eso le hizo pensar que le recordaba aún, más a Lord Byron.
"¡Es extraño, muy extraño!" se dijo Olinda.
Lucy volvió a la habitación.
-¡Oh, señorita, usted se moriría de risa si viera la escena de abajo! La señora condesa, tiesa como una vara, está en un extremo de la mesa y el señor conde, mirándola con gesto adusto, está sentado en el extremo opuesto. La señorita de Broucy! ... o como se llame, no recuerdo, coquetea con los dos caballeros!
-¿Qué postre es ése, Lucy? -preguntó Olinda. No quería ordenarle a la doncella que se callara, pero comprendía que no era correcto escuchar sus chismes.
-Son fresas con crema, señorita, sobre un esponjoso bizcocho. Es una de las especialidades del chef. Estoy segura de que le gustará.
-Yo también lo creo así -contestó Olinda sonriendo.
-Y le confieso, señorita, que lo que deje de él no llegará a la cocina ... ¡no, estando Rose y yo por aquí!
-Espero haberles dejado suficiente- murmuró Olinda con una sonrisa.
-¡Oh, no queremos que deje nada por nosotros, señorita, en serio! Tome otra cucharada, por favor.
-He comido todo lo que deseo, gracias -contestó Olinda.
-Mademoiselle trabaja en el teatro -continuó Lucy, decidida a no permanecer callada mucho tiempo-. Le contó a la señorita Woods, la mayor de las doncellas, cuando estuvo abriendo su equipaje, que podía enviar un plato por encima de la cabeza de una patada y sostenerlo por encima de la cabeza en un pie ... algo así. ¿Qué le parece eso, señorita?
-Debe tratarse de una muchacha muy ágil -comentó Olinda.
Lucy trabajo una taza de café y la puso en la mesita junto a la chimenea. Entonces se llevó todos los sobrantes de la cena.
-Le dejaré el candelabro, señorita, hasta que el lacayo le suba la lámpara. Están un poco retrasados esta noche. Pero, como le decía antes, toda la casa anda de cabeza.
Salió de la habitación y casi antes que Olinda tuviera tiempo de comenzar a beber su café, ya había vuelto. Llevaba una gran lámpara de aceite, que colocó en el centro de la mesa.
-¡Así está mejor! -exclamó -. Puede usted ver para leer. Pero ya no cosa, señorita, no después de haber trabajado durante toda la tarde.
-No, creo que he hecho suficiente por hoy -contestó Olinda.
-Mi madre siempre dijo que gastar los ojos es gastar lo mejor que tenemos. Y tiene mucha razón señorita.
-Sí, por supuesto -reconoció Olinda.
-Entonces la dejo -dijo Lucy, mirando a su alrededor para asegurarse de que no olvidaba nada-. ¡Quiero ir a ver qué sucedio abajo! Me llamará si necesita algo, señorita ¿verdad?
-Así lo haré, Lucy. Muchas gracias.
Lucy cerró la puerta tras ella y, obedeciendo un impulso que no hubiera podido explicarse ni siquiera a sí misma, Olinda se levantó y cerró la puerta con llave. Después cruzó la habitación y se sentó junto a la ventana para mirar hacia el jardín.
La noche estaba llena de paz. Las cornejas habían ido a anidar en los árboles más altos y se escuchaba el grito ocasional del búho y los suaves arrullos de las palomas silvestres.
A Olinda le parecía imposible que emociones tan violentas estuvieran arrasando el interior de la casa, cuando fuera de ella reinaba la paz y la belleza.
"¿Cómo pudo el conde traer a Keveldon a una mujer como la que Lucy ha descrito?", se preguntó.
Pero en seguido comprendió la respuesta: lo había hecho con deliberación. Quería molestar a su madre y encararse con ella debido al odio que le inspiraba el hombre que, por su culpa, ocupaba el lugar de su padre.
Olinda sólo había tenido un contacto superficial con el señor Hanson, pero sabía que no era el tipo de hombre que su madre aprobaría.
Además, algo en su voz le revelaba que no era un hombre culto ni de buena cuna.
No hablaba con el acento de los barrios bajos. Pero, por alguna razón, su voz molestaba su sensibilidad, tanto como la había irritado sentir su mano en la suya y escuchar sus murmullos.
"Se comportará con corrección, al menos mientras el conde está aquí", pensó para tranquilizarse.
Pero le resultaba difícil ignorar el drama que se desarrollaba abajo.
Aunque a Lucy le pareciera divertido, sin duda alguna era un drama.
La condesa, que estaba perdiendo su juventud y sentía miedo de perder su belleza, se aferraba a un hombre mucho más joven que ella. Su hijo desaprobaba esa relación. Sin embargo, en apariencia, ella tenía todas las cartas a su favor en la lucha contra su hijo, porque había heredado el dinero que permanecería en sus manos mientras viviera.
