10 jun 2009

Capítulo 6, Bordadora de ensueños

Felix Hanson bajó la escalera silbando.
Se sentía de excepcional buen humor porque había logrado derrotar al profesional que había llegado de Derby para jugar tennis con él.
Era la primera vez que lo lograba, después de muchas extenuantes batallas.
También se sentía feliz porque sabía que el lunes por la mañana depositaría el cheque de la condesa, de ocho mil libras esterlinas, en su propia cuenta bancaria. Entonces comenzaría a planear la forma de volver a Londres.
Había pasado la mayor parte de la noche haciendo cálculos y pensando que, una vez liquidadas todas sus cuentas pendientes, quedaría en una posición económica relativamente tranquila.
Después de pagar sus deudas le sobraría poco más de dos mil libras. Por otra parte, tenía un cierto número de regalos costosos que la condesa le había hecho.
Mancuernillas, fistoles, un reloj y una cadena de oro, un anillo de sello y varias otras piezas de joyería podían convertirse en dinero efectivo si surgía la necesidad.
Tenía también tres caballos de carrera, registrados a su nombre y aunque deseaba venderlos, temía que sería dificil puesto que se encontraban en las caballerizas de Kelvedon.
Se daba perfecta cuenta de lo amargada y vengativa que se mostraría Rosalie Kelvedon cuando descrubiera que él se proponía abandonarla y que ya no estaba interesado en ella como mujer.
Sin embargo, pensó Felix, no podía hacer nada contra él.
Trataría de impedirle que reclamara sus caballos, su automóvil y algunos regalos sobre los cuales pudiera disputarle la propiedad.
Al mismo tiempo, sus perspectivas para el futuro parecían bastante buenas y cuando llegó al vestíbulo y miró el gran reloj que estaba apoyado conatra un muro se percató que se había vestido muy temprano y de que aún faltaban veinte minutos para la cena.
Al dirigirse hacia la biblioteca vio que el lacayo que estaba de servicio era Henry, un joven que tenía obsesión por los automóviles que habái sido útil en varias ocasiones
-Buenas noches, Henry -lo saludó.
-Buenas noches, señor -contestó el lacayo con aire respetuoso.
-¿Ya bajó la señor condesa?
-No señor. Tengo tnendido que milady sufría de jaqueca y ha estado descansando. Pero el señor Burrows piensa que bajará a cenar.
Felix Handon sonrió para sí.
"Esta noche tendré el campo libre", pensó "Rosalie se irá a la cama temprano y yo tendré oportunidad de ver a esa chica de los ojos grises".
-Hay algo que quiero que hagas por mí, Henry -dijo con voz baja-. Si te doy una nota, ¿podrías deslizarla debajo de la puerta de la señorita Selwyn como hiciste con la otra que te di?
-Claro que sí, señor.
-Entonces, la tendré lista en un par de minutos.
Fue a la biblioteca a toda prisa y se sentó ante el escritorio.
Tomó un pedazo de papel de escribir y lo colocó sobre el secante.
Escribió entonces:
!Tengo que verte y es muy urgente! Iré a tu salita alrededor de las diez. Deja la puerta sin llave.
Dobló la hoja de papel, se dirigió a la puerta de la biblioteca y le hizo una señor a Henry, que esperba en el vestíbulo.
Le entregó la nota y, silbando con suavidad, cruzó la habitación para quedarse mirando hacia el jardín.
No tenía intenciones de abandonar Kelvedon sin antes haber vesado a la linda bordadora. Se había prometido ese placer y no tenía intenciones de renunciar a él.
La puerta de la biblioteca se abrió de pronto y, al volverse, se encontró frente a la condesa. Una sola mirada a su rostro bastó para que advirtiera que estaba sufriendo uno de sus accesos de furia.
La condesa avanzó hacia el centro de la habitación y dijo con voz baja y amenazadora:
-¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves a cortejar a una mujer a espaldas mías y en mi propia casa!
Felix Hanson caminó con lentitud hacia ella.
-No tengo idea de lo que estás diciendo, Rosalie.
-Sabes perfectamente a queé me refiero -replicó la condesa-, y no te molestes en mentir. Acabo de quitarle esto al lacayo que lo llevaba arriba.
La condesa extendió la nota que él acababa de escribir .
En tanto que Felix Hanson miraba la nota, preguntándose qué podría argumentar, la conesa continuó diciendo:
-El lacayo será despedido ahora mismo, igual que tú, ¡Sal de mi casa! ¡No quiero volver a verte nunca!
-Vamos, Rosalie -dijo Felix Hanson en tono consolador-, ¡esto es ridículo!.
-Te lo advertí la última vez -respondió la condes levantando la voz-. Te advertí entonces que no permitiría sus infidelidades, ni que sedujeras a otras mujeres en tanto me pertenecieras a mí. Tú has elegido. ¡Ahora, puedes largarte!

