23 may 2009

Bordadora de Ensueños, Capítulo 5 (Continuación)

Olinda termino de reparar la cortina en la alcoba de la duquesa una hora después de que Félix Hanson y la condesa se alejaron. Comprendió que se había salvado por un verdadero milagro
Entonces recogió sus sedas de bordado, limpió las tijeras, que tenían una desagradable gota de sangre en la punta, y regresó a su habitación.
Tocó la campanilla y, cuando Lucy apareció, le pidió:
-¿Tendrías la bondad de preguntarle a la señora Kingston si pueden traerme la colcha de la cama de la duquesa, para que pueda trabaje con ella aquí?
-Sí, por supuesto, señorita -contestó Lucy.
Olinda estaba segura de que Felix Hanson le diría a la condesa que no se había dado cuenta de que había alguien allí, y si la condesa se iba más tarde a averiguar la verdad por ella misma no encontraría a nadie en la alcoba de la duquesa.
Era un movimiento astuto: si la encontraban trabajando en su propio cuarto, eso confirmaría la versión de él y disiparía cualquier sospecha de la condesa.
Detestaba verse mezclada en las mentiras de aquel hombre, pero comprendía que el hecho de ser despedida ahora, cuando había tanto trabajo por delante, sería muy doloroso para ella.
Además, debía reconocer que no soportaba la idea de irse sin saber qué haría el conde, o si prestaría alguna atención a lo que ella le había sugerido la noche anterior.
Eso hubiera sido como leer un libro y perderlo a la mitad, sin enterarse nunca de cómo terminaba la historia.
Era difícil adivinar cuál sería el fin del drama de los Kelvedon.
Aunque le había aconsejado el conde que se quedara en su casa, se preguntó si un hombre que sentía de ese modo respecto a la relación de su madre con Felix Hanson soportaría que le recordara todos los días lo que estaba sucediendo.
Debía ser humillante para él tener que ser cortés, aunque de una manera fría y distante, con Felix Hanson. Y Olinda podía comprender la repulsión que el sólo ver a ese hombre provocaba en el conde.
A ella le producía la misma sensación ... ¡aunque lo que lla sintiera no tuviera ninguna importancia!
Pero, ¿qué alternativa tenía el conde? ¿Volver a París y, si lo que la señorita le Bronc decía era cierto, morderse el corazón de nostalgia, anhelando volver a su casa, a su país, a sus caballos, a sus posesiones, y a todo lo que formara parte de su misma sangre?
"¿Como es posible que su madre no se dé cuenta de lo que le está haciendo?", se preguntó Olinda.
La noche anterior, había tratado de lograr que el conde comprendiera el punto de vista de la condesa. Su belleza comenzaba a marchitarse y todo lo que ella más deseaba se esfumaría junto con su juventud.
Al despertar esa mañana, Olinda se había preguntado cómo había podido defender a una mujer que representaba lo opuesto a todo lo que ella consideraba bueno y noble.
Sabía que a los ojos de su propia madre, por ejemplo, la condesa era ni más ni menos que una mala mujer.
Ella hubiera querido consolar al conde, borrar su amargura, convencerlo de que la conducta de su madre, por criticable que fuera, no debía envenenar su vida.
Se abrían tantas perspectivas ante él, había tanto que podía hacer: no debía ser frenado por una mujer que nunca había tomado en consideración a su hijo ni le había importado lo suficiente como para negarse a sí misma un placer sensual.
Cuando cosía la colcha que las doncellas habían colocado sobre su mesa de trabajo, Olinda descubrió que le resultaba imposible permanecer ajena a los problemas que había a su alrededor.
Las fantasías que con tantas frecuencias ocupaban su mente en el pasado se habían concentrado ahora en la verdadera historia del conde.
Lucy llegó a la hora del almuerzo para quitar el trabajo de Olinda de encima de su mesa. Mientras colocaba el mantel de lino blanco dijo:
-La señorita francesa se fue esta mañana.
-¿De veras? -preguntó Olinda sorprendida.
-El señor conde la llevó a la estación del ferrocarril, en Derby. Antes de marcharse, le dijo a la señora Kingston, que estaba ansiosa por volver a París. "De cualquier modo, señorita, espero que haya usted gozado de un buen descanso aquí". le dijo la señora Kingston con mucha cortesía. "Tendré mucho tiempo para descansar cuando esté en la tumba", le contestó ella "¡Este lugar parece una cripta y no entiendo cómo ustedes lo soportan!"