Olinda podía comprender muy bien el dolor que eso debía causarle a un hombre joven, orgulloso e independiente como el conde.
El era el conde, pero no podía sostener sus posesiones más que con la ayuda financiera de su madre. Esa posición debía ser intolerable para un hombre como él.
Permaneció sentada largo tiempo pensando en todas esas cosas. Entonces, cuando se levantó para ir a poner su taza de café sobre la mesa, vio un pedazo de papel tirado en el suelo, junto a la puerta.
No estaba allí cuando había cerrado con llave. Sin duda alguna alguien lo había deslizado por debajo de la puerta mientras permanecía sentada junto a la ventana.
Pero no había escuchado nada.
Se sintió incómoda y temerosa. No deseaba levantar el papel ni leer lo que contenía.
Por fin lo levantó. Era uno grabado con la dirección de la casa y rematado por el escudo de armas de los Kelvedon.
En letra muy menuda, como quien había escrito aquello no quisiera llamar la atención, decía:
Vaya a buscar un libro a la biblioteca a las doce de la noche.
La nota no estaba firmada, pero Olinda no tuvo la menor duda de quién la había escrito.
"¡Cómo se atreve"!, se dijo llena de ira. "Cómo se atreve a pensar que yo me rebajaría encontrándome con él clandestinamente ... "
Entonces pensó que si el señor Hanson era capaz de atraer a la condesa, que había sido la mujer más hermosa de Inglaterra, no esperaría que una insignificante bordadora fuera más exigente que ella.
Olinda jugueteó con la idea de devolverle la nota con un mensaje como respuesta. Pero comprendió que eso sería muy poco digno.
"Que vaya a la biblioteca y se quede esperándome", pensó.
Rompió la nota en pedazos pequeños, tan pequeños que sería imposible para alguien volver a reunirlos, y los arrojó en el cesto de papeles.
Entonces volvió a la ventana.
La paz de la noche había desaparecido para ella. Se sintió furiosa, llena de resentimiento por la posición en la que el señor Hanson trataba de colocarla.
"Si no tengo cuidado, la condesa advertirá su interés en mí y me despedirán", se dijo.
No sólo se rebelaba ante la posible humillación de ser despedida. También temía perder ese salario que podía significar tanto para su madre.
Lo que esperaba ganar no sólo pagaría todos los lujos inmediatos que Lady Selwyn pudiera necesitar, sino que, si permanecía allí unas cuantas semanas, por varios meses no tendría necesidad de trabajar.
"¿Cómo podré convencer a este hombre de que me deje en paz?", se preguntó con desesperación. Con un temor casi pueril, pensó que jamás podría escapar de él.
¡Debió haber llevado la nota hasta la puerta de su salita y, si no hubiera estado cerrada con llave, habría entrado, tomándola por sorpresa!
Llena de pánico, pensó que no había lugar alguna donde pudiera esconderse. Entonces se dijo que debía ser sensata y conservar la cabeza.
Y, sin embargo, de manera instintiva miró de solsayo, como si esperara la aparición de más notas junto a su puerta.
"Estoy siendo absurda", se dijo. "De una cosa estoy segura: es lo bastante vanidoso como para suponer que obedeceré sus instrucciones y me encontraré con él en la biblioteca. ¡Por el momento estoy a salvo!"
Sintió una repentina necesidad de aire libre y un poco de ejercicio.
Había estado sentada toda la tarde trabajando en el dormitorio de la duquesa y había pasado la mañana recorriendo la casa con la señora Kingston.
En su lugar, siempre salía a caminar al jardín y por los campos que rodeaban la casa.
Cuando vivía su padre, montaban juntos todos los días. Y cuando su madre ya no pudo darse le luego de conservar los caballos, los granjeros locales, si habían estado muy ocupados, algunas veces le pedían que montara a sus caballos para que hicieran ejercicio, mientras llegaba la época de cacería.
"Debo salir a caminar", pensó.
Sintió como si las habitaciones de la casa en la que ella podía estar se estuvieran convirtiendo en una prisión, con el señor Hanson acechando afuera de ellas.
Con toda precaución, se dio vuelta a la llave y abrió la puerta.
El corredor estaba vacío. Se alejó de la puerta, forrada de verde, que conducía a las habitaciones principales.
Poco después, encontró una escalera de servicio que conducía a la planta baja.
Adivinó, por la distribución de la casa, que le pasillo de la planta baja conducía a la sección de cocinas. Orientándose de forma inteligente, no tardó en encontrar una puerta que conducía al jardín.
La llave estaba en la cerradura. Olinda salió, cerró la puerta por fuera y guardó la llave en el bolsillo de su vestido.
"¡Así podré entrar" pensó, "sin que nadie se dé cuenta de que salí de la casa!"