-Te estás comportando de forma absurda -exclamó Felix Hanson-. Sabes que te amo. En realidad, deseaba hablar con esa chica para pedirle que me hiciera algo que quería regalarte para tu cumpleaños.
-¡Mientes!¡Mientes! -gritó la condesa-. Fui una tonta la haber creído en ti ... al pensar que me querías, cuando lo único que te interesaba era mi dinero y todo lo que pudieras sacarme.
Se detuvo para cobrar aliento y sus ojos verdes relampagueaban cuando continuó diciendo:
-¡El dinero era lo único que querías ... y ahora vas a llevarte una ran desilusión, al menos en ese sentido ! Ordenaré al banco que no pague el cheque que te dí. No podrás presentarlo hasta el lunes y puedo asegurarte que desde este momento no vale ni el papel en que está escrito.
Esperó, como él no dijo nada, continuó:
Cudndo te vayas, deja aquí todos los regalos que te he dado ... de otra manera, te acusaré de robo!
-¡Te equivocas en pensar así! -protestó Felix Hanson débilmente-. Déjame explicarte.-
-No hay nada que puedas decir que amí me interese escuchar -exclamó la condesa templando de furia-. Te he escuchado demasiado tiempo. Me has engañado una y otra vez, !pero fui tan tonta que no me había dado cuenta de ello! ¡Ahora, sal de mi casa antes e que te haga arrojar de ella!
Cruzó la habitación, abrió la puerta de la biblioteca y se volvió para decir:
-¡No quiero saber más de ti, ni quiero volver a verte nunca ... jamás! ¿Está claro?
Su voz pareció retumbar contra las paredes. Caminó hacia el vestígulo y de allí se dirigió al salon, con el cuerpo aún temblado de furia.
Apenas había llegado al a puerta cuando, en dirección opuesta, procedente de un ancho pasillo, apareció el conde. Se mová con tanta rapidez que parecía ir casi corriendo.
-¡Mamá! -exclamó-. ¡Quiero hablar contigo!
-¿De qué? -contestó la condesa.
Ella entró en el salón e hizo un esfuerzo por recobrar la calma. Estaba decidida a que, por el momento al menos, su hijo no se percatara de lo que había perturbado tanto.
Sabía que al conde le daría un gran placer enterarse de que había terminado con Felix Hanson, y en esos momentos no sería deseos de brindarle placer a nadie. ¡Detestaba a todos los hombres, incluyendo a su propio hijo!
El conde la siguió hasta el salón para decir furioso:
-¿Qué diablos has estado haciendo con la capilla?
-¿La capilla? -repitió la condesa sin comprender.
En ese momento no podía recordar nada que se refiriera al lugar mencionado por el conde.
-Sí, la capilla -continuó éste-. ¡Ese ejemplo perfecto de la arquitectura del siglo XVII que casi no ha sido tocado desde que se concluyo su construcción, en 1680! ¡Y digo "casi" ... porque sólo Dios sabe qué le has hecho tú ahora!
-Oh, por supuesto, ya recuerdo -contestó la condesa-. Felix quería usarla como gimnasio. Tenía mucha luz y la forma exacta que él necesitaba, pero me aseguró que el equipo no dañaría los murales.
-¿No sientes respeto ... ni reverencia por nada? -preguntó el conde, y ella notó lo furioso que estaba su hijo.
-Después de todo, la capilla no se usaba nunca -contestó a la defensiva
-¿Y quién tiene la culpa de eso? Se usaba cuando mi padre vivía, y mi abuelo y mis ancestros antes que él. ¡Pero la Casa de Dios nunca fue construida para que sirviera de gimnasio a un gigoló mantenido por ti!
La condesa no contestó y después de un momento el conde continuó:
-¿Realmente te importa tan poco Kelvedon? ¿Tan poco que has sido capaz de arruinar una de las partes más hermosas de la casa?
La amargura hacía vibrar todo su cuerpo. Sus Palabras parecieron destruir el último vestigio del autocontrol de su madre.
Kelvedon! ¡Kelvedon! ¡Siempre Kelvedon! -gritó ella-. ¡Nada cuenta para ti, como tampoco para tu padre, ni para nadie más excepto esta casa! ¡Este monstruoso museo lleno de recuerdos de gente muerta!
Se detuvo, y como había sido tan lastimada por la traición de Felix Hanson, decidió lastimar a su hijo.
