23 mar 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 5

Despues de una pausa, Felix Hanson respondió:
-Entré a buscar una toalla para mi mano. ¡Mira!
Debió haberle mostrado su mano a la condesa pues ella preguntó alterada:
-¿Qué sucedió? ¿Qué te hiciste?
-Dame algo para ponerme. ¡Te aseguro que me duele!
Salió por la puerta, tomando del brazo a la condesa para conducirla por el corredor. Sus voces se perdieron en la distancia y Olinda se sintió un poco más tanquila.
Por un momento había temido que se produjera una escena en la que ella estaría involucrada; pero tuvo la impresión de que Felix Hanson controlaba muy bien la situación.
"¿Por qué no me deja en paz?", se preguntó, sintiendo que durante cada momento que pasara en la casa, estando él en ella, correría peligro.
-¿Cómo te lastimaste? -preguntó la condesa a Felix mientras él la conducía a través del corredor.
-Tropecé y caí contra una de esas malditas armaduras -contestó él-. No sé por qué las tienes en el corredor. ¡No te imaginas cómo me duele la mano!
-¿Por qué entraste en esa habitación? La señora Kingston me pidió que fuera a ver el bordado que está realizando la muchacha y ... ¡te encuentro a ti allí!
Los ojos verdes de la condesa lo miraron llenos de sospecha.
-¿Qué muchacha? ¿De qué estás hablando? -preguntó Felix Hanson.
-De la muchacha que tú insististe tanto en que reparara los cortinajes. Y si está en la habitación de la duquesa, como me dijo la señora Kingston, no puedo creer que no la hayas visto.
-¡No vi a nadie! -negó Felix Hanson con firmeza- entré como ya te dije, para buscar una toalla. ¡Mi mano estaba sangrando!. Abrí la primera puerta que vi.
Chupó su herida antes de continuar diciendo:
-Por supuesto, como nadie duerme allí, no había toallas ni agua. Y creo que debo lavarme la mano.
-Quisiera creerte, Felix.
-¿Y por qué diablos no vas a creerme? -preguntó Felix Hanson con tono agresivo- ¡Cielos! Si no puedo entrar a buscar unas toallas y un poco de agua sin que me sometas a un interrogatorío policíaco ... ¡Nada de esto tiene sentido!
Parecía furioso. Para entonces ya habían llegado a la habitación en que él dormía. Hanson entró primero, dejando que la condesa lo siguiera.
Se dirigió al lavamanos, volcó un poco de agua fría en una jarra de porcelana en la jofaina y metió la mano en ella.
-Supongo que tendrás algo con qué vendarme -murmuró
-Sí, por supuesto -contestó la condesa.
Lo dejó para dirigirse a su propia habitación y, cuando se quedó solo, Felix Hanson lanzó un suspiro de alivio.
¡Se había salvado de forma casi milagrosa!
Sabía demasiado bien cómo se hubiera puesto Rosalie si lo hubiese encontrado junto a la cama, hablando con la jovencita bordadora. Y no quería pensar en la posibilidad de que lo hubiera encontrado haciendo otra cosa...
"Vivir aquí es como vivir en una jaula abierta" se dijo.
Siempre había alguien observando. No posdía hablar sin dejar de sentir que lo escuchaban, ni hacer nada sin olvidar que Rosalie lo estaba observando.
"Debo volver a Londres", pensó.
Había una expresión calculadora en sus ojos cuando la condesa volvió con un ungüento, una venda y una botella de antiséptico.
-Ya no está sangrando tanto.
Felix Sacó la mno de la jofaina y la secó con una toalla de lino.
-Me temo que esto va a arderte un poco -dijo ella empapando un trozo de algodón en antiséptico antes de aplicarlo sobre la herida.
-¡Cielos! ¡Tienes razón! ¡Vaya que duele! -exclamó él.
-Pero evitará una infección -dijo la condesa-. Las armaduras tienen siglos de antigüedad y podrían causarte una grave infección en la mano.
Felix pensó que las tijeras con que Olinda lo había herido debían estar limpias y que era poco probable que le provocaran una infección.
Pero no tuvo más remedio que someterese a los cuidados de la condesa, que le aplicó ungüento y despés le vendó la mano.
-Si sigue molestándote, enviaremos por el doctor.
-¡Creo que no será necesario!
-Aún no entiendo porqué entraste en el dormitorio de la duquesa. ¿Por qué no viniste a buscarme?
-¡Oh, cielos, Rosalie! ¿Vas a seguir insistiendo en esa tontería?
-Si sospechara que estás persiguiendo a esa muchacho, como lo hiciste con la hija de mi entrenador, en Newmarket, te echaría de aquí ahora mismo -lo amenazó la condesa con voz baja-. ¡No estoy dispuesta a soportar otra humillación como ésa!
Felix sabía muy bien que cuando Rosalie Kelvedon había con voz controlada era mucho más peligrosa que cuando le gritaba con furia.
-Te equivocaste entonces -replicó él-. Como te equivocaste con lo que estás insinuando ahora. De cualquier modo, no hay necesidad de que me eches, Rosalie. ¡Me voy, de cualquier manera!
-¿Que quieres decir?
-Me voy de Kelvedon. Debo volver a Londres.
-Pero ¿Por qué? ¿por qué? ¿Qué ha sucedido?
Los ojos verdes de la condesa lo miraban con expresión muy diferente.
-Tengo que encontrar trabajo -contestó Felix-. Necesito dinero.
-¿Por qué? ¿Para qué? ¡Aquí tienes todo lo que deseas!
-Has sido muy generosa y sabes lo agradecido que te estoy. Pero no puedo esperar que también pagues mis deudas.
-!Deudas! ¿Qué deudas? ¿Cómo es posible que necesites algo que yo no te haya dado?
-Tus regalos han significado mucho para mí -sonrió Felix- Nadie pudo ser más bondadosa y más generosa que tú, en todos los sentidos. Pero, por desgracia, no puedo pagarle al gerente de mi banco con besos.
