29 ene 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 2 (Continuación)

Cuando terminó de almorzar, Olinda reunió sus sedas de bordar y se dirigió al dormitorio de la Duquesa de Mazarín. Le resultó difícil no detenerse a cada paso para contemplar un cuadro exquisito, un mueble excepcional o una fascinante armadura.
Se preguntó si la gente como la condesa, que vivía en una casa tan magnífica como aquélla, se fijaría en los tesoros que había a su alrededor al pasar frente a ellos.
Tal vez se habían acostumbrado a su belleza. O quizá su mente estaba tan ocupada en otros asuntos, que los tesoros que había en los corredores, en la escalera y en las galerías no tenían importancia para ellos.
Por fin llegó al dormitorio de la duquesa. Miró a su alrededor y se sintió fascinada por los muebles franceses que habían añadido en fecha posterior, pero que combinaban muy bien con la cama.
Observó que las cubiertas de las sillas habían sido copiadas de época de la Reina Ana.
Había bellas cómodas incrustadas y una cajonera, sobre la cual resaltaba un espejo decorado con cupidos, al estilo de la época del Rey Carlos II. Y también un banquillo dorado, sostenido también por cupidos, como el tocador.
Hortense y el rey deben haber sido muy felices en esta habitación, pensó Olinda, y tal vez esa felicidad aún permanece en la atmósfera.
Hubiera querido detenerse a soñar un poco con Hortense y el apuesto y cínico Carlos, a quien ella había dado tanta felicidad. Pero sabía que debía ponerse a trabajar.
La cama estaba colocada a la izquierda de la puerta que conducía al corredor. Tres ventanas daban al rosedal que había abajo.
El aroma de las flores entraba por las ventanas y la luz del sol pintaba en la alfombra un diseño dorado.
Olinda se sentó en el suelo y extendió sus sedas de bordar junto a ella.
Ahora que tenía la cortina en la mano, se percató de que había sido demasiado optimista al pensar que tenía suficientes sedas como para reparar siquiera algunos centímetros del complicado diseño.
Aunque tenía algunos colores para comenzar, comprendió que tendría que encargar más carretes de esos, así como colores adicionales y una buena cantidad de hilo de oro y plata.
Tal como la señora Kingston le sugiriera, había llevado un libro de notas y comenzó a escribir con exactitud lo que necesitaría. Después lo pasaría en limpio con mayor cuidado.
Debía llevar sentada allí una media hora, cuando escuchó que una puerta se abría y una voz decía, llena de excitación:
-La he estado buscando por todas partes, señora Kingston, ¡Milord ha llegado!
-¿Milord qué? –preguntó la señora Kingston
-¡El señor conde, señora Kingston! ¡El amo! ¡El señor conde acaba de entrar en la casa! ¡Está con la señora condesa y, si me lo pregunta, los petardos han comenzado a estallar!
-No te he preguntado nada, James. Puedes guardarte tus pensamientos para ti mismo. Su señoría nunca nos avisa cuándo regresa.
-No, señora Kingston, nunca lo hace, ¿Verdad? Y ha traído a una señora con él. Alguien que, le seré franco, será una gran sorpresa para la señora condesa.
-Bajaré ahora mismo –observó la señora Kingston con un tono de voz que revelaba su disgusto ante los comentarios del lacayo.
-Tal vez la señora condesa no desee que vaya ahora –dijo el lacayo, de manera provocativa-. Había enviado por usted antes que el señor conde llegara. Pero como tuvo que conducirlo al salón, junto con la persona que lo acompaña, apenas ahora puedo cumplir con mis instrucciones anteriores.
-¡La verdad, James, es que no entiendo nada de nada! Deja de decir tonterías y no me estorbes. Bajaré a ver si la señora me necesita. En caso contrario, me esperaré a que lo haga. ¿Está claro?
-Muy claro, señora Kingston –contestó el lacayo.
Olinda oyó que la señora Kingston se alejaba y escuchó las pisadas del lacayo que la seguía.
¡Aquello era muy emocionante!
El conde de Kelvedon, que desde había dos años estaba ausente de su casa, había vuelto de pronto. Y no había escapado a su atención el hecho de que el lacayo se había referido a la dama que lo acompañaba con un tono despectivo, llamándola “una persona”.
Sabía muy bien lo que eso significaba en el vocabulatio de un sirviente. Nanny y la vieja señora Hodges usaban diferentes descripciones para nombrar a la gente que llegaba a ver a su madre.
-Una señora desea verla, milady.
-Hay una mujer que quiere ver a su señoría.
-Hay una persona en la puerta de atrás.
Qué bien sabía ella la valuación que había hecho de la visitante. Y Nanny y la señora Hodges, casi nunca se equivocaban.
“¿Qué estará sucediendo?”, se preguntó. Y pensó que la situación era fascinante.
El retrato del joven conde, que colgaba en el dormitorio de su madre, mostraba que era muy bien parecido.
Al mismo tiempo, en sus ojos oscuros y en la forma en que su cabello caía hacia un lado de la frente cuadrada había algo sombrío, una expresión casi atormentada que lo hizo recordar a Lord Byron.
Ahora deseaba haber tenido tiempo para mirar el retrato con más detenimiento, pero, desde luego, con un poco de suerte pronto podría ver al conde en carne y hueso.
Como era hija única, pocas veces había tenido criaturas de su propia edad con quienes hablar. Por esa razón, Olinda se contaba historias e inventaba fantasías que, con frecuencia, para ella eran como la realidad misma.
Ahora comenzó a tejer una historia sobre el conde, quien volvía a su hogar y tomaba las riendas de la gran casa, trayendo con él a una mujer atractiva y fascinante.
Tal vez, como Hortense de Mazarín, ella le daría felicidad y ambos llenarían la casa de niños.
De ese modo, la historia de los Kelvedon seguiría adelante, como en el pasado, pasando de generación en generación, para formar parte cada vez más importante de la historia de Inglaterra.
“Todo es tan desconcertante” pensó Olinda, y se preguntó si la mujer que el conde había traído con él sería italiana o francesa.
Si era extranjera, sin duda alguna sería menospreciada por los sirvientes, aun el hecho de ser lo no significara que no podía ser una dama noble, tal vez hasta perteneciente a la realeza.
“Debería ser una princesa”, se dijo con aire romántico. Entonces, con una ligera sonrisa, comprendió que otra vez se divertía inventando cuentas de hadas.
¿Pero qué ambiente podía ser más propicio para un cuento de hadas que la Casa Kelvedon?
Volvió a su habitación y con su letra pareja y elegante, escribió una lista de todas las madejas de seda que iba a necesitar. Después llamó a una doncella para que se le entregara a la señora Kingston.
Al escuchar su llamado, una de las jóvenes doncellas entró corriendo, con aspecto muy emocionado. Ya había atendido a Olinda a la hora del desayuno y se llamaba Lucy.
-¡Oh, señorita, usted no se imagina lo que está sucediendo aquí –exclamó-. ¡Su señoría llegó de pronto y toda la casa está de cabeza!
-Me lo imagino –contestó Olinda-, porque nadie lo esperaba.
-A decir verdad, no –contestó Lucy-. ¡Y ahora el señor Hanson se encontrará en dificultades y eso me da mucho gusto!
Olinda no supo qué contestar.
-Yo he visto al señor conde una sola vez. El día que entré a trabajar, él se fue. Pero todos en la finca lo quieren mucho y hablan muy bien de él –agregó Lucy-. El señor Burrows, el mayordomo, va a sentirse como un gato con dos colas ahora que el amor está aquí.
-El señor conde se ausentó mucho tiempo –comentó Olinda.
-Pensaban que jamás volvería, señorita, y ésa es la verdad. ¡Sobre todo por lo que dijo antes de irse!
Aunque sabía que no debía intercambiar chismes con la servidumbre y que su madre se habría sentido avergonzada de ella, la curiosidad de Olinda era tan grande que no pudo dejar de preguntar:
-¿Qué dijo?
-Dijo, señorita –contestó Lucy bajando la voz-, y como estaba en el vestíbulo todos pudimos oírlo: “!Maldita sea! ¡No voy a quedarme aquí en estas circunstancias, y sólo volveré cuando hayas recobrado el sentido común … si es que lo haces alguna vez!”
Por un momento Lucy contuvo la respiración.
-Y entonces, señorita, bajó corriendo la escalinata, subió a su carruaje y partió como si el mismo diablo lo persiguiera.
Olinda se echó a reír sin poder evitarlo.
-¡Oh, Lucy, haces que todo parezca muy dramático! –exclamó-. ¿Y a quién le dijo tales cosas?
-A la señora condesa, por supuesto –contestó Lucy.
Su tono de voz parecía indicar que consideraba a Olinda muy tonta por no comprender lo que estaba sucediendo.
-La señora había salido del salón detrás de su hijo. “!No te vayas, Roque!”, le dijo tratando de detenerlo. Todos estábamos asomados por el barandal para ver cómo se marchaba su señoría. Ella le dijo eso como suplicándole, y él le contestó lo que yo le conté.
Olinda pensó que no debía alentar los comentarios de Lucy,
-Todo es muy interesante –comentó con cierta frialdad-, pero resulta evidente que el señor conde ha cambiado de opinión, puesto que ha vuelto. ¿Puedes entregarle esta lista a la señora Kingston y pedirle que me haga traer las sedas lo más pronto posible? Es difícil para mí trabajar sin ellas.
-Se las daré, señorita –asintió Lucy-, aunque dudo de que ella le preste atención a usted en estos momentos. No hace más que correr alrededor del señor conde. Pero haré todo lo que pueda.
-Gracias, Lucy.
Olinda tomó sus sedas de bordad y volvió al dormitorio de la duquesa.
Le hubiera gustado salir al jardín, pero durante la mañana había perdido muchas preciosas horas recorriendo la casa en lugar de dedicarse al trabajo.
Si de veras quería ganar dinero, sólo debía pensar en trabajar, y recordar que con cada cinco chelines que ganara ayudaría a su madre a recuperar la salud perdida.
Las ventanas del dormitorio de la duquesa daban al sur, de modo que en esos momentos el sol ya no entraba de forma directa. Se había ido moviendo gradualmente, hacia el otro lado del enorme edificio.
Había refrescado ya, y cuando Olinda volvió a sentarse en el suelo y tomó la cortina rota, escuchó que los pájaros cantaban afuera. Aspiró el aroma de las rosas que llegaba a través de la ventana.
“¿Podría existir un lugar más perfecto que éste para trabajar?!, se preguntó
Comenzó a remendar el terciopelo negro, uniéndolo con puntadas tan menuditas que apenas podían verse.
Como siempre que se concentraba en su trabajo, Olinda olvidó el lugar donde se encontraba y todo lo demás, excepto su propio mundo interior, al que podía volar con sus pensamientos sin dejar de trabajar con los dedos.
Volvió a pensar en Hortense de Mazarín. Recordó que un contemporáneo había descrito sus ojos como “ni azules, ni grises, ni exactamente negros. Tienen la dulzura del azul , la alegría del gris y, por encima de todo, el fuego de los ojos negros.”
Carlos II había encontrado en los los secretos que buscara durante toda su vida, y Olinda se preguntó si algún hombre encontraría lo mismo en los suyos.