Afuera tenía lugar ese maravilloso momento del crepúsculo cuando el último reflejo del sol ha desaparecido bajo el horizonte. El cielo estaba transparente y las estrellas comenzaban a brillar.
Esa noche había luna nueva. Olinda pensó que necesitaría buena suerte, y una vez que se alejó de la casa y llegó a la protección de los arbustos, hizo siete reverencias a la luna.
-Dame suerte -suplicó con voz alta, con el rostro vuelto hacia el cielo-. Que gane suficiente dinero para mamá.
No era sólo dinero lo que deseaba. Si era honesta consigo misma debía reconocer que quería permanecer en esa bella casa, con sus esquisitos tesoros y absorber algo de su atmósfera y de su historia.
"Es tanto lo que puede enseñarme, tanto lo que puedo aprender"
Pensó en la biblioteca, con sus miles de libros.
"¡El no me arrojará de aquí!", se dio con firmeza. "¡No permitiré que lo haga!"
Sabía que la decisión final no estaba en sus manos, sino en las de la condesa. Si ella tenía la más leve sospecha de lo que estaba sucediendo...
Olinda contuvo la respiración.
Procurando mantenerse fuera del alcance de la vista de las ventanas, cruzó entre los setos rematados por figuras decorativas recortadas por las hojas, pasó por un jardín de yerbas aromáticas rodeado de muros estilo Tudor, de ladrillos rojo intenso, y llegó a un jardín de lirios.
Las fuentes habían sido apagadas. Pero los dorados peces nadaban con suave pereza debajo de los capullos encerados de los lirios acuáticos y de sus hojas planas.
Una pequeña verja de hierro mostró a Olinda un sendero que cruzaba a través de un huerto de árboles frutales, cuyos capullos habían caído al suelo y el viento los arrastraba hacia donde, en la distancia, podía ver el lago.
Se había dado cuenta, desde la casa, que era muy grande y muy largo.
Al acercarse a él se observó que los jardines amurallados y las altas y espesas arboledas hacían que la casa resultara casi invisible desde esta parte del lago.
Entonces vio, justo enfrente de ella, un edificio, y se preguntó qué sería.
Descubrió que era un pequeño templo griego que se elevaba en una pequeña isla que había en el centro del lago. A ella se llegaba por medio de un puente chico de exquisito diseño.
El puente debió haberse erigido, pensó siguiendo el ejemplo de Jorge IV. Este, cuando era Príncipe de Gales, había puesto de moda la arquitectura y el mobiliario chinos, usándolos en la construcción de su pabellón en la población veraniega de Brighton.
Decidió cruzarlo. Su elegancia y equilibrio le encantaron. Sentía como si estuviera llegando, a través del puente, a una tierra de fantasía. Esta idea era acentuada por la perfecta simetría del templo griego.
Adivinó que algunos de los condes de Kelvedon, en algún viaje a Grecia, lo había traído y hecho construir aquí.
Tal vez había sido durante la época en que muchos mientras de la nobleza inglesa, como Lord Elgin y Sir William Hamilton, coleccionaban las ruinas de los griegos. Estos se mostraban indiferentes a los tesoros nacionales y no impedían que fueran adquiridos por nobles que amaban las antigüedades.
Dio la vuelta hacia el frente del templo y encontró una pequeña terraza.
Desde allí, la vista del lago era perfecta. También, a lo lejos, alcanzó a distinguir la casa. Desde ese ángulo, parecía aún más un palacio de cuento de hadas que cuando la viera por primera vez, desde la avenida de entrada.
Miró hacia el templo y observó que su interior había una estatua de dos cupidos entrelazados. Estaba demasiado oscuro para ver con claridad, pero ella pensó que debían simbolizar el amor.
Levantó los ojos hacia el cielo.
"Esperaré a que la luna esté más alta", se dijo "y entonces podré verlo como debe haberse visto en Grecia hacia tantos siglos".
Se sentó, en la terraza, sobre un banco de madera. Observó que había sido colocado en el ángulo exacto desde el que podían verse el lago y la casa recortados contra el cielo tachonado de estrellas.
Todo era tan hermoso, tan increíblemente bello, que Olinda olvidó sus temores y se sintió arrastrada hacia una de sus acostumbradas fantasías.
Pensó en Hortense de Mazarín. Había llegado a la Casa Kelvedon con Carlos II a su lado. Ambos estaban profundamente enamorados y sabían que aquí, en el campo, podrían estar muy juntos, libres de las limitaciones y el protocolo de la corte.
En ese entonces, el templo griego no debió haber estado allí. Pero tal vez habían caminado. Pero tal vez habían caminado hasta la orilla del lago, tomados de la mano, y se habían visto reflejados en la inmóvil superficie del agua.
Cada uno debió haber visto no su propia imagen, sino un rostro del ser amado.