Lucy lanzó una carcajada.
-¿Qué le parece eso, señorita? La señora Kingston se sintió escandalizada y, cuando se lo contó al señor Burrows, él dijo: "Uno nunca sabe lo que son capaces de decir los extranjeros. No son como nosotros, y si usted me lo pregunta, me alegro de que así sea".
Olinda se echó a reír sin poder evitarlo, pues casi podía oír al viejo mayordomo emitiendo esa sentencia.
Al mismo tiempo, su corazón cantaba de alegría. !El conde no había vuelto de Francia con la señorita le Bronc!
Quizá eso significara que se proponía quedarse en la casa por un tiempo indefinido. Ella hubiera querido verlo y preguntarle que pensaba hacer.
Entonces pensó que era poco probable que él quisiera volver a hablar con ella.
"Ahora el conde tratará de evitarme", se dijo con un suspiro "como yo debo evitarlo a él".
La idea era deprimente y, a medida que el día transcurría y ella cosía la colcha de la cama de la duquesa, comprendió que deseaba con una intensidad casi física, volver a estar con el conde y hablar con él.
Esa noche, después de cenar, como estaba segura de cuáles eran los sentimientos del conde, comprendió que el único lugar al que no debía ir era al templo griego, en la isla.
Con aire resuelto, salió por la misma puerta que había usado la noche anterior; pero ahora caminó a través de los jardines que había en la parte posterior de la casa.
El sol aún brillaba con intensidad, aunque las sombras comenzaban a alargarse. Olinda sabía que el conde debía estar cenando.
Nadie podría verla. Se deslizó entre los rosedales, con un antiguo reloj de sol en el centro, para cruzar luego a través de los setos.
Los jardines, que ascendían suavemente por la ladera, estaban trazados de tal modo que constituían un continuo deleite y una constante sorpresa para toda persona que caminaba por ellos.
Encontró un pequeño laberinto y sintió el deseo pueril de explorarlo. Pero no lo hizo, pues temía perderse.
Una límpida cascada caía hacia un pequeño jardín acuático, en el que brillaban estanques salpicados por plantas exóticas, que Olinda supuso, fueron traídas de lugares lejanos.
Subió por un lado de la cascada, usando un tramo de escalones de piedra, y por fin salió de los jardines para dirigirse a un conjunto de arbustos donde abundaban los brillantes rododendros, que estallaban en una profusión de escarlatas, púrpuras y blanco.
El camino serpenteaba, siempre ascendiendo, hasta que por fin se encontró en lo alto de una colina, con Kelvedon allá abajo.
Observó la estatua de una diosa, esculpida en el mármol blanco y, se sentó a contemplar el valle.
Podía ver los jardines, la gran casa y, más allá del lago.
A través de las ramas de los árboles apenas podía adivinar el templo griego y se preguntó si el conde iría allí creyendo que ella lo estaría esperando.
Entonces empezó a reír de su propia presunción
¡El no tenía ningún interés en ella! Había sido sólo un rostro que hablaba en la oscuridad y, como estaba tan desesperado, sus palabras habían parecido importantes y él le había concedido una atención que jamás le habría otorgado en otras circunstancias.
¿Cómo podía esperar otra cosa cuando ella sólo era una empleada más en su casa?
El paisaje que se extendía frente a ella era muy hermoso. El sol comenzaba a ocultarse, llenando el cielo de colores, y sólo se escuchaba el sonido de los bosques cercanos. Nada alteraba la paz y el silencio del día moribundo.
Sólo se oía el aletear de los pájaros que volvían a sus nidos y el rumor de pequeños animales que se movían en la espesura.
Olinda se preguntó cuántas personas habrían subido a aquel lugar para encontrar la paz y para escapar, tal vez, de las dificultades y problemas que los esperaban en la mansión de abajo.
Kelvedon había sido construida para la felicidad, como le había dicho el conde la noche anterior.
Reflexionó sobre sus habitantes y pensó en cómo se destrozaban con la pasión y la violencia de sus emociones, cuando esto no era más que un simple desperdicio de tiempo.
Sólo tenían unos cuantos años para vivir y cuando ellos murieran, Kelvedon permanecería allí, fuerte e inconmovible.