“La alegría del gris” no era una descripción adecuada para los ojos de Olinda.
Tenía la impresión de que sus ojos grises no eran alegres, sino series, y tal vez un tanto opacos. Pero no estaba segura. ¿Cómo podía juzgarse a sí misma y saber que sus ojos le expresaban a otras personas?.
La Duquesa de Mazarín había tenido suerte, pensó. A pesar de las desventuras de su matrimonio, a pesar de todo lo que había sufrido, finalmente había encontrado el amor.
Olinda levantó la vista hacia el lado de la cama que se elevaba por encima de ella y, echando la cabeza hacia atrás, observó el interior del dosel, que estaba decorado con dos corazones atravesados por una flecha.
“Una cama construida para el amor! Se dijo, y comprendió que había levantado la vista porque le dolían los ojos.
¡No era para menos!
Había trabajado tanto que se había olvidado por completo del tiempo y ahora que el sol había perdido casi toda su fuerza, la habitación estaba llena de sombras y era imposible seguir cosiendo.
Olinda comenzó a reunir sus agujas y sus sedas.
Acababa de extender la mano para tomar las largas y puntiagudas tijeras, cuando se abrió la puerta de la habitación. Entonces escuchó la voz de un hombre, profunda y resuelta, que decía afuera del pasillo:
-Señora Kingston, la estaba buscando.
-Lo siento, milord –comentó la señora Kingston-, en estos momentos iba a…
Olinda se dio cuenta de que estaba apunto de decir que iba a entrar en el dormitorio de la duquesa para llamar a la bordadora cuando el conde la interrumpió con brusquedad.
-Quiero saber, señora Kingston, qué se propone usted al poner a Mademoiselle le Bronc en el segundo piso.
-Fueron órdenes de la señora condesa, milord
-¿Es así como tratan ustedes a mis amistades cuando las traigo a casa? –preguntó el conde con una inconfundible nota de furia en la voz.
-Lo siento, milord –contestó la señora Kingston muy nerviosa-. Pero la señora condesa dijo…
-¡Puedo imaginarme lo que dijo! –exclamó el conde con voz aguda-. Hágame el favor de cambiar a la señorita le Bronc ahora mismo a uno de los dormitorios de esta planta. ¡A uno de los dormitorios principales, señora Kingston!
-Sí, milord, desde luego, milord, si es lo que usted desea.
-¡Es lo que deseo! Mis amistades deben ser tratadas por todos con el debido respeto. Por todos cuantos están en la casa, señora Kingston, ¿está claro?
-Sí, por supuesto, milord.
Después de una pausa el conde añadió:
-No fue culpa suya señora Kingston. Lo comprendo muy bien. Y a propósito, ¿a dónde voy a dormir yo?
Se produjo un silencio y Olinda sintió que tenía algo de amenazador. Entonces la señora Kingston habló, un poco titubeante:
-Pensé, milord, que le agradaría estar en el dormitorio del rey.
-¿Y por qué no en mi lugar, señora Kingston?
-Desde luego. Si eso es lo que su señoría desea, haré los arreglos de inmediato.
-¡Por supuesto que quiero dormir en el cuarto de mi padre… en la cama de mi padre! –observó el conde hablando con lentitud-. Allí es donde han dormido todos los condes de Kelvedon, ¿no es así, señora Kingston?
-Sí, milord. Así es, milord.
Ella dejó de hablar. Entonces el conde exclamó con violencia:
-¡Y arroje a ese maldito usurpador de allí!
Olinda oyó que la señora Kingston lanzaba una exclamación de sorpresa y, en ese momento, se escuchó una voz que preguntaba:
-¿Qué estás diciendo, Roque? ¿Qué órdenes le estás dando a la señora Kingston? Ya he oído dónde le indicaste que debe dormir tu amiga.
-Cancelé tus órdenes, mamá. Comprendo muy bien por qué escogiste el segundo piso para ella. ¡Pero mis amistades, como las tuyas, tienen derecho a lo mejor!
Después de un profundo silencio, la condesa dijo:
-Eso es todo, señora Kingston.
-Gracias, milady.
Se oyó el sonido de los pasos de la señora Kingston que se alejaba y en ese momento, para consternación de Olinda, alguien entró en la habitación. Entonces escuchó con más claridad la voz de la condesa.
-¿Por qué volviste aquí, Roque, a provocar dificultades?
Era evidente que el conde la había seguido y Olinda se preguntó con desesperación qué debía hacer.
¿Debería revelar su presencia? Si lo hacía, comprendería que ya había escuchado cosas que no debía. Antes que pudiera decidir qué debía hacer, el conde dijo:
-Eres tú la que causa los problemas, mamá. He regresado de Francia para averiguar con exactitud qué has estado haciendo durante mi ausencia.
-¿Qué estuve haciendo yo… cuanto tú traes a esa horrible criatura aquí? –preguntó la condesa con voz chillona-. No está dentro de mis intereses, Roque, actuar como dama de compañía de tus amantes.
-Mi amante, como tú la llamas –dijo el conde con amargura-, está a la altura de tu amante, mamá. He traído a Yvette para que me preste apoyo moral … o, digamos es un esfuerzo para completar el cuarteto.
-¡Como te atreves! –exclamó la condesa-. ¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo?
-¿Y cómo te atreves tú a portarte como lo has estado haciendo en mi ausencia? –repitió el conde-. Pero, después de todo, ésa fue la razón de que me fuera al extranjero.
-¡Y allá deberás haberte quedado!
-¡Esta es mi casa!
-¿Has olvidado, mi querido hijo, que no puedes sostenerla sin dinero? ¡Y tu padre me dejó el dinero a mí, de forma completa y absoluta, para que lo administre mientras viva como mejor me parezca!
-¡No lo he olvidado! ¿Pero te imaginas, siquiera por un momento, que mi padre te habría dejado en esa posición si no hubiera sido porque confiaba ciegamente en ti? Una sola palabra mía hubiera destruido esa confianza; pero como lo amaba, como no soportaba la idea de lastimarlo, permití que viviera y muriera en su Paraíso del Tonto.
-¡Con el resultado, mi querido Roque, de que sin importar lo que tú puedas decir, soy yo quien tiene la carta de triunfo! Si te propones arrojarme de aquí, no podrás sostener la casa. ¡Yo tengo todos los ases, creo!
-¡Exacto, mamá! –contestó el conde-. Pero la casa es mía. Y mientras lo sea, no permitiré que tus amantes, esos jóvenes mantenidos que se inclinan ante ti porque eres una mujer rica, alteren o mutilen mis posesiones.
-Así que eso es lo que te hizo volver –exclamó la condesa.
-Así es. Lanceworth me escribió diciendo que querías convertir el invernadero en una cancha de tennis. Y para ser sincero, mamá, dudo de que, a tu edad, te hayas aficionado a ese deporte. Por lo tanto, resulta evidente quién desea arruinar ese ejemplo perfecto de arquitectura de la época de Guillermo y María.
-Sería mucho más costoso construir una cancha completamente nueva..
-Podrías hacerlo si pasaras un año sin comprarte tantos vestidos. O tal vez si tu amante pudiera pasársela sin tantos caballos de carrera y sin su costoso automóvil –respondió el conde con acritud.
-Lo que yo le dé a Felix es asunto mío –contestó la condesa con brusquedad-. No creo que mademoiselle le Bronc, si ése es un verdadero nombre, sea una adquisición barata.
-Por el contrario, es muy costosa –replicó el conde-. Por eso pensé que sería una compañera muy adecuada para esta visita
-Entonces, puedes llevártela de regreso al arroyo de donde la sacaste –vociferó la condesa-. ¡No me sentaré a la mesa con una mujer así!
-¡En ese caso, yo tampoco me sentaré a la mesa con Felix Hanson! –replicó el conde-. ¡Qué deliciosa idea, mamá! Cenemos solos y riñamos enfrente de los sirvientes. Un público silencioso siempre proporciona interés adicional al tipo de intercambio que sostenemos tú y yo.
-¡No voy a permanecer aquí a que me insultes! –gritó la condesa-. Quédate con tu pequeña prostituta francesa y que duerma donde se te antoje. ¡Sin duda será en tu cama!
-Lo mismo podría decir yo de Felix Hanson, mamá!. Pero te aseguro que mientras yo esté en la casa no dormirá en el cuarto de mi padre, sin importar cuánto trate de ocupar su lugar en todas formas.
El conde hablaba en un tono de inconfundible desprecio.
-¡Te odio, Roque! ¡Te odio cuando te pones así! ¿Por qué tenías que volver? ¿Por qué no sigues en el extranjero, deperdiciando tu vida, y tratando de echarme la culpa de lo que haces?
-Es tu culpa mamá. Siempre lo ha sido.
Después de una larga pausa la condesa dijo con voz un tanto incierta:
-¿Por qué no olvidamos estos tontos melodramas de adolescente, para los cuales ya estás demasiado viejo?
Se detuvo antes de añadir:
-Me ambas tanto cuando eras niño. ¡En realidad, me adorabas! Fuern celos, sólo celos, los que te hicieron poner tan furioso … ¡Y vaya que estabas furioso … cuando te percataste de que tenía un amante!
El conde emitió un sonido cque con toda probabilidad indicaba disgusto.
-¿Qué esperabas? –continuó la condesa-. T u padre era mucho más viejo que yo. ¡Yo yo quería amor, Roque! ¡No podía vivir sin él!
Y agregó con voz suplicante:
-Tratemos ahora de actuar como adultos.
-¿De qué forma? –preguntó el conde con tono cansado.
-Podrías ocupar el lugar que te corresponde aquí.
-¿Te bastaría, mamá, vivir sola conmigo?
Volvió a hacerse un profundo silencio, hasta que la condesa preguntó:
-¿Realmente quieres que me quede sola? ¿Qué envejezca sin tener a nadie que me admire más que tú? ¡No puedo hacer eso, Roque, no puedo! ¡Quiero a Felix! ¡Lo necesito! Es todo lo que me queda de mi juventud.
-Y eso responde muy bien a tu sugerencia –declaró el conde con frialdad.
Se escuchó un pequeño grito, el ruido de gente que salía de la habitación y la puerta se cerró con fuerza tras ellos.
Olinda aspiró una gran bocanada de aire. Lanzó una leve exclamación al comprender que había permanecido sentada, tensa e inmóvil, casi sin atreverse a respirar.
Se puso de pie con lentitud. Estab avergonzada de haber escuchado una conversación privada. Pero sabía que hubiera sido imposible interrumpirla y revelar su presencia.
Aún se sentía tiesa por haber estado tanto tiempo sentada en el piso, así que al levantarse extendió la mano para apoyarse en la cama.
Al hacerlo, advirtió que se había equivocado. La habitación no estaba vacía como ella había pensado, ni las dos personas que estaban hablando habían salido de ella cuando la puerta se cerró con violencia.
El conde estaba de pie junto a una de las ventanas, mirando hacia afuera.
Era evidente que no había oído el movimiennto, porque ella ya estaba de pie y él permanecía inmóvil, más allá de la cama. Después de algunos segundos, como si adivinara su presencia, el conde volvió la cabeza.
La miró con incredulidad. Observó sus grandes ojos, un poco asustados. Su rostro recortado contra el fondo brillante de los cortinajes. Su mano pequeña, apoyada en la colcha de la cama.
A Olinda le pareció que ninguno de los dos podía moverse. Comprendió que él estaba tan sorprendido como ella.
Entonces el conde preguntó con brusquedad y con una voz que pareció vibrar a través de la habitación:
-¿Quíen es usted, y qué está haciendo aquí?