Entonces, en la noche, en la oscuridad de la gran cama de dosel, él dejaría de ser rey y ella duquesa para convertirse en un hombre y una mujer que hablaban de su amor, en un paraíso especial, que sólo les pertenecía a ellos.
Olinda se emocionó con las vívidas imágenes que le ofrecía su propia imaginación. Entonces, de pronto, presintió que ya no estaba sola en la terraza.
Había estado perdida en sus fantasías, con los ojos fijos en la gran casa que aparecía en la distancia, sin percatarse de que alguien más había cruzado el puente chino.
Un hombre que se encontraba ahora de pie, apoyado contra la balustra, contemplando, como ella lo había hecho, la gran extensión del lago.
Sintió que su corazón daba un vuelco de temor; pero entonces se dio cuenta de que no era el hombre que temía sino el conde.
No había modo de confundir la oscuridad de su cabello, lo ancho de sus hombres y la forma de su cabeza, que ella había visto con toda claridad cuando permanecía de pie frente a la ventana, de espaldas al dormitorio de la duquesa.
Olinda no se movió. Contuvo la respiración hasta que, como si una vez más advirtiera su presencia, él se volvió para mirarla.
Antes la había visto rodeada por los últimos rayos del sol de la tarde.
Ahora, la luz de las estrellas y los primeros rayos de la luna creciente bañaron la suavidad de su cabello e hicieron resaltar los grandes ojos de su pequeño rostro.
Por un momento él la miró con incredulidad. Entonces sonrió
-¡Señorita Selwyn! -exclamó-. Aparece usted en los lugares mas inesperados.
-Yo ... lo siento -repuso Olinda muy nerviosa-. No sabía que ... este lugar era ... privado.
-No lo es -contestó el conde-, pero yo pensé que nadie deseaba venir aquí, excepto yo.
-Entontré el lugar por casulidad -explicó Olinda-. Salí a caminar, vi el puente ... y el templo me pareció tan hermoso que...
Se detuvo y él añadió:
-No pudo resistir la tentación de explorarlo.
-Nunca había visto nada tan exquisito. Imaginaba cómo debe haberse visto cuando se erquía en Grecia.
Su voz vibraba un poco a causa de las emociones que tales pensamientos provocaban en ella. Añadió a toda prisa:
-Me iré ahora. Yo ... siento mucho haber ... molestado a su señoría.
-Como usted llegó primero -contestó el conde-, fui yo el que llegó a molestarla.
Se sentó en el banco, junto a ella, y continuó:
-Sin duda, por el momento podemos compartir el templo y la vista del lago.
-Es maravillosa -dijo Olinda-. Estaba pensando...
Se detuvo, pues comprendió que no era posible que a él le interesara saber lo que ella pensaba. Sin embargo, después de una breve pausa, el conde dijo:
-Estoy esperando escuchar el final de esa frase.
-Estaba pensando -contestó Olinda-, en la Duquesa de Mazarín, cuando llegó a Keveldon con Carlos II ... y en lo felices que deben haber sido.
-¿Felices? -preguntó el conde-. Depende, desde luego de loq ue usted llame felicidad.
En su voz había una nota de esprecio.
-Por lo que he leído sobre ellos en esa época en particular, eran felices porque estaban sinceramente enamorados -observó Olinda con suavidad.
-¿Cómo puede saberlo?
-La duquesa le ragaló al ancestro de usted los cortinajes en los que estoy trabjando porque había sido muy feliz ...
-¡Y en esa cama!
Olinda se ruborizó.
-Me agrada pensar -señaló un tanto vacilante-, que la duquesa, al menos por un poco tiempo, le brindó al rey lo que él había estado buscando durante toda su vida.
-¿Y qué era? -preguntó el conde, casi como si la desafiara.
-Amor -contestó Olinda con sencillez-. El verdadero amor que siempre lo había eludido y que él, sin embargo, continuaba buscando.
-¡En serio cree usted eso? Carlos II era un calavera, un libertino, un pillo que sedujo a cuanta mujer bonita había en la corte. ¡No puedo creer, señorita Selwyn, que usted lalme a eso amor!
El conde hablaba con tal violencia que Olinda comprendió que su propia experiencia tenía que ver algo en lo que estaba diciendo.
Entonces, de pronto, dentro de ella surgió un intenso deseo de explicarle lo que sentía, de hacerle comprender lo que había imaginado sobre la Duquesa de Mazarín.
Unió los dedos y levantó los ojos hacia las estrellas, como si buscara inspiración en ellas. No se percató de que el conde observaba su perfil, recortado contra los blancos pilares del templo.
No obstante, ella sabía que él esperaba y después de un momento dijo un poco titubeante:
-Yo ... con frecuencia ... he pensado que el verdadero amor es como el Santo Grial, que todos los hombres buscan en su alma.
-¡Y que ninguno encuentra! -replicó el conde con aspereza.