-¿Debes dinero a tu banco?
-Mi deuda con el banco se remonta a la época en que estaba en Cambridge -dijo él con sinceridad-. Ahora insisten en que debo pagarles de inmediato. Y también hay otras deudas
La condesa guardó silencio y él continuó hablando:
¡Oh, bueno! Todas las cosas buenas llegan a su fin. Ahora debo comenzar a ganarme la vida y hacer lo suficiente como para pagar mis deudas. No me resultará difícil conseguir trabajo. Se que varias compañías se alegrarán de contar con mis servicios.
-¿Eso significa que tendrás que vivir en Londres?
-No necesariamente. Pueden enviarme a Birminham, a Manchester, o a cualquier centro industrial importante.
-¡Felix, no puedes dejarme!
Era el grito que él esperaba escuchar. Entonces con simulado tono de angustia contestó:
-¡No creerás que deseo hacerlo! Tú me has dado tanta felicidad , Rosalie, que nunca podré olvidar lo que hemos significado el uno para el otro. ¡Pero ahora debemos decirnos adiós!
-¡No, Felix, no! No puedo dejarte ir. ¿Cuánto dinero quieres?
La condesa hablaba con desesperación, lo cual no pasó inadvertido para él.
-No puedo decírtelo -respondió-. Me siento avergonzado. Jamás debí permitir que las cosas llegaran hasta tal punto.
-¿Cuánto es? -insistió Rosalie Kelvedon.
-¡Ocho mil libras!
Ella lanzó una exclamación ahogada. Entonces dijo:
-Encontraré la forma de darte ese dinero. Tú sabes que lo haré Felix. No será fácil. No puedo tomar una cantidad así del dinero de la familia. Los contadores, que revisan las cuentas cada mes, sin duda alguna informarán a Roque sobre un desembolso tan importante.
-No quiero que tu hijo se entere de esto -se apresuró a decir Felix.
-No lo sabrá -respondió la condesa, llena de confianza-. Yo encontraré el dinero de algún modo. Creo que tengo ahorrado casi lo suficiente. Además, siempre puedo obtener una cantidad prestada sobre mis joyas.
-Sí, desde luego -reconoció Felix-, pero no puedo permitir que hagas eso.
Había olvidado las joyas, pensó.
La fabulosa colección de joyas, algunas pertenicientes a la condesa y otras a la colección familiar de los Kelvedon, era inmensamente valiosa.
Deseó ahora haberle pedido diez mil libras. Con las joyas que Rosalie poseía podría obtener la cantidad de dinero que deseara; pero no había pensado en eso hasta ese momento.
Se maldijo por su estupidez y pensó que si podía obtener las ocho mil libras ahora, tal vez valdría la pena aguantar unos meses para pedir un poco más antes de irse.
-Te haré un cheque de mi cuenta privada -estaba diciendo Rosaline Kelvedon-. Prométene, Felix querido, que nunca volverás a meterte en problemas de este tipo. En el futuro dame todas tus cuentas, a medida que vayan llegando, yo las cubriré. Cuando uno debe conseguir una suma tan elevada, de un día para otro, las cosas se ponen difíciles.
-A ti te basta con sonreírle al gerente de tu banco -dijo Felix-; para que él te preste un millon sin necesidad de ninguna garantía. Y sé que yo, si estuviera en su lugar, lo haría sin vacilación.
-¿Me estás adulando, queridito? -preguntó la condesa-. Eso es algo que has dejado de hacer ultimamente.
-Es que he estado muy preocupado por ese dinero.
-¿Y por qué no me lo dijiste niño tonto? El dinero nunca debe ser un abarrera que se interponga entre nosotros y arruine nuestra felicidad.
-¡El dinero se convierte en algo horrible, cuando no lo tiene uno! Deberías permtir que consiguiera algún trabajo, Rosalie.
-No puedo vivir sin ti ... ; y tú lo sabes! ¡Eres mío y no voy a compartirte con nada, ni con nadie!
Otra vez la sospecha se insinuaba en su voz y Felix se maldijo por haber permitido que lo sorprendiera en el cuarto de la duquesa. Se había sentido seguro de que Rosalie había salido al jardín y pensó que estaría libre de ella cuando menos una media hora.
Pero había vuelto sin que él se diera cuenta y ahora sabía que estaría más alerta que nunca, porque la desconfianza ya había nacido en ella.
También había sido un tonto al permitir que lo descubrieran con la hija del entrenador de los caballos que tenían en Newmarket.
Era una muchachita muy linda y estaba dispuesta a hacer cuanto él le pedía. Había sido simple mala suerte que Rosalie Kelvedon hubiera ido a buscarlo y los encontrara juntos en uno de los establos vacíos de la caballeriza.
Con ruegos y mentiras había logrado reconquistar los favores de la condesa, pero se percató de que después de ese incidente ella se volvió más desconfiada, y que lo vigilaba con mayor cuidado.
Se dijo que nunca volvería a comprometerse con una mujer mucho mayor que él, como Rosalie.
En realiad, a él le gustaban las muchachas jóvenes y sencillas. Eso le producía una sensación de poder y omnipotencia. Pero ese tipo de muchachas no tenían dinero, lo que significaba que volvía al punto de partida: necesitaba la seguridad de una esposa rica.
-Ven a mi cuarto -dijo la condesa -. Te hare el cheque ahora mismo. No quiero que sigas preocupándote, ni actuando de esa manera tan extraña y fría en que lo has hecho en estos dos últimos días.
Sonrió y agregó:
-Te conozco taqn bien, Felix querido, que estaba segura de que algo te preocupaba.
-Es que no sabía cómo decirte que debía marcharme -contestó Felix.
-Eso es algo que nunca sucederá. Es tan maravilloso que podamos estar aquí, juntos ... Nunca he sido tan feliz como en estos dos años que pasamos juntos.