25 ene 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 2

Esta es la habitación de la reina -dijo la señor la Kingston, y Olinda se quedó con la boca abierta.
Era más espléndida de lo que ella imaginara y deseo que su madre pudiera verla.
Era un cuarto enorme, con una hermosa cornisa realzada en oro. Los muros estaban cubiertos con paneles de madera pintados con flores y capullos.
La amplia cama, con su pesado dosel tallado, estaba rodeada de cortinajes bordados de una forma que Olinda supuso que debían ser única.
-Es hermoso! -exclamó.
-Imaginé que lo creería así -contestó el ama de llaves con orgullo.
Olinda ya se había percatado de que la señor Kingston y otros sirvientes de su categoría sentían que los tesoros de la Casa Kelvedon les pertenecían casi tanto como ellos pertenecían a la familia.
Ese sentido de pertenencia estaba en su sangre. La señora Kingston había dicho que llegó a servir a la gran casa cuando era una chiquilla de doce años. Y que al hacerlo seguía los pasos de su madre, de su padre y de dos parejas de abuelos. Todos ellos habían trabajado en esa finca durante toda su vida.
La señora Kingston tenía ya los cabellos casi grises, pero su rostro aún parecía fresco, sin arrugas. A pesar de ello, poseía una autoridad que Olinda estaba segura de que había inspirar gran temor a las muchachas jóvenes que trabajaban bajo sus órdenes.