-Eso no es verdad -protestó Olinda-. Muchas personas lo han enconatrado por algún tiempo, pero han sido incapaces de retenerlo. Tal vez eso es lo que lo convierte en algo tan precioso y lo que nos impulsa a seguir buscando.
-¿Qué quiere decir? -preguntó él.
-Mi padre me dijo en una ocasión que nuestras ambiciones más preciadas deben estar siempre fuera de nuestro alcance; que no debemos alcanzarlas nunca ... pues si lo hiciéramos, la energía impulsora, el propósito mismo de la vida llegaría a su fin.
Se detuvo, y como el conde permaneció callado, continuó:
-Siempre debe haber algo más que alcanzar, algo que conquistar. Otra montaña que subir, otro horizonte al cual llegar, otra estrella brillante en el cielo que nos sirva de guía.
-¿Usted cree que es posible seguir siendo optimista después de haber fracasado una y otra vez?
-Como somos seres inteligentes, nunca nos sentimos del todo satisfechos, porque lo que buscamos es la perfección.
El conde guardó silencio. Entonces, otra vez con la nota burlona en su voz, dijo:
-Usted comenzó hablando del amor. ¡Sin duda alguna no puede esperar tal persistencia en esa ilusoria emosción!
-Yo creo que el amor es lo que mueve al Universo -contestó Olinda-, y como somos parte de él, todo lo que hay dentro de nosotros, ansía el amor, lo busca, lo anhela.
-Para terminar siempre desilusionado -comentó el conde, con la misma expresión en el rostro que ella había visto en el dormitorio.
-Algunas veces -corrió Olinda-, por eso no debe impedirnos hacer nuevos intentos. Es lo maravilloso del amor ... ¡no se detiene nunca! Siempre hay un mañana, siempre otra oportunidad ... nunca es demasiado tarde.
-¿Quién le enseño esas cosas? -preguntó él con voz aguda.
-Mi padre murió cuando yo tenía quince años -contsetó Olinda-, pero a pesar de mi juventud hablamos mucho sobre la vida. El amaba la belleza tanto como otros hombres pueden amar.. a una mujer.
-Y eso es lo que estaba pensando ... -comenzó a decir el conde perso se detuvo.
Por primera vez Olinda se volvió a mirarlo, esperando que terminara la frase.
-¿Cómo puedo estar hablando con usted de ese modo? -preguntó en un tono diferente-. Hace apenas unas horas que nos conocemos.
Olinda sitió como si él, de pronto, le hubiera dando un golpe. El color subió a sus mejillas.
-Yo ... lo ... siento -repuso con humildad-. Fue ... muy impertinente de mi parte. Debo volver a la casa.
Iba a ponerse de pie, pero el conde extendió la manocon rapidez y le tomó la muñeca.
-No, por favor. No quise decir eso. Sé que pareció áspero y grosero, pero fue sólo porque usted me sorprendió.
Olinda permaneció inmóvil, sentada en la orilla del banco, con la mano del conde aún en su muñeca.
-Quédese conmigo, por favor, quédese -suplicó el conde. Necesito desesperadamente hablar con alguien, y es solo porque usted me asustó un poco que le hablé como lo hice hace un momento.
-¿Yo ... lo asusté? -preguntó Olinda sorprendida.
-Porque está aquí. Porque es diferente a cuanta persona he conocido antes. Porque cuando la vi pensé que era una ninfa que había descendido del tapiz.
Lanzó un leve suspiro.
-Todabía creo que usted no es real, y que en cualquier momento desaparecerá en el lago y jamás volveré a verla.
Olinda no contestó y los dedos de él oprimieron su muñeca.
-¿Es usted real? -le preguntó con mucha suavidad.
-Yo ... no estoy ... segura -murmuró ella.

2 feb 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 3

El conde miró a través de la ventana. El lago semejaba oro derretido bajo la luz del sol poniente. Los cisnes se deslizaban por su suave superficie y los rojos rodondedros se reflejaban en sus aguas.
Pensó con cuánta frecuencia cuando estaba en el extranjero, había recordado esa imagen, que siempre le producía un inexplicable dolor.
Desde que era niño, la belleza de su hogar lo había conmovido hasta lo más hondo. En ocasiones, cuando se hallaba lejos de él, internado en la escuela o en la universidad, su nostalgia era tan profunda que no soportaba siquiera pensar en su casa.
Y, sin embargo, ésta se encontraba siempre en el fondo de su conciencia. Era parte de sí mismo, parte de su herencia.
Ahora podía sentir su encanto. Era como una mano fresca sobre su frente ardiente. Y, poco a poco, la furia que había provocado la discusión con su madre se fue esfumando.
Kelvedon le producía siempre una gran sensación de paz, y la convicción de que las violentas emociones que lo consumían hasta el punto de hacerlo huir de su propio hogar eran del todo innecesarias.