"¡Ojalá pudiera decir lo mismo!", pensó él, furioso.
Pero le rodeó los hombros con el brazo y juntos caminaron hacia la salita de ella, que comunicaba con su dormitorio, al fondo del corredor.
La habitación estaba llena de flores, algunas provenientes de los invernaderos que ocupaban casi un acre de terreno, junto a la huerta, y otras de los campos sembrados de flores, a un lado de los padres, que en el verano se convertían en un caleioscopio de color.
Había cómodos sofás y mullidos sillones: la habitación olía a la exótica esencia que usaba siempre Rosalie Kelvedon y que hacía traer de París.
Se sentó ante un exquisito secrétaire francés, abrió un cajón y sacó una chequera.
Con su letra elegante y un poco llamativa escribió el nombre de Feliz en el cheque y, en el espacio correspondiente a la cantidad, "ocho mil libras". Después lo firmó y se lo entregó.
-Un regalo para el hombre que amo -dijio sonriendo.
-Gracias, Rosalie. Sabes bien lo agradecido que estoy.
Deslizó el cheque en el bolsillo interior de su chaqueta.
-¿Y hasta dónde llega esa gratitud? -preguntó Rosalie Kelvedon con suavidad.
Lo miró. su boca roja se curvó en un gesto de invitación y Felix comprendió lo que esperaba de él.
-Déjame demostrártelo -contestó, y la levantó en sus brazos.

9 mar 2009

Bordadora de ensueños, Capitulo 4 (3ra. Parte)

Lucy, puso a Olinda al corriente de lo que estaba sucediendo en la casa cuando le sirvió el desayuno.
-El señor conde se fue a cabalgar, señorita -dijo-, Oí al señor Burrows decir que el señor Abbey, que es el palafreno en jefe, estaba loco de emoción. Su señoría, el conde, ordenó que le tuviera el mejor caballo disponible, frente a la puerta principal a las ocho de la mañana.
-Supongo que debe montar muy bien -observó Olinda, porque sentía que se esperaba algún comentario de su parte.
-Si es cierto lo que dice el señor Abbey, nunca ha existido mejor jinete que el señor conde. De cualquier modo, la gente de las caballerizas dice que los animales están muy necesitados de ejercicio. No es lo mismo cuando los monta un palafreno que cuando lo hace el amo.
Olinda estaba segura de que había algo de verdad en eso, pero quería terminar su desayuno cuanto antes porque deseaba volver a su trabajo.
Se estaba levantando de la mesa cuando la señora Kingston entró en la salita
-Buenos días, señorita Selwyn
-Buenos días, señora Kingston.
-Acabo de examinar el trabajo que hizo usted ayer y debo confesar, señorita Selwyn, que estoy asombrada por la habilidad con que zurció usted esa costura de terciopelo negro. Es casi imposible distinguir dónde estaba. Estoy segura de que la señora condesa se sentirá encantada cuando vea la labor que ha realizado.
-Gracias, señora Kingston.
El ama de llaves colocó un paquete sobre la mesa.
-Aquí están todas las sedas que el lacayo pudo obtener en Derby. Ya he escrito una carta a Londres solicitando que envíen el resto de lo que usted necesita.
-Sólo he pedido lo necesario para la habitación de la duquesa -explicó Olinda-. Cuando vea todo lo que hay que hacer, es posible que necesite colores diferentes, y estoy segura de que necesitaré más hilo de oro y de plata.
-Sí, por supuesto ... ¡y vaya que están caros, además! -sonrió la señora Kingston-. Las cosas encarecen más y más cada año. No sé adónde iremos a parar si seguimos así.
-Tiene usted razón -contestó Olinda de forma automática.
Lucy salió de la habitación y la señora Kingston le dijo a Olinda en un murmullo de conspiración:
-Debo mostrar la casa a esa actriz que su señoría tajo de París. No es una tarea que me entusiasme mucho. Me pregunto qué puede saber alguien como ella de antigüedades.
-Tal vez se interese en las habitaciones francesas -sugirió Olinda, pensando que le gustaría conocer a la señora le Bronc.
-Sí, por supuesto. La llevaré al dormitorio de la duquesa. Pero no se sorprenda cuando la vez, señorita Selwyn. Le aseguro que no es el tipo de huésped que estamos acostumbrados a recibir en la Casa Kelvedon.
La señora Kingston movió la cabeza con desdén y salio de la habitación.
Olinda se echó a reír. Al mismo tiempo, no puedo menos que pensar en la señorita le Bronc.
Conocía la razón por la que el conde la había llevado a Kelvedon, pero eso no explicaba su íntima relación con ella, ni el hecho de que la francesita, por su parte, se mostrara dispuesta a efectuar un largo y fatigoso viaje sólo porque él se lo había pedido.
Al pensar en lo que había sucedido la noche anterior, Olinda se sintió segura de que sólo había sido un sueño.
Le era difícil creer que su conversación con el conde hubiera tenido lugar y se asombraba de haber sido franca con él.
¿Qué habría pensado el conde sobre el hecho de que ella, una desconocida, discutiera abiertamente las relaciones de la condesa con Felix Hanson?
Le parecía increíble que hubieran estado sentados, uno al lado del otro, mirando hacia el lago y hablando de cosas que Olinda hubiera dudado de discutir siguiera con otra mujer.
Y, sin embargo, cuando sucedía le había parecido muy natural.
Las palabras habían subido a sus labios sin dificultad y los dos se habían sentido, según dijera el propio conde, tan libres como los dioses.
Pero ahora, pensó Olinda, le resultaría difícil volver a enfrentarse a él; sentía que si lo encontraba durante el día y se veía obligada a mirarlo cara a cara, se ruborizaría y se sentiría muy incómoda.
"Estoy segura de que no seguirá mi consejo; volverá a París", se dijo tratando de tranquilizarse.
Pero le resultó imposible no pensar en él cuando se sentó en el suelo junto a la elaborada cama de la duquesa.