-No hay mucho qué restaurar en esta cama -observó la señora Kingston-, pero ahora que lo pienso, una de las cortinas necesita algunas puntadas.
Se detuvo.
-Oh!, sí, aquí está! Como verá usted, donde el fleco se une al bordado se ha soltado algunas de las hebras.
-Puedo repararlo con mucha facilidad -señalo Olinda.
Se sentía casi abrumada por las bellezas de la casa. Antes de conducirla a los dormitorios, la señora Kingston la había llevado a hacer un recorrido por la parte principal. Así conoció el gran salón de banquetes, con sus paredes cubiertas con murales pintados por Verrio.
Eran tan bellos, que Olinda se hubiera quedado allí todo el día, contemplando los intrincados detalles de las pinturas. Sentía como si las figuras míticas que el pintor había realizado pudieran bajar de los muros para hablar con ella.
El llamado "salón oficial", que era el salón principal, no le pareció tan atractivo como otras habitaciones, quizás porque se sintió abrumada por las enormes figuras de los tapices tejidos en la Fábrica Real de Mortlake, que reproducían los célebres cartones de Rafael.
Sin embargo, le hubiera gustado que su madre puediera verlos, así como también los muebles que uno de los primeros condes de Kelvedon había traído de China.
Los gabinetes laqueados parecían perfectos, aun en aquella casa inglesa.
La biblioteca fue la habitación que más la emocionó.
El techo, obra de Laguerre, con realzados en yeso pintados de dorado, era magnífico. Supo que hasta principos de siglo la habitacione se había usado como galería.
Le pareció que poseía una belleza y una atmósfera muy propias, y que la frangancia del cuero antiguo de los libros producía una placentera sensación
Cuando llegaron a los dormitorios principales, Olinda trató de olvidar los cuadros, los muebles, los objetos de arte, los techos y los murales de abajo para concentrarse en lo que iba a ser su propia tarea.
La señora Kingston la llevó primero a ver la que lla llamaba la "Suite del amo", que había sido diseñada para el primer Conde de Kelvedon por el constructor original de la casa.
"El conde debió haber decidido dormir tan bien como vivía", pensó Olinda.
La enorme cama era tan alta que llegaba hasta el techo pintado. El escudo de armas de los Kelvedon estaba tallado en la cabecera, y se repetía en el bordado con hijo de oro de los cortinajes de terciopelo rojo.
Las paredes estaban cubiertas de espejos, cuyos marcos tallados también ostentaban en lo alto el escudo de armas. Los paisajes pintados alrededor de la cornisa mostraban diferentes partes de la propiedad.
La única pintura moderna era un magnífico retrato de la condesa, que se hallaba sobre la repisa de la chimenea.
Al verlo, Olinda volvió a pensar que en su juventud debió haber sido muy hermosa.
Con el cabello rojo y los ojos verdes, contra la blancura transparente de su piel, parecía aún más atractiva que las venus pintadas en el techo.
-La señora condesa era hermosísima cuando la pintaron -dijo con voz alta.
-Cuando el difunto señor se casó con ella, era considerada la muchacha más hermosa de Inglaterra -contestó la señora Kingston.
-Me lo imagino. Aun hoy es muy bella.
-Todos tenemos que envejecer -contestó la señora Kingston con una nota un poco aguda en la voz-, pero a algunas personas les cuesta trabajo aceptar ese hecho.
Después de una pausa, añadió:
-Le mostraré la habitación de la señora condesa.
Se dirigió hacia una puerta que comunicaba las dos habitaciones por dentro y Olinda, al dar una última mirada a la enorme cama con cortinajes de terciopelo, se percató de que el dormitorio del que estaba saliendo se encontraba realmente en uso.
En el tocador había cepillos de marfil, un par de zapatillas de hombre junto al sillón, y varios objetos sobre un mueble de cajones.
Sobre otro de los sillones había un par de guantes de montar, que debió haber sido arrojado allí después de que el valet aseara la habitación.
-Los armarios que hay aquí se usaban como vestidores en la época del Rey Jorge, pero ahora sirven para guardar toda la ropa de la señora condesa.
Abrió la puerta y Olinda entró en otro espléndido dormitorio, decorado en tonos muy suaves de azul y de rosa.
El techo pintado mostraba ángeles en lugar de diosas. Los muebles, al igual que los postes de la cama, eran de madera tallada, pintada de plata.
-Qué bello dormitorio! -exclamó.
Al mirar a su alrededor pensó que era un ambiente muy favorecedor para la hermosura de la condesa.
-Originalmente, los cortinajes de la cama eran color de rosa -Explicó el ama de llaves-, pero se sustituyeron, como puede usted ver, por taffeta azul pálido. Por lo tanto, señorita Selwyn, esta habitación no requerirá de sus servicios.
-Lo siento mucho -contestó Olinda con una sonrisa-. Es tan hermosa que me hubiera encantado trabajar en ella.
-Creo que la habitación de la Duquesa de Mazarín, también le gustará. Allí hay mucho trabajo para usted -dijo la señora Kingston.
Olinda iba a seguirla cuando vio un retrato colorado a un lado de la repisa de la chimenea.
Era de un joven de cabello oscuro y rostro muy atractivo. Ya había visto tantos retratos en la casa, que no dejó de asombrarla el hecho de que éste hubiera llamado su atención.
-¿Quién es? -preguntó.
-Su señoría, el actual conde, pintado por Sargent -contestó la señora Kingston.
-Es muy apuesto –comentó Olinda.
-Era un bebé precioso y el joven más atractivo que es posible imaginar –comentó la señora kingston con un nuevo entusiasmo en la voz.
-¿Vive aquí?
Hubo una pausa y Olinda sintió que había sido un tanto indiscreta. El ama de llaves rompió el silencio y dijo, en un tono de voz muy diferente:
-Su señoría ha estado en el extranjero los últimos dos años.
-¿Sin volver aquí? –preguntó Olinda sorprendida-. ¿Cómo pudo soportar dejar esta casa por tanto tiempo?
-Su señoría debe tener sus razones –replicó la señora Kingston con cierta rigidez y Olinda comprendió que había sido indiscreta.
-Perdone si parezco curiosa –se apresuró a decir-. Pero la casa me fascina, al igual que la historia de sus dueños.
La señora kingston pareció suavizarse un poco.
-Debe pedirle al señor Thomson, bibliotecario y encargado de los tesoros artísticos, que le busque un libro en el que se relata todo sobre la casa y la historia de los Keveldon hasta la época actual.
-Leí sobre el difunto conde en el Ilustrated London News. Comentaba los distinguido que era y los muchos puestos importantes que ocupó.
-Era un gran caballero, señorita Selwyn, Todos admirábamos a su señoría y nos sentiamos orgullosos de tabajar para él. Fue un día muy triste aquél en que murió.
La señora Kingston hablaba, con evidente sinceridad. Olinda se preguntó si estaría desilusionada con el actual conde.
Al mismo tiempo, cuando se refería a él, la cordialidad de su voz era inconfundible.
“Hay algo extraño aquí”, penso.
Entonces pasaron al siguiente dormitorio y Olinda pudo evitar lanzar otro grito de asombro.
Los muros de la Duquesa de Mazarín estaban cubiertos de tapices bordados con ninfas que corrían por el bosque, la cama, con sus cortinajes bordados, eran aún más expléndidas de lo que ella esperaba.
Durante la noche, Olinda había pensado en Hortense, Duquesa de Mazarín, y había recordado su historia y el porqué de su llegada a Inglaterra.
Hortense Mancini, una de las tres sobrinas del Cardenal Mazarín, poseía numerosas cualidades. Además de ser muy bella, era una de las herederas más ricas de Francia.
El cardenal le había seleccionado como esposo a Armand de la Porte de la Meillaraye, quien aceptó que cuando se casara con Hortense tomaría el nombre de Mazarín y el ducado que lo acompañaba.
Ella había llegado al matrimonio su exquisita belleza italiana, una fuente inagotable de apasionado amor y el regalo de bodas del cardenal, consistente en treinta millones de francos.
Por desgracia, poco después de la boda su flamante esposo comenzó a mostrar síntomas de locura. Aunque estaba enamorado de la belleza de Hortense, luchaba contra ella porque pensaba que todos los placeres físicos conducían al infierno.
Recorría el palacio entonando cánticos religiosos, golpeaba con un martillo estatuas antiguas de inapreciable valor y cubría con pintura negra todos los cuadros que consideraba indecentes.
En el espacio de siete años, Hortense le dio un hijo y tres hijas. Pero él estaba tan decidido a borrar del mundo la lujurio que lo perseguía, que le ordenó a los boticarios que le arrancaran a sus hijas mujeres todos los dientes de adelante, para que fueran feas.
La duquesa logró impedirlo y soportó con paciencia aquella vida tormentosa. Pero un día no pudo más y huyó.
El duque intentó hacerla encarcelar en un convento que servía como prisión a prostitutas y mujeres de vida dudosa.
Presentó centenares de cargos indecentes y perversos contra ella, hasta que por fin, después de una serie de extrañas y peligrosas aventuras, la desventurada mujer llegó a Roma. Pero tampoco allí pudo encontrar la paz.
Una y otra vez se vio obligada a huir a diferentes lugares de Europa para salvar su vida, hasta que por fin llegó a Holanda y de allí se embarcó hacia Inglaterra.
Cuando llegó a Londres, el Rey Carlos II fue a recibirla en persona. Hortense tenía treinta años y era una de las mujeres más hermosas que Carlos, mujeriego como pocos, había visto en su vida. Se sintió fascinado, no sólo por su belleza sino también por su inteligencia.
El rey, que tenía cuarenta y cinco años y se sentía cansado de la vida, encontró en Hortense alguien que le infudió vitalidad y nuevas ideas.
Para Carlos, ella representó un nuevo horizonte en su relación con el sexo opuesto.
Descubrió que todas las fobias y frustraciones y anhelos que había atormentado su cerebro y torturado su conciencia con las eternas dudas sobre el bien y el mal, podían discutirse con la mujer amada.