“Te amo”, hubiera querido decirle al lago, al puente en forma de arco que lo cruzaba, a los grandes y añosos árboles, que se erguían en el parque, a los verdes prados que descendían como un manto de esmeraldas hasta la orilla del agua.
Y más allá de los arbustos que rodeaban los jardines como brazos protectores, se hallaban los altos bosques, que, cuando era niño, había poblado de caballeros errantes y de dragones, de misteriosos seres sobrenaturales, que de algún modo, aparecían también en la historia de sus ancestros.
Sintió que su respiración comenzaba a normalizarse. Entonces, un sexto sentido le hizo comprender que no estaba solo.
Instintivamente volvió la cabeza.
Entre las sombras que comenzaban a invadir el dormitorio de la duquesa, del otro lado de la cama, vio un pequeño rostro puntiagudo con grandes ojos grises. El cabello que lo enmarcaba era tan rubio que un rayo del sol poniente parecía haberse quedado allí.
Durante un momento pensó que ese rostro, que podía haber pertenecido a una de las ninfas que había en los tapices del muro, carecía de sustancia, no estaba adherido a ningún cuerpo.
Entonces se dio cuenta de que la mujer, o la muchacha que se encontraba de pie frente a él, tenía puesto un vestido gris.
-¿Quién es usted y qué esta haciendo aquí? –preguntó.
Después de un silencio, con una voz baja y musical, la muchacha contestó:
-Lo siento … yo no quería … escuchar lo que estaban … discutiendo, pero me resultó … imposible … interrumpirlos.
-¿Quién es usted? –preguntó el conde de nuevo.
-Soy bordadora. Me contrataron para reparar los cortinajes de la cama.
-Y, por supuesto, estaba oculta entre ellos mientras mi madre y yo discutíamos.
-Eso … me temo.
-¿Y usted pensó que ambos habíamos salido ya de la habitación?
-Sí … si …
Los ojos grises parecían pedir disculpas. Después de un momento. Olinda dijo con voz titubeante:
-Usted … debe comprende que jamás … que yo nunca … repetiría nada de lo que … escuché … y que, de hecho, procuraré … olvidarlo.
-Supongo que eso debe ser imposible –observó el conde con sequedad-. Pero acepto su promesa de que lo que oyó decir en esta habitación no irá más alla de ella. ¿Tiene la bondad de decirme su nombre?
-Olinda Selwyn.
-Estoy seguro de que puedo confiar en usted, señorita Selwyn.
-Por supuesto.
Olinda se movió de donde se encontraba, más allá de la cama, y el conde notó que era más alta de lo que había pensado. Al mismo tiempo, era tan esbelta y graciosa que no le sorprendió haberla confundido con una ninfa.
“Es muy joven”, pensó mirando el suave contorno de su rostro y la larga columna de su cuello, que sostenía aquella cabeza de cabellos increíblemente dorados.
Eso removió algún recuerdo en su mente, pero no pudo precisar cuál era.
Ella avanzó hacia la puerta y el conde le preguntó:
-¿Cuánto tiempo lleva aquí, señorita Selwyn?
-Llegué apenas anoche. Espero que mi trabajo resulte satisfactorio
-¿Debe usted trabajar?
-Sí, necesito el dinero.
Ella volvió a mirarlo. Después abrió la puerta, salió al pasillo y la cerró con suavidad, dejándolo solo.
El conde, en apariencia con un gran esfuerzo, salió del dormitorio de la duquesa y se dirigió por el amplio corredor hacia el dormitorio principal.
Sabía que cuando llegara a él todo rastro de su anterior ocupante debía haber sido eliminado ya. De hecho, encontró a Higson, el viejo valet que con tanta fidelidad había servido a su padre, colgando su ropa en el armario y guardando sus zapatos y botas de montar.
-Me alegra mucho verlo, Higson … -dijo el conde, extendiendo la mano hacia él.
-He orado porque su señoría volviera antes de retirarme.
-¿Va usted a retirarse ya? –preguntó con tono agudo.
-Se han quejado, milord, de que soy demasiado viajo para este trabajo.
-¿Quién se quejó?
Después de una pausa, el anciano contestó con suavidad.
-Los invitados de la señora condesa.
-Se refiere a uno en particular, ¿verdad? –insistió el conde.
Otra vez sintió que la furia surgía en su interior y eso hizo que cada una de sus palabras pareciera amenazadora.
-Temo mucho, milord –dijo el anciano con voz vacilante-, que para este caballero, que está siempre de prisa, no me muevo con suficiente rapidez. Aunque el difunto señor conde y usted mismo decían que no había nadie como yo para prepararles sus pantalones de montar, me resulta difícil entender toda esa ropa moderna que se necesita para andar en automóvil, para jugar el golf y para muchos otros nuevos juegos que nunca habíamos tenido en Kelvedon.