Pensó en todos los Kelvedon que habían vivido en la casa y, de manera particular, en el conde actual. Le pareció que podía ver su rostro como si estuviera junto a ella, y que podía oír su voz con tanta claridad como cuando le habían hablado la noche anterior.
Entonces, de pronto, ¡sus sueños volvieron a convertirse en realidad!
-Yo sabía que la encontraría aquí –dijo una voz profunda.
El conde se sentó junto a ella.
Olinda no se estremeció. Sabía que era inevitable que apareciera, porque había estado pensando intensamente en él.
-¿Cómo supo que estaría … aquí? –preguntó.
-Estaba seguro de que su timidez le impediría ir al templo –contestó él-, y éste es el otro lugar a donde yo vengo para soñar y encontrar un poco de paz.
-Yo no sabía … eso.
-Tal vez no de forma consciente, pero sin duda alguna, inconsciente sí –dijo él-. Como puede ver, usted y yo no podemos evitarnos. Como había supuesto, usted está aquí.
Ella lo miró y le pareció más joven y más feliz de lo que esperaba.
Estaba vestido de etiqueta y se preguntó, cómo podía haber escapado tan pronto del comedor.
Entonces comprendío que había estado sentada bajo la estatua durante bastante tiempo, porque el sol se había hundido ya detrás del horizonte y el cielo comenzaba a oscurecer.
-¿No está lo bastante interesada como para querer un informe completo –preguntó el conde.
-¿Un informe? –repitió Olinda sorprendida.
-Acerca de cómo se ha cumplido sus órdenes.
Se estaba riendo de ella, pensó Olinda, pero no lo hacía de una forma cruel, ni desagradable. De hecho, percibió una intimidad en su tono de voz que la hizo sentir un poco tímida.
-Esperaba que estuviera interesada –continúo el.
-Estoy interesada en cualquier cosa que usted quiera decirme, pero pensé que tal vez hoy…
El conde sonrió y su rostro pareció transformarse.
-Sabía con exactitud lo que usted estaría pensando, pero está muy equivocada. No me arrepentí de haber confiado en usted. No me siento turbado por el hecho de que fuéramos tan francos el uno con el otro. ¡Sólo quería averiguar si usted estaba en lo cierto … y lo estaba!
Olinda lo miró asombrada.
“¿Cómo pudo saber él?”, se preguntó, “lo que ha rondado en mi mente durante todo el día?
Entonces, al darse cuenta de lo que él deseaba que dijera, preguntó:
-¿Me contará lo que ha estado haciendo?
-Después de que mi invitada se marchó para regresar a Francia … y usted me habría dicho , si hubiera sido lo bastante valerosa, que había cometido un error al traerla aquí … me dediqué a visitar mis granjas.
-¿Y se alegraron de verlo? –preguntó Olinda.
-¡Ciertamente, parecieron alegrarse mucho! Creo que yo no había comprendido antes que quienes viven en una finca muy grande sienten que son dueños del propietario, tanto como éste lo es de ellos.
-Usted es parte de su vida.
-Una parte importante –reconoció el conde-, pero no me había dado cuenta.
-¿Y ahora?
-Todos quieren que me quede aquí. Desean tener la posibilidad de explicarme lo que están haciendo, contarme sus hazañas, pedir mi ayuda cuando las cosas salen mal.
-¿Y eso le ha hecho sentirse feliz?
-Todo el mundo desea ser querido. Supongo que mi padre me habría dicho, si yo lo hubiera escuchado, hasta qué punto la vida de uno está entrelazada con la vida de la gente que trabaja la tierra de uno, que le entrega su vida a través del trabajo diario.
Olinda unió las manos.
-Me alegro … me alegro tanto … de que haya descubierto eso … por usted mismo.
-Debí haberlo sabido antes –observó el conde-. Ahora debo tratar de recuperar el tiempo perdido. Desperdicié dos años y, de algún modo. Tengo que reponerlos.
-Sé que podrá hacerlo –repondió Olinda con voz baja.
-¿Cómo lo sabe?
-Lo sé del … mismo modo que supe anoche lo que … debía … decirle que … hiciera.
El conde guardó silencio. Después dijo:
-Hábleme de usted.
-No hay nada qué decir –contestó Olinda-. Mi madre está enferma y necesito dinero para sus alimentos y medicinas. Tengo muy pocas habilidades, pero sé bordar.