Su belleza lo cautivaba y lo excitaba hasta llegar a un éxtasis que nunca había conocido. Pero no era sólo eso. Su mente también lo seducía.
Hortense le hizo pensar que había encontrado el amor glorioso, comprensivo y perfecto que había buscado durante toda su vida.
Cuando Olinda leyó por primera vez la historia de Hortense Mazarín, se emocionó mucho porque le pareció muy diferente de todas las otras historias de amor que había leído.
En este caso no se trataba de una mujer hermosa conquistada por un hombre apasionado y dominante, sino de un encuentro de mentes, corazones y, tal vez, almas.
Al mirar hacia la cama, le pareció que casi podía ver, enmarcado por las cortinas del exquisito bordado, el hermoso rostro ovalado de la duquesa, ocn su nariz pequeña y recta, la frente amplia e intelente, y los expresivos labios curvos.
Y ese bello rostro combinado con un brillante intelecto, había despertado en el rey un amor que él pensaba que siempre lo había eludido.
Olinda se quedó de pie, silenciosa. Permaneció así tanto tiempo que la señora Kingston le preguntó sorprendiendola.
-¿Está usted admirando la cama, señorita Selwyn?
-Nunca había visto nada igual –confesó Olinda.
El bordado, efectuado con hilos de oro y de plata, así como con sedas que mostraban todos los colores del arco iris, y salpicado con enormes perlas, estaba realizado sobre terciopelo negro. De una concha de plata bordada, ejecutada en seda, que hacía las veces de cabecera, Venus surgía triunfante de la espuma.
En tanto que la Venus de Boticelli se adornaba sólo con su cabello, ésta llevaba un collar de pequeños brillantes alrededor del cuello y de su pelo brillaban diamantes y perlas.
Casi no había un milímetro en el terciopelo negro que no estuviera bordado con pájaros, flores, cupidos, guirnaldas, aves fénix y estrellas.
Era un torbellino de color, una especie de éxtasis emocional realizado en labor de aguja.
-Es verdaderamente maravilloso –comentó Olinda por fin.
-En esta cama deben efectuarse numerosas reparaciones –observó la señora Kingston con rapidez-. La colcha es la que más las necesita; cuando esté preparada para repararla, puedo hacer que la lleven a su habitación.
-Muchas gracias –respondió Olinda.
-Alguien, en algún momento, daño la base de la cortina, cerca de la mesita de noche. Esta reparación debe hacerse aquí.
Y le mostró a Olinda las secciones dañadas.
-Creo que tengo algunas sedas de los colores que voy a usar –dijo Olinda-, pero me temo que necesitaré muchas más.
-Eso supuse, señorita Sewyn. Si usted hace una lista detallada de lo que desea, un mozo irá de inmediato a Derby para ver si las sedas puedes obtenerse aquí. En caso contrario, deberemos enviar por ellas a Londres.
Olinda volvió a darle las gracias.
-Esta es la reparación más urgente, señorita Selwyn. No creo necesario mostrarle las otras hasta que haya terminado con éstas.
-Esa es una buena idea –respondió Olinda sonriendo-, No quiero sentirme abrumada, desde un principio, por la cantidad de trabajo que hay que hacer.
-Así es como me siento yo cuando comienzo con la limpieza de primavera –contestó la señora Kingston-. Voy de habitación en habitación, y cuando menos lo espero, todas están terminadas.
-Sí, así sucede.
Miró la rasgadura en el cortinaje lateral y pensó que no era tan grave como le había parecido al principio.l
Alguien, quizá porque su pie se había atascado en el fleco, había rasgado el terciopelo, a un lado de la cortina, unos quince centímetros.
Parte del bordado se había dañado y la tela estaba algo deshilachada. Sería fácil reparar el bordado en la parte dañada y ponerle un parche atrás, para evitar que volviera a romperse.
La señora Kingston consultó el reloj que llevaba prendido en el pecho y estaba rematado con las iniciales V. R., o sea Victoria Regina.
Olinda comprendió que se lo debían haber obsequiado después de alguna visita que la Reina Victoria efectuara a la Casa Kelvedon.
-Es la hora de su almuerzo, señorita Selwyn. Le sugiero que volvamos a su salita. Despues de la comida puede regresar aquí y comparar sus sedas con el bordado de la cortina.
-Eso haré –afirmó Olinda.
-¿No se perderá?
-No, por supuesto que no. Todo está en la misma planta, aunque hay que caminar un poco.
-¿Un poco? ¡Con crecuencia pienso que si midiera los kilómetros que recorro todos los días en esta casa, nadie me creería! -exclamó la señora Kingston.
-Ha sido used muy amable al mostrarme todo.
-¡Todo! –la señora Kingston se echó a reír-. ¡Por supuesto que no he hecho eso! Faltan el invernadero, la sala de armas, la galería del norte y una docena de lugares más que no tuvimos tiempo de ver esta mañana.
-Pero espero que será tan bondadosa como para mostrármelos otro día.
-Me sentiré encantada de hacerlo. Y es la verdad, señorita Selwyn. Son escasas las oportunidades en que puedo mostrarle la casa a alguien que la aprecie tan bien como usted lo ha hecho. Y ya se habrá percatado de que esta casa está muy cercana a mi corazón.
-Sí, me doy cuenta. Y creo que cualquier persona que viva aquí debe considerarse muy afurtunada.
Al decir eso se preguntó cómo era posible que el conde se mantuviera alejado durante tanto tiempo de una posesión que debía ser casi única en el mundo.
El artículo que había leído sobre la Casa Kelvedon decía la verdad.
Sin duda alguna, era una de las casas más que había en Inglaterra. Debían ser muy pocos los nobles cuyos hogares ancestrales pudieran competir con ella.
La señora Kingston caminaba a toda prisa delante de ella. Olinda la seguía epnsando que, sin importar lo que sucediera en el futuro, jamás se arrepentiría de haber ido a a aquel lugar.
Entonces recordó al señor Felix Hanson y comprendió que éste había estado en su mente, sin que se percatara de ello, desde el momento en que lo conociera en el salón.
Al principio sólo se había sentido enfadada por la familiaridad con que había oprimido sus dedos y murmurando cosas con voz baja. Pero ahora pensó que había algo en él que le hacía sentir miedo.
Resultaba evidente que era el admirador y amigo íntimo de la condesa.
Había notado que ella le hablaba con un tono especial y, a pesar de lo inocente que era Olinda, la expresión de los ojos de la condesa cuando lo miraba no le había pasado inadvertida.
Pensó que será sumamente desabradable que Felix Hanson decidiera perseguirla, ya que con eso provocaría que la condesa se incomodara con ella.
Nunca hubiera imaginado que algo así pudiera suceder. Sin embargo, no cabía la menor duda de que sus dedos habían oprimido los de ella.
“Supongo que esto es lo que debe esperar los jóvenes que no están consideradas dentro de la alta sociedad”, pensó.
Entonces comenzó a comprender por qué su madre se había mostrado tan nerviosa ante la idea de dejarla ir sola.
Cuando se retiró a su dormitorio, se aseguró de cerar la puerta con llave. En realidad, no podía creer que un hombre, que se decía a sí mismo caballero, fuera capaz de abordar a una joven desconocida en la casa donde era un huésped de honor.
Pero sus lecturas le habían revelado que tales cosas solían suceder, y que las mujeres sin protección debían esperar que los hombres actuaran con ellas de una forma tan deshonrosa, que, de ser descubiertos, arruinaría rápidamente su reputación.
“¡No permitiré que el señor Hanson me arroje de esta casa, ni nadie más!” se dijo Olinda con valentía.
Sin embargo, sintió un leve estremecimiento de temor. Sin duda, no sabría cómo enfrentarse a tal situación si llegaba a producirse.
A la mañana siguiente, tan pronto como terminó de desayunar en la salita, su primer visitante fue James Lanceworth, el secretario de la condesa que había respondido a su carta.
Era un anciano con un modo de ser muy firme, y Olinda pensó que, a través de sus anteojos, la miraba con expresión crítica.
-Espero, señorita Selwyn, que sea usted lo bastante competente como para realizar la tarea que le espera –le dijo con tono algo pomposo-. Me pareció justo que si la señora Kingston y, por supuesto, milady la condesa, aprobaban su trabajo, usted querría saber qué renumeración recibirá.
-Gracias, señor Lanceworth, me gustaría mucho saberlo –responsdió Olinda.
-He realizado investigaciones sobre el pago que se acostumbra dar a las bordadoras y debo confesar que me pareció en extremo elevado, sobre todo para alguien tan joven como usted.
-Me desagradaría discutir, señor Lanceworth –contestó Olinda-, pero en realidad no comprendo qué importancia tiene la edad de una bordadora, si su trabajo es bueno. A los cincuenta años una mujer puede ser tan incompetente para enfrentarse a las complejidades de este arte como lo era a los veinte.
Por un momento, el señor lanceworth se detuvo a considerar el punto de vista de Olinda. Luego dijo:
-Concedo que en eso tiene razón señorita Selwyn. Por lo tanto, debo informarle que la señora condesa me ha autorizado a decirle que el pago por este trabajo excepcional que nosotros exigimos es de cinco chelines la hora.
Olinda debió hacer un gran esfuerzo para no lanzar una exclamación de asombro.
Jamás, ni en sus más descabellados sueños, había pensado que le pagarían una cantidad tan elevada. Sólo el autocontrol que era parte de su educación le permitió decir con voz tranquila:
-Eso me parece aceptable, señor Lanceworth, siempre y cuando mi trabajo deje satisfecha a la señora condesa.
-Esa, desde luego, es la condición básica –reconoció el señor Lanceworth.
El hombre hizo una breve inclinación de cabeza y salió de la habitación. Olinda permaneció de pie, siguiéndolo con la mirada, como si no pudiera creer que había oído correctamente lo que el anciano había dicho.
¡Cinco chelines la hora! Si trabajaba seis horas al día, o tal vez un poco más al terminar la semana habría ganado el dinero suficiente como para pagar todos los pequeños luejos que su madre necesitaba.
“Somos ricas”, se dijo con una sonrisa.
Entonces recordó a Felix Hanson y sintó que una sombra se cruzaba en su camino.