Comenzó a reparar el bordado que se había deshilachado. Cubrió una florecita con nueva seda de colores rosa y verde y reparó las delicadas plumas de un pájaro y las alas de un cupido.
Se hallaba tan absorta en sus propios pensamientos que se sobresaltó al escuchar que la señora Kingston decía:
-Estoy segura de que esta habitación le interesará, señorita. Este es el dormitorio de la Duquesa de Mazarín. Ella durmió aquí cuando se hospedó en la casa, hace más de docientos años, con el Rey Carlos II.
Tiens! -exclamó una voz en francés.
Entonces Olinda se puso de pie y pudo ver a mademoiselle le Bronc.
¡La actriz era más llamativa de lo que ella nunca hubiera imaginado que podía ser una mujer!
Tenía una carita picaresca, como de duende, y una boca grande y sensual que, por estar pintada de rojo intenso, fue lo primero que Olinda notó.
Sus pestañas estaban cubiertas de rimmel y los ojos rasgados y provocativos le daban un aspecto casi oriental, sobre todo cuando reía.
Llevaba el cabello teñido en un tono dorado cobrizo que contrastaba con la oscuridad de sus cejas y que daba un aspecto algo cenizo a su piel.
Y, sin embargo, el efecto total, encantador y espectacular, con su indudable toque de chic, era muy francés.
Llevaba un vestido rayado en negro y blanco, con toques de rojo vivo iguales al color de los labios, zapatillas rojas y una banda, también rojo, alrededor de la pequeña cintura.
Sobre la cabeza usaba un gracioso sombrerito cubierto de plumas rojas, que ninguna mujer inglesa habría usado con ese tono de cabello. Sin embargo, el efecto resultaba alegre y atractivo.
Los ojos de la señorita le bronc brillaron con intensidad cuando recorrieron la habitación y su boca se curvó en una sonrisa. El conde pensó Olinda, había buscado una compañera de viaje que debía ser muy entretenida.
-Esta es la cama de la duquesa -explicó la señora Kingston con la voz de un guía que hablaba con un niño bastante tonto-. Ella le obsequió los cortinajes al conde y a la condesa de Kelvedon de esa época, como muestra de gratitud por la hospitalidad que le brindaron.
El ama de llaves se volvió hacia Olinda.
-Y ésta es la señorita Selwyn, que está reparando los tejidos dañados por el paso del tiempo
-Buenos días, señorita -Respondió Olinda en francés.
-¿Habla usted francés? -preguntó la señorita le Bronc en ese idioma.
-Sí, Señorita, pero son pocas las veces en que tengo oportunidad de hablar con una francesa.
-¡Vamos! Entonces debemos hablar usted y yo, ¿Verdad? -preguntó la francesa-. ¿Puedo ver su trabajo?
Olinda la subió para que viera lo que estaba haciendo.
-¡Vaya, es usted una verdadera experta! -exclamó en francés-. Yo fui educada durante algunos años en un convento, de modo que sé coser ... las monjas se aseguraron de que aprendiera ... pero nunca podría hacer el trabajo que está usted haciendo. ¡Es exquisito! ¡Maravilloso!
-Gracias, señorita -contesto Olinda.
Entonces, como sentía curiosidad, preguntó:
-¿La está pasando bien en Inglaterra? ¿Es ésta su primera visita?
-Sí, la primera -contestó la señorita le Bronc-. Su país es muy bonito, pero no es para mí. Me gusta París ... los teatros , los salones de baile, el olor y el ruido de Montmartre. Aquí todo es demasiado tranquilo.
El modo en que lo dijo hizo que Oinda riera de buena gana.
-Se acostumbrará usted a esta tranquilidad
-¡Dios mío, no! Es algo que no deseo hacer. Además, tengo un trabajo, mi carrera.
-Por supuesto, usted es actriz.
-Soy bailarina, señorita. Bailo en el Molino Rojo.
Miró a Olinda y sonrió.
-Es probable que usted haya oído hablar de él. Por supuesto no es un lugar para muchachas decentes como usted. Pero es divertido y para los caballeros ... muy emosionante.
-¿A su señoría el conde, le gusta? -preguntó Olinda
-Puede ser un hombre muy divertido ... cuando no está pensando en esta casa -contestó la francesa.
Levantó las manos.
-¡Vaya! ¿Puede usted creerlo! Sólo pienso y habla de esta casa ¡Kelvedon! ¡Kelvedon! ¡Kelveldon!
Pronunciaba el nombre de una manera muy graciosa.
-¡Siempre está en sus pensamientos, en sus sueños y en su conversación!
Suspiró.
-¡Yo le digo a veces: "¿Cómo es posible que ames a Kelvedon? Eso no lo entiendo, porque no es una mujer. Las mujeres estamos para que nos amen. Somos tibias, suaves y excitantes. ¿Por qué piensas siempre en una casa?
Olinda se echó a reír sin poder evitarlo.
-Usted hace que parezca muy divertido, señorita.
-No siempre es divertido para la mujer que tiene que oírlo. Milord es muy simpático, apuesto y encantador cuando lo desea. ¡Pero cuando habla de Kelvedon se vuelve muy inglés ... y muy aburrido!
La francesita casi escupió las últimas palabras.
Entonces lanzó una carcajada y su boca roja pareció curvarse de forma deliciosa, en tanto que sus ojos se empequeñecían hasta convertirse en pequeñas ranuras.
La señora Kingston, que no entendía una palabra de francés, se limitó a mirar de una a otra, hasta que se sintió enfadada porque la dejaban al marjen de la conversación e intervino con voz aguda:
-Y ahora, señorita, permíteme mostrarle los otros dormitorios importantes. Todos están en este piso.
-Ya he visto suficiente -declaró la señorita le Bronc-. Son demasiado grandes, demasiado vacíos. Deberían estar llenos de gente alegre, que cantara, bailara y bebiera.