-Yo pienso que usted tiene muchas habilidades. La percepción, la clarividencia, llámela usted como quiera … es una de ellas.
-Tal vez “instinto” sería una palabra más adecuada –sugirió Olinda con suavidad.
-Un instinto para saber lo que es correcto. ¿Podría un ser humano pedir más?
El conde la miró. Su cabello parecía muy claro contra la oscuridad de los árboles que los rodeaban.
-¿Sabe usted lo que representa esta diosa? –le preguntó.
-Es atenea, la diosa de la sabiduría –explicó el conde-, que sabía más cosas que todos los dioses y todos los hombres juntos, -¿No es la sabiduría uno de los elementos que usted consideraría imporante para el amor?
-Muy importante –asintió Olinda, pensando en Hortense de Mazarín.
-Y la sabiduría es algo que pocas mujeres poseen –continuó el conde-. Y, sin embargo, es lo que la mayoría de los hombres temen encontrar en una mujer bonita.
-¿Por qué?
-Ningún hombre quiere a una mujer que sea más inteligente que él.
-Creo que estamos hablando de dos cosas diferentes. Ser inteligente es una cosa … ser sabia es algo muy diferente.
-¡Tiene razón, por supuesto que tiene razón! –exclamó el conde-. ¿Cómo es que usted, Olinda, siempre puede colocar las cosas en su perspectiva correcta? ¡El instinto de la sabiduría! Si, eso es lo que un hombre necesita.
De pronto el conde se puso de pie.
-Venga –dijo-, la llevaré a casa. Cuando oscurece es difícil encontrar el camino de regreso a través del bosque.
Olinda se preguntó si estaba inventando una excusa para librarse de ella; pero cuando entraron en el cosque comprobó que, como él había dicho, era bastante difícil encontrar el camino, aun bajo la media luz del crepúsculo.
También había que bajar los escalones cercanos a la cascada y, cuando llegaron a los jardines, la luz del día casi había desaparecido y la oscuridad empezaba a envolver el lugar.
Caminaron en silencio a través de los prados. Sin embargo, sin tratar de explicárselo, Olinda sentía como si estuvieran hablando
No sabía qué decían; sólo sabía que estaba contenta, llena de una extraña alegría que no podía comprender y que parecía nacer del hecho de que el conde se encoantraba a su lado.
“Se debe a que está haciendo lo que le aconsejé”, pensó.
Pero supo que ésa no era la verdadera respuesta.
Llegaron hasta la puerta lateral de la que Olinda tenía la llave. El la tomó de su mano, la hizo girar en la cerradura, y sostuvo la puerta abierta para que ella entrara.
-Buenas noches, Olinda –dijo-, gracias.
Ella tomó la llave de su mano, y al hacerlo, sus dedos tocaron los de él. Sintió como si una corriente eléctrica hubiera sacudido su cuerpo.
Entonces levantó la vista interrogante hacia él, que inclinó la cabeza como si fuera a besar su mejilla.
-Gracias –comenzó a decir … pero sus labios encontraron los de ella.
Olinda volvió a estremecerse, y esta vez fue como si un rayo hubiera penetrado dentro de ella.
Los brazos del conde la rodearon y su boca a presionó la suya.
Por un momento fue una sensación cálida y excitante, que Olinda nunca había sentido, y comprendió que siempre había imaginado que un beso debía ser exactamente así.
Y, de pronto, se convirtió en un éxtasis, tan perfecto que estaba más allá de toda posibilidad de descripción.
Después ya no pudo pensar. El tiempo se quedó inmóvil …
No supo cómo se había movido, pero de súbito se encontró dentro de la casa.
La puerta se cerró tras ella y se dio cuenta de que estaba sola.

Olinda permaneció largo tiempo tendida boca abajo sobre la cama. No se había desvestido y no podía recordar cómo había subido la escalera para llegar a su habitación.
Todo su cuerpo vibraba al compás de una música extraña y apasionada.
No podía soportar la idea de volver a la tierra de enfrentarse a la realidad … para saber que la luz se había ido y que la gloria que había sentido había desaparecido con ella.
“¿Por qué no se había dado cuenta”, se preguntó, “de que el amor es así?”.
¿Por qué no había comprendido, desde el momento en que viera al conde, de pie junto a la ventana, que él era el hombre que podía provocar en ella el éxtasis sobre el cual había leído, ese éxtasis que hubiera querido buscar si hubiera tenido idea de dónde encontrarlo?