20 ene 2009

Bordadora de Ensueños Capítulo 1, (continuación)

El lacayo bajó el pescante para abrirle la puerta. Otro sirviente la condujo por una escalera, en lo alto de la cual la recibió una mujer de edad madura. Olinda comprendió que era el ama de llaves vestida de crujiente seda negra.
-Soy la señora Kingston, señorita Selwyn –dijo-. Milady, la condesa, me pidió que le diera la bienvenida y la condujera a su habitación.
Se estrecharon la mano y Olinda tuvo la impresión de qu el ama de llaves la observaba con sorpresa, como si esperara a una persona mucho mayor.
-¿Tuvo usted un buen viaje, señorita Selwyn?
-Muy Bueno, gracias –contestó Olinda agradecida.
-Cuando esté lista –continuó la señora Kingston-, le informaré a la señora condesa que está usted aquí. Supongo que querrá conocerla, aunque no creo que haya tiempo para que usted vea el trabajo que tiene que hacer. Dejaremos eso para mañana.
-Estoy ansiosa por saber si voy a reparar las cortinas del dormitorio de la Reina Isabel o las de la Duquesa de Mazarín.
-¿Ha oído usted hablar de nuestras famosas camas?
-He leído sobre ellas en un viejo ejemplar del Ilustrated London News –contestó Olinda.
-Creo que milady querrá decirle personalmente lo que desea que usted haga –observó el ama de llaves-, pero no violo ningún secreto, señorita Selwyn, al decirle que los cortinajes de la cama de la duquesa necesitan urgentemente restauración.
-¡Oh, qué emocionante! –exclamó Olinda, y advirtió un brillo de satisfacción en los ojos de la señora Kingston, como si el ama de llaves le agradara su entusiasmo.
La habitación que le habían destinado, situada en el segundo piso de la casa, era pequeña pero bien amueblada. Dos lacayos subieron sus baúles casi al mismo tiempo que la señora Kingston y ella llegaban a la habitación. Los colocaron contra un muro, soltaron las fuertes correas y abrieron las tapas de cuero.
Los lacayos se retiraron y dos jóvenes doncellas, ambas vestidas de negro, con almidonados delantales y cofias blancas cubriendo su cabello, se arrodillaron para abrir el equipaje.
-La salita que se le ha asignado está en el primer piso –señaló la señora Kingston-. Es una habitación pequeña que antes se usaba para guardar algunos muebles que ya no se necesitan. Pero ha sido arreglada y se ha puesto una mesa de trabajo para que usted la use.
Se detuvo antes de añadir:
-Está lo bastante cerca de las habitaciones principales como para que usted no pase la mitad del día buscando y trayendo cosas que necesite para sus bordados.
Se echó a reír.
-La casa es tan grande que con frecuencia pienso que lo más conveniente sería que usáramos carruajes para ir de una parte a otra.
Hizo una pausa y agregó:
-O tal vez uno de esos nuevos vehículos de motor que, estoy convencida, sólo serán una moda pasajera. ¡Los caballeros jamás renunciarán a sus caballos!.
-¿Tienen ustedes un automóvil?
-La señora condesa compró uno para el señor Hanson –dijo el ama de llaves-. Es un objeto desagradable que huele muy mal y, si me lo pregunta usted, le diré que como se descompone a cada medio kilómetro que recorre, es poco probable llegar muy lejos en él.
Habló con una nota vengativa en la voz, casi como si se alegrara de tales inconveniencias.
Debido a que sentía cierta curiosidad, Olinda no pudo evitar preguntarle:
-¿Al conde le interesan más los caballos?
-Su señoría el conde no está aquí –respondió la señora Kingston con voz aguda-. Vive en el extranjero y casi nunca lo vemos.
Salió de la habitación y Olinda temió que había sido indiscreta.
Al mismo tiempo, le parecía extraño que el dueño de una casa tan espléndida, y que guardaba tanta relación con la historia, no viviera en ella. ¿Y quién, se preguntó, era el señor Hanson?
Cuando terminó de lavarse y de cambiar su vestuario de viaje por un sencillo vestido de muselina gris con el que esperaba parecer un poco mayor y más responsable, le informaron que habían servido el té en la salita de abajo.
La doncella le indicó dónde estaba y encontró que la señora Kingston ya la estaba esperando.
La habitación era agradable, con una ventana que daba al jardín. Una mesa de costura ocupaba el centro, pero también había un sofá y un sillón junto a la chimenea.
Las cortinas eran de un bonito chintz, que le recordó al que su madre tenía en la sala de estar de su casa, y el piso estaba cubierto por una gruesa alfombra.
-Espero que este lugar le guste, señorita Selwyn –dijo la señora Kingston, y su tomo de voz hacía notar con claridad que le sorprendería mucho escuchar alguna queja.
-¡Es muy bonito! Gracias. Siento mucho que haya tenido que molestarse arreglando esta habitación para mí.
La señora Kingston se mostró complacida.
-No fue ninguna molestia, señorita Selwyn –contestó-. Es bueno limpiar una habitación de vez en cuando. Con frecuencia pienso que la mitad de las habitaciones de esta casa han acumulado los desechos de siglos enteros.
El viaje había sido largo y estaba hambrienta. Los emparedados de pepinos estaban deliciosos, al igual que el bizcocho envinado y los rollitos de almendra, que no probaba desde que era niña.
Nanny no era una cocinera muy imaginativa, aunque podía asar un pollo a la perfección y “tenía talento”, decía Lady Selwyn, para preparar una tarta de manzanas.
Pero los bizcochos y otras golosinas no figuraban en su repertorio y como su madre no era golosa, Olinda pocas veces se molestaba en prepararlos.
Cuando bebió el perfumado té chino, sintió que su cansancio se esfumaba. Volvió a invadirla la excitación y la emoción de saber que al día siguiente conocería el resto de la gran mansión.
Pensó que la imagen que ofrecía al entrar en la avenida que conducía a la casa quedaría grabada para siempre en su mente.
Alguien llamó a la puerta y cuando se abrió, apareció un lacayo que dijo:
-Milady la recibirá ahora, señorita.
Olinda se puso de pie, alisó su vestido y siguió al sirviente a través de un amplio corredor. Al final del mismo había una puerta cubierta de paño verde, y cuando la cruzaron, Olinda supo que habían entrado en la parte principal de la casa.
Recorrieron una distancia muy corta para llegar a la gran escalera central, tallada de forma muy complicada y con pilares rematados por figuras heráldicas. Al contemplar los cuadros que cubrían los muros Olinda contuvo el aliento.
“¡Si papá pudiera verlos!”, se dijo.
Pensó que en aquella casa llena de tesoros debía haber algún bibliotecario, o algún experto en objetos de arte y su conservación. Si así era, tal vez él le serviría de guía y le explicaría todo lo que ella deseaba saber.
El vestíbulo era espléndido. Había una gran cantidad de estatuas de mármol y varias mesas finamente talladas. Eran doradas, con cubiertas de mármol verde, y el techo estaba pintado con una escena de dioses y diosas.
Olinda hubiera querido quedarse a contemplar todo con calma, pero el lacayo iba a toda prisa delante de ella.
Se detuvo frente a dos altas puertas de caoba y abrió una de ellas.
-La señorita Selwyn, milady –anunció, y Olinda entró en un salón. –anunció, y Olinda entró en el salón.
Era tan amplio que por un momento se sintió desconcertada. Entonces, al fondo de él sentada en un sofá junto a una chimenea tallada en mármol, Olinda vio a una dama y comprendió que debía ser la condesa viuda.
Los largos ventanales franceses que cubrían todo un muro del salón daban a la terraza. Más allá se veían el jardín y una fuente. El agua que brotaba resplandecía bajo el sol de la tarde.
Todo parecía deslumbrante. Los espejos que se reflejaban uno en el otro y los enormes candelabros de cristal que pendían del techo.
Para acercarse a la condesa, Olinda debió atravesar todo el salón. Cuando pudo ver bien, le resultó difícil disimular su sorpresa.
La dama sentada en el sofá era mucho más joven de lo que esperaba y, desde luego, no correspondía en modo alguno a la imagen que se había formado de una mujer frágil y anciana, como su madre.
Su cabello rojo brillante, peinado a la última moda, era de un tono demasiado intenso para ser del todo natural.
Olinda, observó con asombro que usaba cosméticos para oscurecer las pestañas que bordeaban sus ojos verdes y para resaltar el color de sus labios.
Era hermosa. Y en su juventud debió haber sido increíblemente bella. Al hacer su reverencia ante la condesa, en lugar de bajar los ojos, no pudo dejar de mirarla, con una insistencia casi impertinente.
-Encantada de conocerla, señorita Selwyn –dijo la condesa-. Es usted mucho más joven de lo que esperaba.
Parecía casi una acusación y Olinda contestó en tono de disculpa:
-Pero estoy casi segura de que no soy demasiado joven para hacer el trabajo que se necesita, señora.
-¿De veras? ¿Fue usted quien bordó esa cubierta de cojín que envió como muestra de su trabajo?
-Sí, señora.
Olinda no estaba segura de si debía dirigirse a la condesa como si fuera una muchacha de su misma clase social, o si debía usar el milady, más formal, que se esperaba siempre de los sirvientes.
-En verdad me sorprende, señorita Selwyn -dijo la condesa.
Sus ojos se recorrieron a Olinda, como si supusiera que era una impostora. Entonces se escuchó una voz del otro lado de la chimenea:
-Si realmente puede restaurar cortinajes, Rosalie, ¿qué importancia tienen su edad y su aspecto?
Olinda se sobresaltó. No se había percatado de que había alguien más en la habitación.
Era tan grande y estaba tan llena de muebles que no había advertido, al caminar hacia la condesa, que había un hombre del otro lado de la chimenea.
Lo miró y se preguntó si sería el señor Hanson, que mencionara la señora Kingston.
Era un hombre joven y de buena figura. Tenía un pequeño mostacho y ojos atrevidos. Olinda sintió que la miraba de un modo un tanto impertinente.
-Supongo que no, Felix -convino la condesa-, al mismo tiemmpo, me parece increíble que pueda efectuar bordados tan complicados cuando no puede haber tenido mucha experiencia
-Bueno, puedes remitirte a las pruebas -dijo Felix Hanson riendo-. Haz que te realice una muestra y si no es capaz de hacer lo que esperas de ella, puedes devolverla a su lugar de origen.
Olinda se sintió como un bulto de ropa sobre el cual estuvieran discutiendo qué debían hacer; sin embargo, permaneció de pie, inmóvil, frente a la condesa.
-Bueno, supongo que debo darle una oportunidad -asintió la condesa de mala gana.
-Si lo hace estaré muy agradecida, señora -contestó Olinda-, y estoy segura de que quedará complacida con mi trabajo.
-Sólo me sentiré complacida si trabaja mucho y termina lo que hay que hacer en el menor tiempo posible! -replicó la condesa.
En su voz volvió a escucharse esa nota aguda que Olinda había advertido cuando se refiriera a su edad.
-Tengo entendido que debo comenzar a trabajar mañana a primera hora -Observó Olinda.
-Así es. La señora Kingston le dirá qué es exactamente lo que se requiere.
-Gracias, señora.
Olinda hizo una nueva reverencia y volvió a atravesar el largo salón.
Cuando casi había llegado a la puerta comprendió que el señor Hanson la había seguido, y cuando ella tocó la manija para abrirla, la mano de él cubrió la suya.
Sintió el calor de sus dedos y debido a que el gesto fue inesperado, Olinda se estremeció. Entonces lo oyó murmurar casi entre dientes, en un leve murmullo que lla escuchó con claridad:
-Es usted muy bonita ... ojalá no falle!
Los dedos de él oprimieron los suyos. Entonces, Entre los dos, abrieron la puerta y Olinda salió al vestíbulo sintiendo que le ardían las mejillas.