Observó a su alrededor, y casi como si deseara ser insultante, dijo:
-En Francia tuvimos una buena idea, durante la Revolución, cuando vaciamos todos los grandes palacios y quemamos los muebles que había en ellos.
-¡Quemarlos! -exclamó la señora Kingston en algo muy cercano a un grito de horror-. ¡Deben haber estado locos! ¡Las cosas que tenemos aquí valen miles y miles de libras! Y más importante que el dinero, señorita, es que cada una de ellas es una parte de la historia.
-¿Qué es la historia? -la señorita le Bronc hizo un gesto expresivo con la mano-. Yo quiero vivir mi propia historia ... la de otras personas no me interesa.
-Se volvió hacia Olinda y sugirió:
-Y usted debe hacer lo mismo, señorita. Ya podrá coser cuando sea vieja. Viva ahora que es joven! Si alguna vez viene a París, le enseñaré cómo divertirse.
-Gracias, señorita -contestó Olinda-, pero me parece poco probable que vaya a París.
-¿No desea ver más de la casa? -preguntó la señora Kingston con una nota de incredulidad en la voz.
-No, gracias -contestó la señorita le Bronc-. Bajaré a ver si el conde ha vuelto de complacer a su caballo haciendo ejercicio y me ofrece a mí un vaso de vino. ¡Eso es lo que quiero!
Cuando la francesita salió de la habitación, la señora Kingston se volvió a mirar a Olinda y encarnó las cejas en un gesto de desolación.
Olinda volvió a sentarse en el suelo, sonriendo.
No cabía la menor duda de ello ... la señorita le Bronc debía ser una compañia muy alegre, pero aun a su lado el conde no hacía otra cosa que pensar en Kelvedon.
Había algo muy patético, pensó Olinda, en la imagen de un hombre que se moría de nostalgia por la casa que amaba mientras se encontraba rodeado por toda la alegría de París.
Entonces se dijo con firmeza que estaba siendo demasiado sentimental.
¡El conde no era un chiquillo patético obligado a permanecer lejos del hogar por alguna orden paterna! Era un hombre que a sabiendas había decidido exiliarse de su finca y de sus responsabilidades.
Podía excusarse diciendo que consideraba intolerable vivir con su madre en esas circunstancias.
Pero él sabía muy bien cuál era su deber; sabía que la gente que vivía en su propiedad dependía de él. Además, su lugar estaba en el mundo social en el que había nacido.
"Tal vez debía haber sido más firme en lo que le dije anoche", pensó Olinda.
Entonces se dijo que era totalmente ridículo pensar que él escucharía sus ideas.
Había hablado con ella siguiendo un impulso del momento y porque ella era, como él mismo había dicho, una absoluta desconocida.
Los dos se habían sentido encantados por la belleza de la noche, bajo las estrellas y junto al templo griego. Por eso habían hablado como un hombre y una mujer podían habar en un sueño. A la luz del día, la charla de la noche anterior parecía totalmente irreal.
"Recuerda que sólo eres una bordadora", se dijo Olinda, pero no pudo evitar que su corazón diera un vuelco cuando escuchó que la puerta se abría.
Había estado pensando en el conde y creyó que había llegado a verla. Oyó las pisadas que cruzaban la habitación y, cuando se acercaron a la cama, levantó la vista.
¡Era Felix Hanson!
Por un momento no sólo se sintió sorprendida, sino absurdamente desilusionada.
-¡Oh, es usted! -exclamó sin pensar.
-Sí, soy yo -contestó Felix Hanson-. Si Mahoma no va a la montaña, la montaña debe venir a Mahoma. ¿Por qué no bajaste anoche?
Olinda inclinó la cabeza sobre su bordado.
-No es posible que usted haya esperado que lo hiciera.
-¡Por supuesto que lo esperaba! y esperé hasta cerca de la una.
¿Cómo puedes ser tan ingrata?
-¿Ingrata? -repitió Olinda sorprendida.
Levantó los ojos y vio que estaba apoyado contra un poste de la cama, en una actitud muy tranquila.
La expresión de su mirada provocó que ella apartara la vista rápidamente.
-Si no hubiera sido por mí -dijo-, te hubieran devuelto a tu casa sin darte la menor oportunidad de probar tu habilidad. Eres demasiado bonita para este tipo de trabajo.
Había una nota acariciadora en su voz y Olinda replicó en todo casi agudo:
-Si ésa es la verdad, gracias. Pero ahora, le suplico que me permita continuar con mi trabajo. Tengo mucho qué hacer.
-Me encanta la idea, porque eso significa que vas a pasar aquí largo tiempo. Pero deseo hablar contigo, pequeña Olinda.
-Me llamo señorita Selwyn.
-Olinda es mucho más bonito y no vale la pena que perdamos el tiempo en preliminares.
-¿Preliminares de qué? -preguntó Olinda.
-De conocernos mejor. Vamos a conocernos muy bien -declaró Felix Hanson con suavidad-. Tus labios me fascinan.
-Usted no tiene derecho de hablarme de ese modo, señor Hanson, como bien lo sabe.
-¿Y quién va a impedírmelo?
-No creo que a la señora condesa le parezca correcto que usted moleste a una de sus empleadas.
-Ella no tiene porqué saberlo. Por lo tanto, tú y yo debemos ser muy astutos. Anoche perdimos una oportunidad que tal vez no vuelva a presentarse en varios días. Pero es posible que podamos encontrarnos esta tarde.
Olinda levantó la vista.
-No tengo intenciones de encontrarme con usted, señor Hanson, ni de verlo en ningún momento.
Habló con claridad y en tono firme, pero él se limitó a sonreír.
-¿Así que vas hacerte la difícil? -dijo con suavidad-. Bueno, un poco de renuencia hace más atractiva la conquista.
-¡No habrá ninguna conquista! -contestó Olinda irritada-. Si usted continúa haciendo tales sugerencias, señor Hanson, acudiré en el acto a la señora condesa para decirle que está usted entorpeciendo mi trabajo.