-¿Qué edad tiene usted, Higson?
-Sesenta y tres años, milord, y creo que podría trabajar varios más si las cosas volvieran a ser como en los viejos tiempos.
-Entonces, no se retirará usted, Higson, ¿Entendido?
Los ojos del hombre se iluminaron.
-¿Lo dice en serio, milord? Pero la señora condesa había dicho …
-Yo soy el amo de esta casa, Higson, y no permitiré que quienes han servido a mi padre y a mí tan bien como usted lo ha hecho, sean pensionado antes de que lo deseen. Además, necesito que usted me atienda.
-¿Intenta quedarse, milord?
La pregunta pareció tomar al conde por sorpresa. Cruzó la habitación y se quedó de pie frente a la chimenea, contemplando el retrato de su madre, antes de contestar:
-No lo sé, Higston, y ésa es la verdad.
-Nosotros lo necesitamos, milord, lo necesitamos con desesperación. No somos felices aquí, sin usted.
El conde se dio vuelta.
-¿Qué quiere decir con eso?
-En las caballerizas no están contento con el nuevo automóvil, milord. Los caballos casi no se usan y el caballero, cuando los monta, no lo hace como su señoría.
-¿En qué sentido? –preguntó el conde.
-Es duro con ellos, milord.
Otra pausa antes que Higson respondiera:
-Tiene manos duras, usa mucho el fuete y espuelas afiladas. Esas cosas no hacen un buen jinete, milord.
-¡Maldita sea! ¡No permitiré que ese cerdo arruine mis pura sangre!
-Y no es sólo eso, milord –continuó Higson-. A la señora condesa sólo parecen interesarle los caballos de carrera. Los de caza, y los destinados a tirar de los carruajes, esos que usted siempre ha tenido en tanta estima, ya casi no salen de las caballerizas. Todo eso está destrozando el corazón de Abbey.
Abbey, el palafreno en jefe de las caballerizas, era tan hábil para el cuidado de los caballos que en todo el condado no había nadie que se le pudiera comparar en esa especialidad.
El conde recordó la emoción que sintiera el conducir su primer carruaje con un tiro de cuatro caballos, bajo las instrucciones de Abbey. Y cómo, cuando lo condujo hacia el frente de la casa, su padre había aparecido en lo alto de la escalera para felicitarlo.
Pensó que era muy joven en esa época, ya que aún no había cumplido ni quince años. Entonces se preguntó si algo que hubiera hecho después le habría brindado tanta satisfacción.
Tal vez era comparable a la emoción que había sentido a los nueve años, cuando cobró la primera pieza en una cacería. O, quizás, cuando había llevado sus propios colores a la victoria, en una carrera de punta a punta, en la que había participado estando en la universidad.
Y había sido Abbey quien siempre le había enseñado: y también era Abbey el que había logrado que todos los caballos criados en las caballerizas de su padre fueran notables.
-Dice usted que Abbey está insatisfecho –le dijo a Higson-. No estará pensando en retirarse, ¿verdad?
-No, milord, pero ha recibido otras ofertas. Y para un hombre como Abbey resulta difícil trabajar sin que nadie aprecie sus esfuerzos
-Hablaré con él –dijo el conde.
-Hace ya tiempo que comenta cuánto desea ver a su señoria.
Colgó la última chaqueta en el armario y entonces dijo, con voz un tanto desconcertada:
-¿Qué va a ponerse su señoría para cenar esta noche?
El conde miró la ropa que había traído con él como si nunca antes la hubiera visto.
La ropa informal, del tipo bohemio, que casi siempre usaba entre la gente con la que se relacionaba en París. Los chaquetones sueltos de terciopelo, las corbatas, flotantes como la que llevaba en ese momento, los chalecos llamativos habrían hecho estremecer de horror a cualquier respetable sastre londinense.
De pronto se percató de lo fuera de lugar que se veían allí, en Kelvedon, colgadas en el armario que siempre había usado su padre y que había sido colocado contra ese muro durante la época jacobina para guardar la ropa de los amos de las sucesivas generaciones.
-Salí a toda prisa, Higson –dijo-. Veo que mi sirviente en París no puso la ropa que voy a necesitar en Kelvedon. Supongo que por aquí debe haber ropa mía que podré usar ahora, ¿verdad?
-Por supuesto, su señoría –contestó Higson con una sonrisa-. Todo está limpio, planchado y listo para ser colocado en su lugar correcto.
-Entonces, tráigala aquí y cuélguela.
-Sí, milord. ¡Ahora mismo, milord!
Como si el conde hubiera agitado una varita mágica. Higson pareció veinte años más joven que cuando entrara en el dormitorio.