-¡Ya he tenido suficiente de Kelvedon! -rugió-. Te diré lo que voy hacer ... ¡Voy a cerrar esta casa! Voy a despedir a todos esos sirvientes decrépitos que insistes en conservar. Me iré a vivir a Londres o al extranjero ... ¡y gastaré hasta el último penique de tu dinero en divertirme!
Irgiendo la cabeza con altivez, la condesa caminó hacia la puerta.
-¡Pueden comenzar a clausurar las ventanas desde mañana!
-¡Mamá, no puedes hablar en serio! -exclamó el conde.
-¡Claro que hablo en serio! -contestó la condesa- Haré exactamente lo que he dicho.
Cruzó el vestíbulo y comenzó a subir la escalera.
El conde la siguió.
-Mamá, discutamos esto con sensatez.
La condesa no contestó, sino que continuó subiendo por la escalera.
-¡Mamá! -exclamó el con en tono suplicante.
Ella volvió la cabeza para mirar por encima de los barrotes del barandal.
-Voy a hacer lo que he dicho, al pie de la letra -contestó-. Cerraré la casa y despediré a toda la servidumbre. ¡Si quieres mantenerla abierta, puedes, desde luego, vender los cuadros ... irlos bajando de los muros, uno a uno!
En su voz había una nota inconfundible de venganza.
Por un momento el conde la miró con furia. Entonces, con voz que temblaba de rabia, dijo:
-¡Primero te veré muerta!
Por unos segundos, ni su madre ni el hijo se movieron.
Entonces, con risa insolente, la condesa continuó subiendo y el conde, con un juramento ahogado, salió por la puerta del frente y bajó la escalinata.
El viejo Burrows, que acababa de entrar en el vestíbulo para anunciar la cena, la siguió con la mirada. La consternación se dibujaba en su rostro.
-Hubo una pelea terrible, señorita -dijo cuando entró con el primer platillo de la cena y depositó la bandeja en una mesita lateral
-¿Una pelea? -se apresuró a preguntar Olinda.
-Por usted, señorita, según tengo entendido.
Los ojos de Olinda se abrieron, llenos de temor, y preguntó:
-¿Dijiste que fue ... por mí ... Lucy?
-Sí, de veras, señorita. El señor Hanson le dio a Henry una nota para que la deslizara debajo de su puerta, como le había dicho que lo hiciera la noche que usted llegó.
Olinda contuvo el aliento.
Así que no había sido Feliz Hanson quien llegara hasta su puerta cerrada, como ella había pensado, sino uno de los lacayos.
Le pareció aún más degradante que involucrara a los sirvientes en sus intrigas.
-El señor Hanson le escribió otra nota esta noche -continuó Lucy-, y le pidió a Henry que se la trajera. ¡Pero Henry es tan tonto ... el pobre! Supongo que no llevaba aquí el tiempo suficiente como para hacer su trabajo.
-¿Qué sucedió? -preguntó Olinda con voz débil.
-Subió por la escalera principal ... ¿se imagina tal impertinencia, señorita? Si el señor Burrows lo hubiera sorprendido se hubiera encontrado en dificultades, pero resulta que se encontró con la señor condesa.
-¿Con ... la señora condesa? -repitió Olinda.
-Sí, señorita. Le quitó la nota y, cuando la leyó, se puso blanca como el papel, según dice Henry.
Olinda sintió que se quedaba petrificada.
Esto significaba, pensó que sería despedida en el acto. Y comprendió que ya no era sólo el dinero que no podría ganar para su madre lo que le importaba, sino también que tendría que dejar al conde.
-¿Qué ... sucedió? -preguntó.
-La señora entró en la biblioteca buscando al señor Hanson. ¿Y puede usted creerlo, señorita? ¡Le dijo que se fuera de la casa y que no quería verlo nunca más!
-¿Y cómo sabes eso?
-Bueno, Henry estaba tratando de escuchar lo que decían y lo hizo cuando la condesa abrió la puerta y le gritó al señor Hanson con toda claridad, como para que todos la oyeran, que no quería volver a saber de él, ni volver a verlo en su vida.
-¿Cómo se atrevió ... a escribirme? -preguntó Olinda entre dientes.
-Eso no es todo, señorita.
-¿Qué más? -preguntó Olinda, pensando que nada peor podía suceder.