Pensó que esa amenaza lo inquietaría. Pero él echó la cabeza hacia atrás para reír a carcajadas.
El sonido de su risa retumbo a través del dormitorio.
-Me gusta tu espíritu, Olinda. Pero sé muy bien, como tú también lo sabes, que no harás tal cosa.
-¡Lo haré si no me deja en paz!
-¿Para encontrarte en la puerta de atrás con la misma rapidez con que puedes hacer tus maletas? -preguntó volviendo a reír-. No lo dudes ... cuando se trate de elegir entre tu y yo, la condesa no vacilará en echarte de aquí. Tú eres sustituible, Olinda... yo no!
Olinda compredió que eso era cierto. Apretó los labios y continuó cosiendo.
-Así que después de esta pequeña escaramuza -continuó Felix Hanson-, en la que debes reconocer que resulté victorioso, comencemos a hablar con sensatez.
-No hay nada de qué hablar contestó Olinda.
-Yo tengo mucho qué decir, aunque un beso expresaría mis sentimientos mucho mejor que todas las palabras que hay en el diccionario.
Olinda bajó la cortina y la apoyó en su regazo.
-Escúcheme, señor Hanson -dijo-, Estoy aquí porque necesito el dinero. Mi madre está enferma y sólo realizando este tipo de trabajo puedo proporcionarle los alimentos y las medicinas que la mantendrán viva. No podré en peligro la salud de mi madre coqueteando con usted, ni con nadie más. ¡Por favor, déjeme en paz!
Felix Hanson volvió a echarse a reír.
-¡Espléndido! -exclamó-. Acto segundo ... ¡la inocente doncella se enfrente al perverso barón que tiene en sus manos la hipoteca de su casa! ¡Querida mía, harías una fortuna en el teatro!
-Lo que le he dicho es cierto, señor Hanson -protestó Olinda.
-Te creo hasta la última palabra, pero también es verdad que eres adorable y que me propongo lograr tus besos tarde o temprano, sin importar lo difícil que te pongas.
Dio un paso hacia ella y Olinda lo miró con temor.
Sabía que a él le resultaría difícil besarla donde ella estaba, sentada en el suelo; al mismo tiempo, su corazón comenzó a palpitar de miedo y sintió que se le secaba la boca.
-Vamos, amor mío -dijo con una voz que la mayoría de las mujeres consideraba irresistible-. Hemos llegado al final del segundo acto.
Entonces bajó los brazos hacia ella, y Olinda comprendió que intentaba levantarla del piso.
Se echó hacia atrás y, al hacerlo, levantó de su regazo las largas tijeras puntiagudas que usaba para su trabajo.
Felix Hanson ya había acercado su mano derecha para tocarla, cuando Olinda levantó las tijeras. La afilada punta se clavó en su piel, en la parte superior del dedo pulgar.
El lanzó un grito de dolor y se incorporó, llevándose la mano a la boca
-¡Pequeña zorra!
Chupó su propia sangre por unos segundas, mirándola furioso. Entonces, tal vez por el terror pintado en los ojos de ella y el hecho de que parecía tan pequeña e indefensa sentada en el piso, su expresión cambió.
-Vas a tener problemas, Olinda, si sigues portándote así -dijo-. ¿Y si le dijo a la señor condesa que eres peligrosa y que es un error retenerte aquí?
-Tendría usted que explicar por qué estaba tan cerca de mi como para que pudiera lastimarlo -replicó Olinda.
-Tienes respuesta para todo, pero no pienso renunciar a ti tan fácilmente. Como he dicho antes, me gusta una mujer con espíritu.
Se detuvo.
-Será divertido conquistarte, Olinda, lograr que me ames por que no puedas evitarlo.
-¡Nunca lo amaré! ¡Nunca! -exclamó Olinda-. ¡Y lo que usted sugiere nada tiene que ver con el amor!
-¿Cómo lo sabes si nunca lo has probado? Apostaría mi reputación a que ningún hombre te ha hecho el amor. ¡Y no me sorprendería si descubriera que nunca te han besado!
A pesar de sí, el color subió al rostro de Olinda.
-¡Estaba seguro de ello! -dijo Felix Hanson con suavidad-. Y puedo asegurarte que nadie es capaz de enseñarte mejor que yo las delicias de las que tratas de escapar, sin saber lo que te pierdes.
-Sólo estoy perdiendo mi privacidad -replicó Olinda en tono brusco.
Félix Hanson volvió a chuparse la mano de la que seguí grotando sangre.
-Me intrigas mucho -observó-, y me estás desafiando. ¡El tuyo es un reto que no puedo rechazar!
-Sólo le he pedido que me deje en paz -replicó ella casi sin aliento.
-Eso es algo que no tengo intenciones de hacer. ¡Y ya veremos quién de los dos gana!
Atravesó la habitación, en dirección de la puerta. Al llegar a ella, la puerta se abrió.
-Felix, ¿qué haces aquí? -preguntó una voz en tono agudo.
Olinda, supo de inmediato quén hablaba. Era la condesa.

7 mar 2009

Bordadora de Ensueños, Capítulo 4 (2da. parte)

Abajo, en la biblioteca, Felix Hanson oyó que en el reloj que había sobre la repisa de la chimenea marcaba la media. Con furia, dio una patada a la rendija protectora del fuego.
-¡Maldita muchacha! -exclamó-. ¿Porqué no tuvo agallas suficientes para bajar aquí como le pedí que lo hiciera?
Atribuyó el hecho de que Olinda no se hubiera reunido con él sólo a su miedo a ser descubierta.
Felix Hanson era sumamente vanidoso. Desde que tuvo edad suficiente para comprender que había mujeres atractivas en el mundo, descubrió que sus pretensiones amorosas nunca eran rechazadas.
No se le ocurrió, ni por un momento, que una joven bordadora que había llegado a aquella casa porque necesitaba dinero, no se sentiría honrada por sus atenciones.