El conde consultó el reloj que había sobre la chimenea. Entonces se desvistió con lentitud y se dirigió hacia el cuarto de baño adjunto donde su baño ya estaba preparado, esperándolo.
Se sentía un aroma de verbena, que se usaba siempre en el baño de los caballeros en Kelvedon. Sobre la silla había una gran sábana blanca, para baño, con su monograma bordado en una esquina y rematado por una corona. El tapete de baño estaba bordado con la misma insignia.
El conde entró en el agua. Comenzó a lavare y, de pronto, se encontró pensando en la desconocida a la que había encontrado en el dormitorio de la duquesa.
¡Una bordadora! No recordaba haber conocido nunca a alguien como ella. Pero reconoció que en Kelvedon en verdad se necesitaba a alguien que realizara ese trabajo.
A través de la historia, las condesas de Kelvedon siempre habían sido muy hábiles con la aguja. Hubo una que cubrió con bordados efectuados con sus propias manos los asientos de todas las sillas que había en el amplio salón comedor, un total de sesenta, mientras su esposo estaba ausente, peleando al lado de Marlborough.
Y hubo otra, recordó, que había bordado numerosos y exquisitos cuadros en seda en tanto el conde de esa época languidecía en la Torre de Londres, bajo sentencia de muerte firmada por el protector de Inglaterra, Oliverio Cromwell.
El conde había visto excelentes ejemplos de finos bordados en el Louvre de París y, al hacerlo, había pensado que los bordados que él poseía en Kelvedon hubieran podido competir con esa exhibición.
“¡Espero que la señorita Selwyn sepa hacer su trabajo. No soportaría que los bordados, ni nada de lo que hay aquí, sea echado a perder!”, se dijo.
Esto le hizo recordar la razón por la que había vuelto a casa, de forma tan repentina e impulsiva, sin siquiera anunciar su llegada.
¿Cómo se atrevía ese impertinente oportunista a sugerir que se alterara el invernadero? ¿Cómo podía su madre, siquiera por un momento, pensar en permitir tal aberración? ¡Era una verdadera afrenta al buen gusto!.
Durante todo el camino desde Francia hasta Kelvedon, el conde se había preguntado con desesperación qué otras cosas podían haber sido alteradas ya en su casa.
Lanceworth habái tenido un buen tino de escribirle sobre el invernadero, pero otras alteraciones menos importantes podían haberse realizado con facilidad por instrucciones de su madre.
¡Instrucciones inspiradas por Felix Hanson!
El conde salió del cuarto de baño con el ceño fruncido. Entontró que Higson estaba preparando la ropa convencional de etiqueta que había dejado de usar en los últimos dos años.
Se marchó de Kelvedon sacudido por una furia indescriptible, después de haberle dicho a su madre que debía escoger entre él y Felix Hanson y que no permanecería bajo el mismo techo que su amante.
Se habían gritado de una forma muy poco digna, pero que resultaba inevitable dado el temperamente violenteo que ambos tenían.
Mucho después y con bastante vergüenza, había recordado que él siempre había tratado de enmular el tranquilo autocontrol de su padre.
El difunto conde jamás levantaba la voz, pero hacía sentir su efectividad su desaprobación a quienes lo habían ofendido.
Y aunque el conde adoraba a su padre y trataba de imitarlo, la sangre de su madre también estaba en sus venas. Los Alward, individuos apasionados, impulsivos y sensuales, se habían hecho famosos por su genio incontrolable y por su falta de control emocional.
Habían figurado en todos los escándalos y en todas las causas célebres de la alta sociedad en los últimos quinientos años, y al conde le parecía un milagro que su padre no hubiera descubierto la forma en que se portaba su esposa. Sin duda, la razón era que él no podía conbir que su esposa tuviera ideales menos elevados que los suyos, y por eso había confiado en ella.
-No ha cambiado usted ni un milímetro, milord –obsevó Higson con satisfacción mientras le ayudaba a ponerse la almidonada camisa blanca y el alto cuello duro.
-Me había olvidado de lo incómodas que son estas malditas cosas –respondió el conde.
-Pero muy elegantes, milord. Con ellas parece usted como un verdadero caballero, si me permite decirlo.
El conde se echó a reír sin poder evitarlo.
-Eso quiere decir que no parecía un caballero cuando llegué. Bueno, tal ez tengo usted, razón, pero … “al pueblo que fueres, haz lo que vieres”.
Tomó un pañuelo y lo colocó en el bolsillo de la chaqueta.
-¿La señorita Selwyn cena abajo? –preguntó.
Por un momento Higson pareció desconcertado. Entonces contestó:
-¿La bordadora?, No por supuesto que no, miord. Ella cena en su propia salita.
-Entonces tendremos un cuarteto muy agradable –declaró el conde cn aire cínico, como si hablara consigo mismo .. Salió de su dormitorio, dándose cuenta de que Higson lo observaba con admiración.