-La señora condesa entraba en el salón, cuando el señor conde venía de la capilla hecho una furia.
-¿La capilla? -exclamó Olinda.
-Sí, señorita. Había llevado allí al señor Lanceworth como a las seis de la tarde y sus gritos de furia podían escucharse desde cualquier corredor de la planta baja.
-¿Por qué? ¿Qué sucedió en la capilla? -preguntó Olinda.
-El señor Handon la convirtió en gimnasio y a su señoría eso no le gustó.
-No me sorprende.
-De cualquier modo -continuó Lucy con visible deleite-, fue directamente a hablar con la condesa. Por cierto, ya estaba retrasado para la cena, pues ni siquiera se había cambiado.
Olinda no hizo ningún comentario y Lucy continuó diciendo:
-Comenzaron a gritarse uno al otro en el salón. Entonces la señora condesa dijo que iba a cerrar la casa y a despedir a todo el personal. El señor conde trató de suplicarle, pero ella le dijo que si quería que la casa siguiera funcionando tendría que vender los cuadros, uno por uno.
Lucy se detuvo con expresión dramática, antes de añadir:
-Y entonces el señor conde dijo: "¡Primero te veré muerta!"
Olinda se levantó de la mesa y cruzó la habitación en dirección de la ventana.
Le pareciá imposible creer que lo que Lucy decía hubiera pasadado. ¿Cómo era posible que la condesa hubiese tomado una decisión tan terrible?
¿Y cómo podía hacerlo en ese momento, cuando el conde había decidido quedarse en casa y ocupar el lugar que le correspondía en el condado?
-Se le enfría la cena, señorita -dijo Lucy detrás de ella.
-No deseo comer nada, gracias, Lucy.
-Oh, señorita, el cocinero se va a sentir desesperado! -exclamó Lucy-. El señor conde salió de la casa y no creo que vuelva a cenar. La señora condesa está encerrada con llave en su dormitorio y ni siquiera deja entrar a la señorita Heyman, su doncella.
Lucy levantó el plato para llevarlo de regreso a la mesita lateral.
-Eso significa que el señor Hanson está solo en el comedor -añadio-. Y apuesto que está echando pestes contra sí mismo.
¡Todo lo que ha sucedido es culpa suya!
"Sí, todo es culpa de Felix Hanson", pensó Olinda.
¿Cómo se había atrevido a escribirle una nota que la condesa podía interceptar?
No tenía idea de lo que decía, pero era fácil suponer que pretendía arreglar una nueva cita con ella, como lo había hecho antes.
"Todo es culpa suya", repitió, y pensó en el conde.
Sabía con exactitud adónde había ido, dónde estaría tratando de encontrar un poco de paz, para calmar su desesperación.
Comprendía el golpe terrible que debía haber sido para él lo que había dicho su madre.
¡El que la condesa cerrara Kelvedon heriría mortalmente a su hijo! Aunque él se había exiliado de su hogar por su propia voluntad, había pensado en él, soñado con él, lo había imaginado como había sido siempre.
-¿Está usted segura de que no desea que le traiga nada más, señorita? -preguntó Lucy- Hay un rico platillo a base de gallita de guinea. Le gustaría mucho ... ¡sé que le gustaría!
-Lo siento, Lucy. Pero estoy muy alterada por lo que acabas de comentarme y preferiría quedarme sola.
-Lo entiendo, señorita. ¡Todos estamos alterados, a decir verdad!