Estaba seguro de que sólo cuestión de tiempo. Sin duda ella se entregaría a él, con ansiedad, como lo había hecho una larga lista de mujeres en puestos similares, antes que ella.
En la mente de Felix, la única dificultad consistía en que la condesa estaba siempre alerta, a la expectativa de que surgiera un interludio romántico de ese tipo, de modo que él tenía pocas oportunidades de perseguir a otras mujeres, por deseables que fueran.
Sabía que esa noche no corría ningún peligro. Ante la inesperada llegada del conde, la condesa debía sentirse muy alterada y, sin duda alguna, poco ansiosa de disfrutar de su relación con él. Hanson sabía muy bien que su presencia en la casa era lo que había provocado que su hijo se fuera al extranjero dos años atrás.
De hecho, pensó, eso le daba una excelente oportunidad para relacionarse con la muchacha de ojos grises que lo había atraído desde el momento en que entró en el salón.
Era el tipo exacto de mujer que a él le gustaba: tranquila, modesta e inocente.
Estaba seguro de que una vez que la despertara al amor, remediando así al inconveniente de su inocencia, sería como todas las demás ... exigente, posesiva, aferrada a él, según la expresión que él mismo usaba, "como una hiedra".
¡Pero al principio sería tímida, algo reticente y fascinante en su inocencia!
Estaba decidido a encontrar oportunidades para estar a solas con Olinda, sin importarle demasiado la vigilancia de la condesa.
Volvió a patear la chimenea con irritación, no sólo porque Olinda no había bajado a la biblioteca, como él esperaba, sino también porque comenzaba a sentirse muy inquieto.
Jamás había tenido una relación que durara tanto tiempo como aquélla.
Desde luego, el hecho de ser el "amigo" de la Condesa viuda de Kelvedon había sido muy ventajoso al principio, pero ahora empezaba a comprender que las desventajas superaban a las ventajas.
Felix Hanson era hijo de un abogado.
El señor Hanson era un hombre inteligente. Había hecho buena clientela no sólo entre la gente de la pequeña aldea en que vivían sino entre los terratenientes del condado, a quienes les resultaba más cómodo y barato emplearlo a él que a una compañía londinense de abogados.
Con grandes sacrificios y ahorros, logró enviar a su único hijo a una escuela particular, y de allí, a la Universidad de Cambridge.
Esperaba que Felix ganara una beca, pero pronto resultó evidente que era muy poco probable que lo lograra. Desde luego, de cualquier modo era importante que obtuviera su título de abogado, para poder continuar en el futuro con el trabajo que su padre realizaba.
Felix, sin embargo, sentía una verdadera versión por el trabajo.
¡Descubrió que Cambridge podía proporcionarle todas las diversiones que siempre sospechó que lo esperaban más allá del limitado mundo en que siempre había vivido!
Pronto comenzó a formar parte del grupo de jóvenes ricos, quienes sólo les interesaba el placer y que constituían la desesperación de los maestros.
Salió de Cambridge sin haber obtenido el título. En cambio, poseía un conocimiento íntimo del mundo de la aristocracia y una absoluta confianza en su capacidad para atraer a las mujeres.
Decidió explotar este último talento y logró hacerlo con considerable habilidad. Se hospedó en la casa de personas que su padre ni siquiera habría aspirado a contar entre sus clientes.
Cortejó a cuanta mujer podría empujarlo un poco en la escala social y a todas aquellas que podía ofrecerle las comodidades que él consideraba indispensables.
Era, como lo habían llamado con desprecio un hombre que lo odiaba, un "aventurero amoroso".
Felix Hanson decidió que se casaría con una rica heredera, olvidaría su humilde origen y viviría en el extravagante mundo social que a él tanto le gustaba.
El único obstáculo consistía en que los padres de las herederas eran más astutos que sus esposas e hijas.
Mucho antes que Felix llegara hasta el punto de declarar sus atenciones, descubría que lo maniobraban para alejarlo de su presa. Eso lo relevaba con toda claridad que estaba perdiendo su tiempo.
Sin embargo, había numerosas mujeres casadas, jóvenes y atractivas que aburridas de sus maridos, buscaban un soltero con quien coquetear o vivir un romance ilícito.
a través de ellas Felix fue subiendo más y más alto en la escala social, y en varias ocasiones, hasta fue incluido en fiestas donde el invitado de honor era el Príncipe de Gales.
Fue en una de esas fiestas donde conoció a la Condesa viuda de Kelvedon.
Rosalie Kelvedon acababa de salir de un año de luto riguroso.
Estaba harta del campo y del crepé negro en el que había tenido que envolverse siguiendo la moda establecida por la Reina Victoria.
Durante un tiempo que a ella le había parecido interminable, no había podido asistir a bailes, ni fiestas, y estaba decidida a recuperar el tiempo perdido.
A pesar de que tenía cuarenta y siete años, aún era muy hermosa. Su figura parecía la de una jovencita.
También era mundana. Tenía mucha experiencia en el trato con los hombres y era más apasionada que cualquier otra mujer que Félix Hanson hubiera conocido.
Al principio ella lo impresionó de veras. Se sintió enamorado, quizá por primera vez en su vida.
Era un emosión limitada, porque Félix era demasiado egoísta como para sentir verdadero cariño por alguien que no fuera él.
Al principio, también, hizo a Rosalie Kelvedon una mujer sumamente feliz, hasta que las riñas con el hijo de ella comenzaron a nublar su relación y la naturaleza posesiva y celosa de la condesa hizo que Félix comenzara a sentirse muy inquieto.
Debido a que no tenía ninguna confianza en él, la condesa insistía en que pasaran la mayor parte del tiempo en Kelvedon.
Félix detestaba disfrutar de la alegría y las diversiones de Londres, que lo animaban y lo estimulaban. No era un hombre hecho para la vida de campo.