16 ene 2009

Bordadora de Ensueños, Capítulo 1

1898

LLEGO la carta, mamá!
–¿De qué hablas. Olinda?
Lady Selwyn trató de sentarse, pero le fue imposible.
Olinda corrió a su lado y con habilidad y gentileza, ayudó a su madre a incorporarse en la cama y arregló las almohadas para que se sintiera cómoda.
Lady Selwyn tenía un rostro muy dulce, aunque parecía algo congestiado por el dolor. Levantó la vista y dijo con temor:
–¿Quieres decir que contestaron la tuya?
–¿Sí, mamá ¿Recuerdas que juntas leímos el anuncio y decidimos que yo era capaz de hacer lo que solicitaban?
–¿Van a enviarte el trabajo aquí?
–No, mamá. Eso es lo que quiero discutir contigo.
Lady Selwyn unió sus delgadas manos en un gesto de preocupación, como anticipando que iba a recibir una impresión muy fuerte.
Olinda sonrió para tranquilizala. Después se sentó junto a la cama y dijo con suavidad
–Por favor, mamá no te agites. Antes debes escuchar lo que tengo que decirte. Sabes tan bien como yo que tengo que encontrar alguna forma de ganar dinero; de otra manera, nos moriremos de hambre.
Sonrió al decirlo, para disimular un poco la amargura de sus palabras, pero Lady Selwyn se estremeció y Olinda continuó a toda prisa:
–Tal vez a ti no te lo parezca, pero yo creo que ésta es una excelente oportunidad y no estaré ausente mucho tiempo.
–¡Ausente! – repitió Lady Selwyn con voz débil deteniéndose precisamente en la palabra que Olinda sabía que la alteraría.
Se apresuró a abrir la carta que había dejado sobre su regazo y leyó con voz alta:
Casa Kelvedon
Debyrshire
Señorita:
En respuesta a su carta del quince del presente, he sido autorizado por la Condesa viuda de Kelvedon para informarle que desearía que viniera usted aquí tan pronto como le fuera posible para inspeccionar los bordados que requieren restauración.
Si usted tiene la capacidad, lo cual parece muy posible de acuerdo a con la muestra que nos ha proporcionado, a la señora condesa le gustaría que comenzara el trabajo de inmediato.
La estación de ferrocarril más cercana a la Casa Kelvedon es Derby. Se ordenará un vehículo para que acuda a recibirla, en cuanto conozcamos el día y la hora en que llegará el tren en que viajará
Respetuosamente suyo,
James Lanceworth,
Secretario.
Olinda terminó de leer, y miró a su madre con expresión interrogante.
–Como puedes ver, mamá estaré trabajando para una dama de la nobleza. La residencia de la Condesa Viuda de Kelvedon debe ser muy respetable.
–¡Pero serás su empleada! –exclamó Lady Selwyn –¡Te tratarán como si fueras una costurera, Olinda!
–¡Tanto mejor, mamá! –contestó Olinda–. Pienso qué en realidad, tendré una categoría similar a la de una institutriz. Eso significa que no estaré en contacto con los caballeros atrevidos y peligrosos que, según tú sospechas, me esperan al a vuelta de la esquina.
Río con suavidad antes de añadir:
–¿Sabes, mamá? Si tomara en cuenta sus temores y ansiedades, me volvería muy vanidosa.
Olinda poseía todas la razones imaginables para ser vanidosa, excepto que no tenía a nadie que le dijera halagos, salvo a su propia madre, que la adoraba.
Era muy bella. Sus grandes ojos grises resaltaban en la carita pequeña y puntiaguda, su cabello era del color del trigo maduro. Esbelta y graciosa, los largos dedos, como la expresión de sus ojos, expresaban una naturaleza sensitiva.
Eso se hacía evidente en la gentileza y compasión que demostraba ante todas las personas que conocía.
En realidad sus contactos, tanto con hombres como con mujeres, eran muy escasos.
En los dos últimos años, Olinda se había dedicado a cuidar de su madre enferma, y casi nunca salía más allá del jardín de la pequeña casa solariega, que se encontraba en una parte aislada de Huntingdonshire. Allí había muy pocos vecinos que pudieran visitar a Lady Selwyn, sobre todo desde que, a causa de su mala salud, sólo podía recibir en su dormitorio.
La esposa del vicario era una visitante ocasional, al igual que varias damas ancianas que vivían en las pequeñas casitas de la aldea.
Solían pasar semanas enteras sin que Lady Selwyn y Olinda vieran a nadie.
Ollinda nunca se quejaba. Amaba profundamente a su madre y comprendía, con tristeza, que Lady Selwyn se debilitaba cada día más. Sólo la comida muy cara tentaba a su apetito, pero muchas de las cosas que hubiera podido comer estaban fuera del alcance de sus posibilidades.
–¡Tenemos que hacer algo, mamá! –le había dicho Olinda con firmeza apenas dos semanas antes.
Aunque Lady Selwyn había lanzado un grito de horror ante la idea de que su hija tratara de ganar dinero, Olinda había dicho con gran sentido práctico:
–No hay alternativa, mamá. Podríamos vender la casa, pero dudo de que alguien quisiera comprarla. Hace poco leí un artículo en el periódico diciendo que el mercado está saturado de propiedades en venta.
Lady Selwyn no contestó y Olinda continuó diciendo:
–Y si vendiéramos la casa, ¿adónde iríamos a vivir? ¡Y no es precisamente la casa la que devora nuestro dinero… es la comida que nosotras consumimos!
–La comida que consumo yo –comentó Lady Selwyn con aire desventurado-. ¿En verdad debo comer tanto pollo, tantos huevos … tanta leche?
–Es lo que ordenó el doctor, mamá y tú no puedes vivir de aire o de los pocos vegetales que cultivamos en la huerta.
Después de un momento, agregó:
–Desde luego, podríamos despedir al viejo Hodges. Pero sabes tan bien como yo que a su edad ya no conseguiría otro trabajo y en cuanto a Nany, sólo recibe su suelto a intervalos irregulares.
–No podríamos prescindir de Nanny –declaró Lady Selwyn a toda prisa.
–Bueno, entonces debes estar de acuerdo conmigo en que es urgente que consiga algún tipo de trabajo –dijo Olinda–, Lo que sin duda resultará muy difícil puesto que no estoy preparada para hacer algo productivo.
Nanny había resuelto el problema recordándole a Olinda que una cosa que podía hacer excepcionalmente bien era bordar.
–Tal vez si bordara ropa interior de seda o pañuelos de muselina como los que le hago a mamá –había comentado Olinda con aire reflexivo–. Podría encontrar una tienda dispuesta a comprármelos.
Lady Selwyn había lanzado una exclamación de horror:
– ¿Cómo podrías ir tú a una tienda, a vender cosas hechas por tus manos? –preguntó–. La sola idea me resulta insoportable.
–Estaba pensado –intervino Nanny-, que en las grandes casas debe haber damas y caballeros cuyos cortinajes bordados, y aun sus propios cuadros, necesitan reparación. ¿Recuerda, señorita Olinda, con qué habilidad restauró usted ese cuadro que pertenecía a su abuelita?
Olinda se había vuelto a mirar el cuadro que colgaba de la pared. Era un tapiz de tipo gobelino, tejido en seda e hilo metálico, que representaba un precioso ejemplo del arte francés del siglo XVII
Lo había encontrado en el desván, junto con muchas otras cosas que se habían enviado a la casa después de la muerte de su abuela.
–¡Qué bello sería este gobelino mamá –había exclamado Olinda–, Si no estuviera tan dañado!
En verdad, era un cuadro muy hermoso, con la imagen del verano representado por un joven que sostenía una mazorca de maíz. Su cabeza estaba adornada con una guirnalda de rosas, amapolas y madreselvas.
En el fondo se veían guirnaldas de frutas que simbolizaban la estación, adornadas con pájaros.
La misma Lady Selwyn, antes de enfermar, había sido una bordadora muy hábil. Su madre, que era mitad francesa y se había educado en Francia, le había dado lecciones sobre este arte.
Después, Lady Selwyn le enseño a Olinda que el arte del borado se había desarrollado en Francia en la época posterior a las Cruzadas.
–Luis XI y Carlos VII llevaron a Francia bordadores italianos –le dijo–, y la mayor parte de los exquisitos trabajos que se aprecian en los ropajes eclesiásticos y en las cubiertas de los altares fueron realizados por damas nobles bajo la supervisión de expertos de la Iglesia.
–¡Qué Fascinante! – había exclamado Olinda.
–En el siglo XVIII –continúo Lady Selwyn–, Madame Pompadour puso de moda los tapices bordados. La superioridad de los gobelinos franceses era reconocida por todas partes y los demás países de Europa se disputaban el derecho a comprarlos.
–Me lo imagino –repuso Olinda.
Durante el reinado de Luis XV, los diseños habían sido alegres, frívolos y graciosos. Después de la muerte del rey Madame de Mainteuor estableció en St. Cyr una escuela para muchachas, las que dedicaban gran parte de su tiempo a trabajos de aguja.
–¿Aún existen muestras de sus trabajos?
–Por desgracia –contestó su madre– muchos de los bordados de las iglesias y palacios fueron destruidos durante la revolución Francesa, y se le ordenó a los bordadores que extrajeran los hilos de oro y plata de los bordados.
–¡Qué crueldad! –había exclamado Olinda.
Como se interesaba tanto en el bordado, le pidió a su madre que le enseñara las puntadas que había aprendido cuando era niña. Así pronto bordada con tanta habilidad como la propia Lady Selwyn.
Cuando no estaba leyendo, se sentaba a dibujar divertidos diseños que inventaba, bordándolos luego en pañuelos o cojines.
Para entonces Lady Selwynya estaba demasiado débil como para bordar ella misma, pero le gustaba que Olinda se sentara junto a su cama para poder charlar con ella mientras trabajaba. Y era la crítica más severa del trabajo de su hija.
En la casa había muchos ejemplos de la labor de Olinda, pero cuando llegó el momento de enviarle una muestra a la Condesa viuda de Kelvedon la selección no resultó fácil.
Nanny había sugerido que consultaran los anuncios del Times para saber si había alguien que requiriera algún tipo de bordado.
–Es posible que haya damas que necesiten que les borden sus bolsos de mano –Sugirió Nanny–, o tal vez que les hagan un bonito centros de mesa.
–O cubiertas para cojines –añadió Olinda–. Son fáciles de hacer y me encanta copiar los diseños antiguos que encontré en un libro de papá.
En el anuncio que encontraron se solicitaba a alguien experto en una forma de bordado en la que ella no había pensado antes. Decía:
Dama de nobleza requiere un bordador, o bordadora, hábil y experimentado para reparar los cortinajes de camas antiguas. Escríbase al secretario, Casa Kelvedon, Derbyshire
–¡Eso significa que deberías ir a Derbyshire! –exclamó Lady Selwyn cuando Olinda le leyó el anuncio.
–Lo sé, mamá, pero estoy seguro de que deben pagar bien por ese trabajo. Sospecho que las cortinas deben ser de los siglos XVI o XVII y, como tú sabes, ése es uno de los bordados que puedo realizar con mayor facilidad.
–¿Por qué no mandan las cortinas aquí? –preguntó Lady Selwyn.
–Porque, además de ser muy valiosas, resultarían pesadas y difíciles de manejar –contestó Olinda–. Además, ¿por qué van a quitarlas de donde están? Una bordadora siempre debe estar dispuesta a ir al lugar desde donde la solicitan. Y, con toda franqueza, a mí me encantaría conocer la Casa Kelvedon.
–¿Has oído hablar de ella? –preguntó su madre.
–Estoy segura de que es una casa magnífica e impresionante –contestó Olinda–. En algún lado, en el fondo de mi mente, tengo la impresión de que he visto fotos de ella. Tal vez en los viejos ejemplares de la revista Ilustrated London News que guardaba papá. Los voy a revisar, para ver si encuentro algo allí.
–Si, hazlo, querida –asintió Lady Selwyn–, aunque aún no he decidido si te dejaré ir o no.
Olinda extendió la mano para ponerla sobre la de su madre.
–¿Crees que te dejaría, mamá, si no fuera absolutamente necesario? –preguntó con suavidad.
–¿Es cierto que ya no nos queda ni un penique? –preguntó Lady Selwyn con un ligero temblor en la voz.
–Estamos muy cerca de ello –contestó Olinda–. Y aún faltan dos años para que estemos libres de deudas y puedas volver a disponer de tu pensión.
Las dos mujeres guardaron silencio. Pensaban en la impresión que les había causado, después de la muerte de Gerald, descubrir las fuertes deudas que había dejado.
El hermano de Olinda, seis años mayor que ella, había muerto tres años atrás. Luchaba en la frontera noroccidental de la India y su muerte había acaecido en una escaramuza con una tribu de tan poca importancia que el asunto ni siquiera fue publicado en los periódicos. Cuando la noticia llego a Huntingdonshire, algo en Lady Selwyn murió también. A partir de entonces cesó de luchar para seguir viviendo o para mejorar su salud.
Adoraba a su hijo y aunque amaba a Olinda, era Gerald quien iluminaba a sus ojos con su presencia, y quien la sostuvo y la consoló después de la muerte de su esposo.
Lady Selwyn tenía una pensión por una cantidad suficiente de dinero como para vivir con comodidades, y que le hubiera permitido ahorrar para que Olinda gozara de la ropa y las diversiones a que tenía derecho cuando hiciera su debut en sociedad.
Pero cuando Gerald murió descubrieron que no sólo debía una cantidad considerable de dinero, pues en la India la mayoría de los subalternos vivía en un nivel superior al que justificaban sus ingresos, sino que además en un momento de debilidad, o de extrema generosidad, había garantizado un pagaré de un compañero de armas que tenía problemas con sus acreedores.
Debió haber sido una de esas coincidencias, había pensado Olinda, que se producen con tanta frecuencia en la vida real, pero que la gente supone que sólo suceden en los libros.
La misma semana en que Gerald murió en la frontera, su compañero, que había sido enviado en una misión especial a Calcuta, murió de cólera.
Entonces, el pagaré que Gerald garantizaba pensando que jamás tendría que cubrir él mismo, fue presentado a su madre por la empresa a la que había sido otorgado.
Lady Selwyn no tuvo alternativa: debió cubrir el adeudo garantizado por su hijo. Y la única forma en que pudo pagar las cuentas que él dejó pendientes, junto con ésa, fue hipotecar tres cuartas partes de su pensión por un período de cinco años.
Ella y Olinda, sólo se quedaron con lo necesario para sobrevivir en la casa y pagar los sueldos de Hodges, que se ocupaba del jardín, y de Nanny, que atendía la casa.
–Tendremos que ser muy cuidadosas con el dinero –había dicho Olinda–, pero nos las arreglaremos.
Ya no hubo vestidos nuevos para ella, ni la oportunidad de viajar a Londres, cuando cumplió dieciocho años. Su madre había planeado que pasara en Londres alrededor de un mes. Tenía parientes allí y Olinda, durante la temporada social, podría hacer su presentación en la corte.
A ella no le había importado que esos planes fracasaran, pero cuando la salud de Lady Selwyn comenzó a empeorar de manera progresiva, los alimentos especiales que los médicos ordenaban para ella y las medicinas, hicieron imposible que el dinero les alcanzara.