Lucy se detuvo para decir:

-Supongo que no tendré problemas para conseguir otro trabajo; pero el señor Burrows decía hace poco que es demasiado viejo y el señor Higson, el valor del señor conde, estaba feliz de no retirarse ... tan feliz que hasta parecía rejuvenecido. Supongo que esto será terrible para él.
Olinda no contestó y Lucy salió de la habitación.
Por algunos minutos se quedó sentada, mirando a través de la ventana, aunque en realidad no veía nada. Entonces supo lo que tenía que hacer.
Abrió la puerta de su salita y, como esperaba, encontró que el pasillo estaba vacío.
Lucy debía haber bajado ya y ella podía imaginar, con toda claridad, al consternación del personal al enterarse de la noticia.
Bajó por la escalera de servicio y salió por la puerta que daba al jardín.
Pegada a los arbustos, para que si alguien se asomaba a una ventana no pudiera verla, cruzó los setos, el jardín rodeando de muros y el huerto. Entonces se dirigió hacia el lago.
La blancura del templo griego resplandecía bajo la luz del sol poniente.
Era más temprano que cuando había estado allí antes, y el puente chino parecía aún más hermoso que la penumbra el crepúsculo.
A la luz del sol podía ver los dorados botones de las flores silvestres que crecían en las márgenes del lago; los cisnes, como gráciles galeones, reflejados en su tersa superficie, y una enredadera de rosas rojas que trepaba por la balustrada.
Tal como esperaba, el conde se encontraba allí.
Estaba sentado en el banco, inclinado hacia adelante, con la cabeza entre las manos.
Se quedó mirándolo y él supo, sin necesidad de levantar la vista, que ella estaba allí.
-¡He fracasado, Olinda! -le dijo.
Al escuchar el sonido de su voz, ella fue a sentarse a su lado,
-¡No! ¡No! -insistió Olinda-. Lo que ha sucedido no es su culpa ... no se haga reproches.
-No debí haberme enfurecido con ella -dijo él-, pero me resultó insoportable descubrir que la capilla había sido convertida en un gimnasio ... el lugar donde mi padre fue tendido cuando estaba muerto, donde yo fui bautizado, un recinto que ha sido parte de mi vida y de la de mis ancestros a través de los siglos ...
-Comprendo muy bien -murmuró Olinda .
-¡Estaba indignado, muy indignado! -dijo el conde, casi como si fuera un niño confesándole un pecado a una persona mayor.
-Su madre acababa de alterarse mucho por lago que sucedió antes que usted hablara con ella -le informó Olinda-. Tal vez cambie de opinión.
El conde aspiró una bocanada de aire, se incorporó y se apoyó en el respaldo del asiento.
No miró a Olinda. Dirigió la vista hacia el lago y hacia la gran casa, en la distancia.
-¿Por qué piensa que hará tal cosa?
-Su madre acababa de ordenarle al señor Hanson que se fuera -explicó Olinda con voz baja.
-¿Que se fuera? -exclamó el conde, y su voz sono como un disparo de pistola-. ¿Cómo lo sabe? ¿Y por qué haría una cosa así?
-Porque el señor Hanson me escribió una nota que la madre de usted interceptó -contestó Olinda con voz muy baja.
El conde se volvió a mirarla con una expresión de total incredulidad en el rostro.
-¿Cómo que le escribió una nota a usted?
-Es la segunda vez que lo hace -explicó Olinda-. Otra nota fue deslizada debajo de mi puerta la primera noche que llegué. En ella decía que esperaba verme en la biblioteca a las doce.
-¿Qué hizo usted con ella?
-¡La rompí en mil pedazos! ¡Pero ... tenía ... mucho ... miedo!
El conde apretó los labios. Luego dijo:
-Sólo se porque sé que la escandalizaría no expreso lo quepienso de ese inmundo villano.
-Creo que es un hombre que se cree irresistible para las mujeres y supuso que nadie en mi posición podía rehursarse hacer lo que él quería -murmuró Olinda.
-Nada de lo que pueda decir sobre él podría hacerme oiarlo más de lo que ya lo odio -repuso el conde.
-La señor condesa le quitó la nota al lacayo que me la llevaba y la leyó. Después, según parece, le dijo al señor Hanson que había terminado con él.

El conde no dijo nada. Y, después de un momento, Olinda continuó diciendo:

-¿No comprende? Su madre había sido profundamente lastimada, así que decidió desquitarse con usted. Creo que mañana, cuando el señor Hanson se haya ido, logrará hacerla cambiar de opinión.