Este era el Santo Grial del que ella misma había hablado. Este era el amor verdadero, el amor que experimentaban el cuerpo, la mente y el alma.
Entonces, como si cayera desde una gran altura hacia un valle de oscuridad, se dijo que el conde debía sentir algo muy diferente.
Debía haber besado a centenares de mujeres y ella sólo había sido una más.
Se sentía emocionado por sus logros de ese día y agradecido con ella pñorque le había sugerido lo que debía hacer.
¡Eso era todo! No había hablado de amor. El no estaba enamorado de lla, ni había posibilidades de que lo estuviera nunca.
Ella no tenía nada qué ofrecerle al Conde de Kelvedon, que con seguridad era un soltero muy codiciado en el mundo de la alta sociedad y que desde muy joven debía haber sido perseguido por infinidad de mujeres debido a su título y a sus grandes posesiones.
El hecho de que estuviera abrumado por la infelicidad que le causaba la conducta de su madre no cambiaba nada. Socialmente era un magnífico partido, además de ser un hombre muy atractivo.
"¿Cómo pudo pensar, siquiera por un momento, que podría interesarse en mí?", se preguntó Olinda. "Aunque supiera quíen soy, eso no haría ninguna diferencia. ¡No tengo nada qué ofrecerle, nada en lo absoluto!
Ante ese pensamiento, los últimos vestigios del éxtasis que la había conducido a un paraíso muy suyo se fueron alejando hasta dejarla hundida en un infierno también muy personal.
"Si no me hubiera sentido así, ahora no sufriría tanto por lo que estoy perdiendo", pensó.
Entonces supo que la vida nunca volvería a ser la misma para ella.
Tal vez dramatizaba, quizá exageraba lo que había sucedido. Sin embargo, comprendió que después de haber tocado la gloria, aun por un breve segundo, jamás podría aceptar un sustituto.
"Siempre supe que tenía que ser así", se dijo.
Sin embargo, también sabía que al permitir que el conde la besara, había destruido cualquier posible oportunidad de ser feliz.
"Pero, ¿cómo podía saber? ¿Cómo hubiera podido adivinar que él inatentaba besarla?", se preguntó desolada.
Imaginó que él pensaría en ella como Felix Hanson lo había hecho ... como una mujer sin principios, dispuesta a coquetear con cualquier hombre que le prestara atención.
Quiza hasta pensaría, que ella estaba dispuesta a dejar que el coqueteo fuera más allá, hasta convertirse en una relación ilícita.
Ese pensamiento la escandalizó.
"No era posible que él pensara eso ¿Cómo podría hacerlo?"
Sin embargo, sabía que era posible.
Las muchachas que habían sido bien educadas, como lo había sido ella, no permitirían que un hombre al que sólo habían visto en dos o tres ocasiones las besara con pasión.
Ella no había forcejado, no había protestado. Se había rendido a un éxtasis que había acabado hasta con su capacidad de pensar.
"¿Un beso será así siempre?", se preguntó y de inmediato supo la respuesta.
Si Felix Hanson la hubiera besado, habría sido muy diferente. Se hubiera sentido disgustada, asqueada y ofendida.
Sólo el conde podía despertar en ella sensaciones que hasta entonces había ignorado que existían.
"¿Cómo puedo dejar que lo hiciera? ¿Por qué no anticipé lo que podía suceder?"
Se repitió la misma pregunta una y otra vez. Entonces, como no había respuesta, casi contra su voluntad y debido a que no podía evitarlo, se permitió revivir el éxtasis y la inexplicable maravilla de los labios del conde.
"He hablado del amor y he pensado en él", se dijo. "Pero en realidad no sabía lo que era. ¡Ahora puedo comprender por qué los reyes han renunciado a sus tronos, por qué los hombres han iniciado guerras y por qué otros han muerto mil muertes para demostrar su amor!".
Contivo la respiración.
"Es más grande y más brumador de lo que un ser humano puede concebir. ¡En verdad que es parte del Universo!".
Entonces, como pensó que nunca volvería a encontrarlo y que lo que significaba todo para ella se había perdido para siempre, comenzó a llorar.
Lágrimas de autocompasión descendieron por sus mejillas y comprendió que toda sensatez del mundo no sería capaz de detenerlas.