Ahora, sabiendo lo precaria que era la situación financiera, Olinda dijo con firmeza:
–Iré a la Casa Kelvedon, mamá. Pero tú no debes preocuparte por mí. Te prometo que trabajaré con tanta diligencia que volveré cargada de soberanos de oro casi antes que te des cuenta de que me he ido.
Le tomó muchas horas persuadir a Lady Selwyn de que era la única solución posible.
Por fin, Olinda le escribió al señor James Lanceworth para informarle que llegaría a la estación de Derby a las cinco en punto del miércoles treinta de mayo.
Cuando ya estaba vestida para el viaje, con un traje de batista azul zafiro que ella misma se había confeccionado, cubierto por una capa de viaje del mismo color, se le veía tan atractiva que Lady Selwyn extendió las manos para decir:
–¡No debería ir sola, Olinda! ¿Y si algún … caballero se muestra … desagradable contigo?
–Viajaré en un compartimiento “solo para damas”, mamá –le dijo tranquilizándola–. Y en cuanto a los caballeros que pueden haber en la Casa Kelvedon, estoy segura de que serán demasiados altivos como para fijarse en una humilde costurera.
–He oído historias –observó Lady Selwyn con voz baja–, sobre institutrices que eran insultadas en las casas donde trabajaban. Prométeme que todas las noches cerrarás con llave la puerta de tu dormitorio.
–Por supuesto, mamá. Lo haré si tú lo deseas. Y si veo siquiera la sombra de un caballero subiendo por la escalera de servicio, me encerraré bajo llave y pediré a gritos que acuda la policía.
–¡No estoy bromeando, Olinda!
–Lo sé, queridísima mamá. Te preocupas demasiado por tu pollita que va a lanzarse al mundo sola, y por primera vez. ¿Te has olvidado de que tengo diecinueve años y ya no soy una niña tonta?
Sonrió y agregó:
–Me conduciré con la mayor seriedad, y te prometo que si presenta alguna situación desagradable volveré a casa en el acto.
–¿Me juras que lo harás? –Insistió Lady Selwyn–. Todo el oro del mundo, Olinda, no vale el riesgo de que seas insultada o tratada de una forma que haría que tu padre se enfadara conmigo por permitirte iniciar esta loca aventura.
–Logras que lo que voy hacer parezca frívolo y alegre, mamá –dijo Olinda sonriendo–. Te aseguro que sólo será trabajando duro, pero estoy dicidida a que sea bien pagado y eso es todo lo que importa.
Al hablar adelantó su pequeña barbilla y, por un momento, Lady Selwyn recordó que Gerald hacía un gesto muy similar cuando quería salirse con la suya.
Como sucedía siempre que pensaba en su hijo, el dolor de haberlo perdido volvió a hacerse presente y guardó silencio mientras Olinda continuaba diciendo:
–Nanny cuidará de ti, mamá, y le he pedido a todos nuestros amigos de la aldea que te visiten. La señora Parsons vendrá a leerte y las señoritas Twitlet se turnarán para cortar las flores del jardín y colocarlas en tu dormitorio, así como para comprarte lo que necesites.
Suspiró.
–Todos han sido tan bondadosos, que supongo que al volver descubriré que ni siquiera me has echado de menos.
–Te extrañaré cada minuto del día, queridita mía –dijo Lady Selwyn–, y no me sentiré feliz hasta que regreses, sana y salva.
–¡Y rica! –añadió Olinda inclinándose para besar a su madre.
Sin embargo, no sintió la misma confianza cuando llegó a la estación del ferrocarril y se encontró rodeada por una gran cantidad de gente que esperaba para tomar el tren hacia Londres.
No era posible viajar a Derby directamente. La única manera de hacerlo era ir a Londres y, desde allí tomar un expreso a Derby, lo que significaba salir de Huntingdon muy temprano en la mañana.
Lady Selwyn había insistido tanto sobre los peligros en que podía verse envuelta, que Olinda se sintió aliviada cuando por fin pudo sentarse en un compartimiento de segunda clase, “sólo para damas”, y el tren salió de la gran metrópoli hacia Derby.
Entonces, comenzó a invadirla una sensación de aventura y por primera vez se sitió excitada, en lugar de temerosa, respecto a lo que le esperaba al final de su viaje.
Sería emocionante conocer la Casa Kelvedon porqué como ella había pensado, era una de las más importante de Inglaterra.
Había encontrado un artículo completo sobre ella en un número atrasado del Illustrated London News.
Al leerlo descubrió que había sido construida durante el periodo de la Reina Isabel, en el lugar que antes ocupara un monasterio.
La casa se había erigido en tres etapas. Primero se efectuó la construcción sobre los restos del antiguo edificio, que había sido abandonado en 1536, año en que el Rey Enrique VII suprimió los monasterios.
Algunos años más tarde había sido ampliada y enriquecida por el primer Conde de Kelvedon, que fue chambelán de la Reina Isabel.
Fue terminada y se volvió la más espléndida a fines del siglo XVI
“Será maravilloso conocerla”, había pensado Olinda al contemplar los dibujos de la casa que ilustraban el artículo.
En la publicación también se hablaba sobre la importancia de su dueño. Era un hombre de sesenta y cinco años que aún seguía ocupando puestos clave en la corte y atendía con frecuencia a la Reina Victoria.
Seguí un largo relato sobre la relevancia que ese hombre tenía para el país y, al final, declaraba que se había casado con Lady Rosaline Alward, hija del Duque de Hull, y que tenían un solo hijo.
Olinda consultó la primera página de la publicación y vio que ese ejemplar del Ilustrated London News estaba fechado cinco años atrás.
“Eso significa”, pensó, “que el conde ya debe haber muerto pues la carta proviene de la Condesa viuda de Kelvedon”.
Guardó la revista y no se hizo ningún comentario, pensando que, si Lady Selwyn conocía la existencia de un nuevo conde se pondría aún más nerviosa.
Ahora, a medida que el tren avanzaba hacia Derby, se preguntó qué edad podría tener el hijo. Parecía probable que tuviera unos cuarenta años y, que, por lo tanto, no constituyera el tipo de peligro que su madre temía.
“Pobre mamá”, pensó Olinda, “ella piensa que aún nos movemos en el ambiente de la alta sociedad. No comprende que la pobreza asegura que uno ocupe la posición muy baja en la vida”
Al preparar sus maletas para el viaje no había sido necesario elegir qué ropa debía llevar, sino llevar todo lo que tenía.
Ella misma había confeccionado sus vestidos, que eran muy sencillos, y pensó que si la Casa Kelvedon era tan elegante como decía el artículo, debía alegrarse de estar confinada en la parte que correspondía a la servidumbre.
Allí no encontraría a las elegantes damas, ni a los atrevidos caballeros, que debían ser atendidos en la parte principal de la casa.
Al mismo tiempo, sabía que estaría trabajando precisamente allí.
En el artículo se hacía referencia al llamado dormitorio de la Reina Isabel y a la gran cama donde había dormido.
Había otra habitación conocida como la alcoba de la Duquesa de Mazarín”, porque en ella había dormido la amante del Rey Carlos I, Hortense Mancini.
Debido a que había disfrutado mucho de la visita a esa casa, le habían obsequiado a sus anfitriones unos magníficos cortinajes franceses para la cama, que aún estaban intactos.
Olinda llevaba con ella su estuche de trabajo lleno de sedas para bordar, pero estaba segura de que necesitaría muchas más.
Esperaba que la condesa viuda estuviera dispuesta a pagar por ellas, ya que eran costosas y le quedaba muy poco dinero.
Sólo llevaba la cantidad mínima para el pasaje y para dar propinas a las doncellas que la atendieran.
Estaba segura de que serían las menos importante de la casa y que no esperarían mucho.
Por esa razón, no había podido dejar mucho dinero para su madre. Le había dicho Nanny que en el momento en que recibiera cualquier remuneración por su trabajo, la enviaría de inmediato a la casa.
“!Es una aventura!”, pensó a medida que el tren aumentaba de velocidad. Se asomó por la ventanilla y contempló la campiña bañada de sol. “Me alegro de poder visitar Kelvedon en el verano. Los jardines deben estar muy hermosos. Habrá mucho qué contarle a mamá sobre ellos y, desde luego, sobre la casa misma”.
Su padre le había enseñado muchas cosas sobre cuadros y muebles.
El nunca había tenido dinero suficiente para ser coleccionista de objetos hermosos, pero eso no le impedía apreciarlos y tener buenos conocimientos sobre ellos.
Había viajado por Italia y le describió a Olinda, las obras maestras que había visto en el Vaticano y en los grandes palacios de Roma.
Como su hija lo había escuchado con gran atención, le había comprado libros para que pudiera conocer más sobre esos tesoros artísticos. Y aunque aún era muy pequeña, la había llevado a algunos de los museos de Londres.
“Me gustaría que papá estuviera conmigo ahora”, pensó Olinda.
Aunque su padre había muerto cuando ella tenía quince años, aún lo echaba de menos. Con el relato de sus valiosas experiencias, había despertado en ella una sed de conocimientos que, en los últimos años, desde su madre estaba enferma, no había tenido oportunidad de satisfacer.
De vez en cuando iba a Huntingdon en la diligencia y regresaba con algún libro que deseaba leer y en el cual había gastado su dinero, en lugar de comprar tela para un vestido o un nuevo sombrero.
Por fortuna, el vicario tenía una biblioteca bastante extensa.
Aunque la mayor parte de los libros eran anticuados y poco interesantes, Olinda podía tomar prestados los que deseaba y había encontrado algunos que había despertado su interés.
“Pero soy ignorante, muy ignorante”, pensó, “¿Qué diría papá si supiera las pocas oportunidades que he tenido de aprender un poco más?”
No había respuesta para esto, excepto que ahora, por primera vez, tendría oportunidad de conocer una casa que era parte de la historia, y podría saber muchas cosas sobre su contenido.
“¡Es emocionante!” se dijo Olinda una vez y otra vez durante el largo viaje. Y, cuando por fin salió a la estación de Derby, sitió que estaba en un nuevo mundo.
Un elegante lacayo de librea, con pantalones blancos y botas muy pulidas, se acercó a ella y levantó su sombrero de copa en señal de respetuoso saludo.
–¿La señorita Selwyn? –preguntó.
–Sí, soy yo –contestó Olinda.
–Afuera hay un carruaje esperándola, señorita –dijo–. Yo me encargaré de su equipaje.
Tomó su bolso de viaje y le ordenó a los mozos que trajeran su baúl del vagón de equipaje y lo condujeran fuera de la estación.
Olinda observó que el carruaje era de diseño muy moderno y lo tiraban dos caballos.
Otro lacayo la ayudó a subir y cubrió sus rodillas con una manta ligera.
Ataron su baúl a la parte posterior del vehículo y el carruaje se alejó de la estación.
Olinda se asomó por la ventana para ver la población de Derby, pero pronto las casas quedaron atrás y se encontraron en campo abierto.
La tarde avanzaba ya y las sombras producidas por el sol comenzaban a alargarse; podía ver campos fértiles, espesos bosques, y de vez en cuando, al fondo de largas avenidas, importantes mansiones bordeadas por olmos.
Creía saber, aunque no estaba segura, que Derbyshire era un condado elegante y que los nobles que vivían en él eran ricos e ilustres.
“Tal vez ofrezcan bailes y cenas casi todas las noches” pensó, y se preguntó cómo sería todo si ella se dirigiera a la Casa Kelvedon como invitada y no como simple costurera.
-No debes usar tu título –le había advertido Lady Selwyn cuando contestó el anuncio del Times.
-¿Crees que sería embarazoso para quienes me contratan que usara el título de honorable, al que tengo derecho? –preguntó.
-No quisiera que nadie que haya conocido a tu padre sepa lo que estás haciendo –contestó Lady Selwyn-. Pero Selwyn es un apellido bastante común y, a menos que tú se los digas, no hay razón para que alguien adivine quién eres.
-No, claro que no, mamá –reconoció Olinda-, y te asuro que la señorita Selwyn, costurera, no despertará ninguna curiosidad.
La condesa viuda había sido bastante amable al enviar un carruaje muy cómodo a buscarla, cuando ella esperaba el tipo de carreta abierta en la que los sirvientes viajaban casi siempre.
Se preguntó cómo sería su ama. Se dijo que si su marido, de estar vivo, hubiera cumplido setenta años, no era ilógico pensar que ella debía tener más de sesenta. Tal vez fuera tan frágil como su madre.
A causa de la enfermedad, Lady Selwyn representaba mucho más de los cincuenta y cuatro años que en realidad tenía. La pérdida de su marido y de su hijo le había quitado esa alegría de vivir que siempre la había caracterizado y que Olinda recordaba tan bien.
Sin embargo, los recuerdos desaparecieron de su mente cuando los caballos cruzaron dos enormes puertas de hierro forjado, y avanzaron a través de una larga avenida bordeada por viejos robles. A juzgar por el grosor de sus troncos, debieron haber estado allí como centinelas del camino cubierto de grava, durante siglos enteros.
Más allá de ellos, del otro lado del pequeño valle, había un lago y, después de él, Olinda vio por primera vez la Casa Kelvedon.
Era aún más espléndida y hermosa de lo que parecía en la revista.
Sus cúpulas, la aguja central, las altas chimeneas estilo Tudor, se recortaban contra el azul profundo del cielo de la tarde, y sus largas ventanas parecían lanzar calidos destellos, como si le dieran a Olinda una bienvenida especial.
Era grande e impresionante; sin embargo, excepto su tamaño, no había nada en ella que inspirara temor
Olinda había pensado siempre que las casas tenían rostros. El de la Casa Kelvon le pareció un tanto altivo y orgulloso, pero, al mismo tiempo, era un rostro cordial que reflejaba bondad.
Observó la gran puerta de entrada en el centro del edificio y la escalinata de piedra que conducía a ella; pero no se sorprendió cuando el carruaje dio la vuelta hacia la izquierda y se detuvo ante una entrada más pequeña.
Sin embargo, a pesar de que sabía muy bien que no podía ser recibida como invitada de honor en aquella magnífica casa, por un momento Olinda se sintió desilusionada.
“Podré ver el vestíbulo de entrada después”, se dijo.

12 ene 2009

Bordadora de Ensueños

A dream from the night
Barbara Cartland

Argumento:
Tal vez la madre de Olinda Selwyn había tenido razón

Olinda había aceptado un trabajo que consistia en restaurar bordados antiguos para la Condesa viuda de Kelvedon. Ella y su madre necesitaban el dinero. Pero Lady Selwyn tenía miedo de que su hija, bella e inocente, cayera víctima de las pretensiones de algún caballero mundano.

Olinda se había reído de los temores de su madre. Pero ahora había dejado de reír. El joven amante de la condesa no guaradaba en secreto sus perversos designios contra la virtud de Olinda. La pobre muchacha se sentía desamparada. ¿Quién la protegería?

9 ene 2009

Nuevo año, Nuevos proyectos


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