-Lo dudo. Aunque ella se libre de él para siempre, habrá otros hombres. ¡Siempre ha habido otros hombres! ¡Y creo que ella odia Keveldon!

-Eso es comrensible, en cierta forma. Keveldon significa tanto para usted, y su pongo que también significó tanto para su padre,

-¿Es que toda mujer va a estar celosa de ella? -preguntó el conde.

-No lo creo, a menos que quieran que usted les dedique toda su atención a ellas -repuso Olinda-. Pero su madre es tan hermosa que pi9enso que una rival debe resultarle insoportable.

-Comprendo. Pero sin importar lo que usted tratara de decirme para sonsolarme, Olinda, creo que mi madre y yo debemos separarnos. Estoy seguro de que ella se irá a Londres, llevándonos todo el dinero.

Se quedó en silencio. Después prosiguió con un profundo dolor reflejado en la voz:

-¿Cómo puedo fallarle a la gente que confía en mí ... cómo puedo dejar que sufra? Burrows, que es demasiado viejo para encontrar otro empleo; Higson, a quien conservé a pesar de que ya ha pasado la edad del retiro; la señor Kingston, que nunca conoció otro hogar y que ama Keveldon tanto como yo...

-Lo sé -asintió Olinda con suavidad-, y es por eso que debe usted contrar una solución.

-¡Una solución! -exclamó el conde asombrado-. ¿Y dónde cree usted que puede encontrarla?

-Debe pensar en una solución -insistió Olinda-. ¡Tiene que hacerlo!

La sinsistencia de la voz de Olinda hizo que él la mirara sorprendiendo. Entonces dijo en tono diferente:

-¡Tiene razón! ¡Eso es lo que debemos hacer!

-¿No tiene dinero propio? -pregutó Olinda.

-Unas siete mil libras al año -contestó él-. Lo suficiente para vivir con comodidad como soltero, ya sea viejando por el extranjero o viviendo en la casa familiar de Londres. Pero ésta, como todo lo demás, es controlada por mi madre.

Y añadio con amargura:

-Aun en el caso de que cuidara mucho los gastos, mis ingresos anuales apenas alanzarían para cubrir lo que necesita para sostener Kelvedon por un mes.

-Tiene que ahorrar -siguió Olinda-. ¿No hay que pueda vender?

-No pienso aceptar la sugerencia de mi madre de vender los cuadros de la casa -replicó el conde con voz dura-. Nunca pensé que me pertenecieran en mí. Le pertenecen a mi hijo y a los Kelvedon que vengan después de él. Lo mismo puede decirse de la finca. Cada acre es una preciosa herencia que pertenece a las futuras generaciones.

-¿Y no hay nada más? -preguntó Olinda.

-Sí. Un coto de caza en Leicestershire, con unos cuantos centenares de acres, y las caballerizas, llenas de caballos de carreta, en Newmarket -contestó el conde-. Supongo que podría deshacerme de ellos. Me ayudarían a sostener Kelvedon por algún tiempo. Pero, enfretemos la realidad, Olinda: mi madre no es una anciana. Puede vivir veinte o treinta años más.

-Pero no logro creer que puede no pueda hacrla entrar en razón, tarde o temprano.

Ambos sabían lo que estaban pensado sin necesidad de expresarlo con palabra.

Cuando la belleza de la condesa se esfumara por completo, tal vez se alegrara de tener un hijo en el cual apoyarse. Quizá entonces recnocería que él era el único hombre que le quedaba en la vida.

Hablaron y discutieron sobre las diferentes forma y recursos de salvaguardar Kelvedon, hasta que el sol se hundió en el horizonte y el crepúsculo dio paso a la noche.

Una vez más las estellas brillaban sobre sus cabezas y la luz de la luna acariciaba las cúpulas de la casa y la parte superior del templo griego.

La luz era más fuerte que la noche anterior y Olinda podía ver el rostro del conde con toda claridad.

El le habló con absoluta franqueza, pidiéndole consejo, escuchando lo que ella tenía que decir y, poco a poco, a medida que transcurieron las horas, comenzó a mostrarse más confiado, más seguro de sí mismo.

-¡Usted puede hacerlo! Yo sé que puede hacerlo! -lo animó ella-. Será difícil. Pero debe explicarle la situación a todos: al personal, a los granjeros, a cuantos viven en la propiedad, y pedirles que trabajen con usted para salir adelante.