Practicaba deporte que había aprendido en Cambridge porque lo mantenían en buenas condiciones físicas, y de mostraba preocupado ante la posibilidad de que las comidas y la cantidad de vino que consumía arruinaran las proporciones atléticas de su cuerpo.
Pero Kelvedon le alteraba los nervios. No sentía ninguna admiración por la casa, ni por su contenido. Sólo le daba una ciertas sensación de grandeza el hecho de tener un ejército de sirvientes a su disposición y cuanta comodidad deseara al alcance de su mano.
Sin embargo, no valía la pena tener un automóvil sin contar con un público admirador que apreciara cómo lo conducía. Tampoco ganar una partida de tennis o recorrer jugando el campo de golf sin una multitud de mujeres atractivas para felicitarlo al final del juego.
-Volvamos a Londres -le había suplicado a la condesa durante toda la primavera.
-¿Qué sentido tiene? -preguntaba ella-. Tú tendrías que vivir en tu club, o yo podría comprarte un piso. Pero sabes que sería imposible que estuviéramos juntos en la casa familiar de la Plaza Grosvenor, como podemos estarlo aquí.
-¿Por qué no? -había preguntado él, malhumorado.
-Porque, mi querido Felix, todas las anfitrionas de Londres me eliminarían de sus invitaciones en el acto. ¿Crees que la misma reina no se enteraría de ello?
Félix sabía que eso irrefutable.
Alguna vez había pensado que podría convencer a la condesa de que se casara con él, hasta que supo que si ella volvía a casarse tendría que entregarle a su único descendiente todo el dinero que ahora manejaba.
Cuando su hijo aún era pequeño, el difundo conde había hecho un testamento según el cual, después de su muerte, su esposa controlaría la vasta fortuna familiar.
Como era mucho mayor que su esposa, pensaba que podía morir en cualquier momento y que, si eso sucedía. Roque no sería lo bastante grande como para administrar el dinero de forma sabia y sensata, si n la ayuda y guía de su madre.
Siempre había sido su intención cambiar el testamento cuando Roque cumpliera veintiún años; pero el tiempo fue pasando y él no se molestó en hacer el cambio.
Al poco tiempo de que murió, lo s detalles de su testamento cayeron como una bomba sobre su hijo.
"¿Cómo es posible que mi padre me haya hecho esto a mí?, se había preguntado el conde miles de veces.
¡Pero sabía que la respuesta residía en el hecho de que su padre adoraba a su bella esposa!
El difunto conde jamás sospechó que ella fuera capaz de actuar como lo había hecho, de una forma que había escandalizado a su hijo hasta el punto de llenarlo de amargura y cambiar su carácter.
Mientras vivió su esposo, Rosalie Kelvedon había sido discreta y se ciño de forma estricta al código eduardiano de "nunca ser descubierta"
Pero después de su muerte había instalado en Kelvedon a su nuevo amante, Félix Hanson, desafiando a su hijo a que hiciera algo al respecto.
"Tengo que irme de aquí", se dijo Felix.
No pensaba, al hacerlo, en la belleza de la gran biblioteca clásica en la que se encontraba. Para él sólo constituía una parte más de la prisión que lo rodeaba.
Pronto cumpliría veintisiete años y pensó que si no tomaba urgentes medidas para asegurar su futuro, comenzaría a envejecer, como Rosalie lo estaba haciendo ya, sin ningún provecho.
Como todas las mujeres, ella siempre estaba dispuesta a hacerle costosos regalos, pero lo mantenía corto de dinero efectivo.
Desde hacía algún tiempo ser preguntaba cómo abordarla acerca de un sobregiro de cuatro mil libros que tenía en el banco y sobre una cuenta de casi mil, que su sastre insistía en cobrarle.
Lo primero, pensó ahora, era lograr que ella pagara esas cuentas; después, debería marcharse lejos de allí.
Poseía algunos efectos de valor que le proporcionaría suficiente dinero para sostenerse hasta que encontrara la esposa rica que buscaba.
Tal vez, había cometido un error al abordar a jovencitas solteras.
Lo mejor sería buscarse una viuda que no perdiera su dinero al volver a casarse, o quizá una solterona rica cuya falta de encantos personales le hubiera impedido contraer matrimonio y que se alegraría de encontrar marido, sobre todo si se trataba de alguien tan atractivo como él.
Más allá de kelvedon el mundo estaba lleno de oportunidades, pensó Felix Hanson. Sin embargo, el se encontraba aquí, encerrado y maniatado, en todo que Rosalie se volvía cada día más exigente y posesiva.
Sabía que tenía miedo de perderlo y decidió que esa era la carta de triunfo que debía jugar para lograr que sus cuentas pendientes fueran saldadas.
Entre tanto, dejaría que las cosas siguieran como estaban. Después de todo, no se aburría demasiado.
La chica nueva de ojos grises que había en la casa se estaba mostrando muy esquiva por el momento pero el conseguiría que sucumbiera a los encantos que tan bien podía usar.
Al pensar en eso, Félix sonrió y se miró en el espejo que colgaba en la pared. No cabía duda de que era un hombre muy apuesto. Eso explicaba que las mujeres lo consideraban irresistible.
Aún tenía tiempo para obtener de la vida todo lo que deseaba, y todavía más .
En Kelvedon estaba perdiendo su tiempo.
"Hablaré con Rosalie sobre esas cuentas pendientes en la primera oportunidad", decidió.
Salió de la biblioteca y se dirigió a la escalera para subir a su dormitorio.
Automáticamente se dirigió hacia la habitación que había ocupado durante los últimos dos años. Entonces recordó que había sido cambiado a otro dormitorio, en el lado opuesto al corredor.
No era tan magnífico ni tan amplio como el otro, pero por el momento a Félix no le interesaba el mobiliario.
Sólo pensaba en su futuro y en unos labios muy atractivos que tenía todas las intensiones de besar, antes de irse de la casa.
Y esa noche se quedó dormido pensando en Olinda.