-¿Cree que aceptarán?

-Sé que lo harán. Lo quieren mucho y confían en usted.

El aspiró una profunda bocanada de aire y Olinda supo que había logrado vencer su desesperación. Había una luz de batalla en sus ojos que no había visto antes.

-¡Este es un reto para usted! -le dijo con suavidad-. Si lo acepta, sé que vencerá todas las dificultades, todos lo problemas ... ¡y, al fin, triunfará!

Hablaba con entusiasmo y por primera vez en varias horas él se volvió a mirarla. Vio la luz de la luna reflejada en sus ojos y en su cabello.

-¿Por qué confía usted en mí? -le preguntó.

-No lo sé, pero confió -contestó ella con sencillez.

-¿Con todo su corazón?

-Con todo mi corazón -respondió Olinda, y sabía que era verdad.

Había estado tan concentrada pensado en él que ni por un momento, desde que cruzara el lago, había pensado en ella misma.

Durante todo el día se había sentido abrumada por las dudas y la desesperanza, deprimida por lo que había sucedido la noche anterior.

Pero ahora, sólo podía pensar en que había logrado producir una enorme diferencia en la actitud de él, en que había conseguido aliviar su desventura y le había hecho tener confrianza en sí mismo.

Por primera vez, se sintió llena de timidez.

-Debe ser muy ... tarde -dijo-. Debo ... volver.

Se levantó, y el conde también se puso de pie.

Permanecieron mirándose. Entonces el conde dijo con voz baja:

-¿Va a ayudarme, Olinda? No podría hacerlo sin usted.

-¿Está ... seguro que desea ... mi ayuda?

Él sanrió.

-Más seguro de lo que he estado nunca en mi vida.

-Entonces haré ... lo que usted ... desee.

La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia su pecho. Olinda se estremeció.

No la besó. Se limitó a oprimirla con fuerza y a apoyar su mejilla contra la de ella.

-Aún no puedo creer que seas real -dijo, tuteándola por primera vez-. Tú eres mi sueño, el sueño que siempre he soñado aquí, junto al templo. Y eso es lo que quiero que seas, porque es lo único que me mantendrá cuerdo, que me dará fuerzas para seguir luchando.

Olinda no conatestó.

Nunca había imgainado que podría ser tan feliz por el simple hecho de estar centa de él, de sentir su rostro contra el suyo, y saber que la necesitaba.

Entonces la soltó:

-Ve a casa, mi cielo -dijo él-. Te sentirán muy cansada mañana. Pensé mucho en ti, trabajando atan duro durante todo el día.

-¿Qué vas hacer tú? -preguntó Olinda.

-Me quedaré sentado aquí un rato más -contestó él, pensando no sólo en Kelvedon, sino también en ti. Después daré un paseo. Tal vez suba por el bosque hasta donde está la diosa de la sabiduría. Siento que tú y yo, Olinda, vamos a necesitar su ayuda en lo que nos espera.

-Ella ha cuidado Kelvedon durante todos estos años -observió Olinda-. Estoy segura de que no te fallará ahora.

-Tú siempre dices lo correcto.

El conde tomó la mano de Olinda y se la llevó a los labios.

-Gracias, mi amor -dijo-. Estas no son las palabras adecuadas, pero entre nosotros no hay necesidad de ellas.

-Buenas noches -respondió Olinda con suavidad.

Se dio vuelta y se alejó sin mirar atrás. Cruzó el puente y encontró el camino que conducía de regreso a casa.

Se sentía en paz con ella misma y sabía que había dejado ese mismo sentimiento de paz en el conde.

Era como si ambos hubieran sostenido una tremenda batalla, uno al lado del otro ... una batalla en la que habían intervenido no sólo sus corazones sino también sus mentes y sus almas. Y había ganado ...

Aunque en el futuro los esperaban muchas otras, ésta era, pensó Olinda, la más importante.

Había llegado a los prados situados frente a la casa y se volvió para buscar la protección de los arbustos. Quería llegar a la puerta del jardín sin ser vista.

Levantó la vista hacia el gran edificio, que a la luz de la luna parecía un palacio de cuento de hadas, y supo que bian valía la pena luchar por él.

Entonces se quedó rígida, invadida por una repentida sorpresa.


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