20 jun 2009

Capítulo 6 (segunda parte), Bordadora de ensueños

Cuando Olinda terminó de desayunar, Lucy despejó la mesa para colocar sobre ella la colcha de la cama de la duquesa.
La doncella parecía cansada y con pocas ganas de charlar.
Olinda pensó que sin duda se había desvelado hablando con los otros sirvientes y tal vez no había podido conciliar el sueño, aun después de acostarse.
También ella había dormido muy poco.
Aunque actuaba con naturalidad, a pesar de que sacó sus sedas para colocarlas sobre la cama y continuar trabajando en la colcha, sentía que una parte de ella estaba muy tensa.
Estaba esperando el momento en que le dirían que quedaba despedida y que subiera a preparar su equipaje.
Y era muy poco probable que la condesa la dejara ir libre de culpa. Ella no creería, ni por un momento, que Olinda no había alentado las atenciones de Felix Hanson.
Se preguntó si éste ya se habría ido de la casa. Pero no se atrevía a preguntarle a Lucy, que esa mañana no parecía tener nada qué contar.
Eran las ocho y media cuando Olinda comenzó a trabajar. Estuvo preparando las delicadas florecitas de la colcha durante casi una hora, cuando oyó ruido de voces en el corredor.
Hablaban muy alto, en un tono desacostumbrado. De pronto la puerta se abrió con violencia y Lucy entró corriendo.
-¡Oh, señorita!¡Señorita! -gritó. Y la expresión de su rostro hizo que Olinda la mirara asombrada.
-¿Qué sucede, Lucy?
-¡La señora condesa, señorita! ¡Oh, señorita, es horrible!
-¿De que hablas, Lucy?
-¡La señorta condesa está muerta, señorita! ¡Dicen que el señor conde la mató!
Por un momento Olinda no pudo moverse. Entonces dijo con voz aguda:
-¡Eso es ridículo! ¿Quién ha estado diciendo tales cosas?
-Todos, señorita. Cuando la señorita Heyman fue a despertar a milady, hace unos minutos, la encontró ... muerta ... ¡tirada en el piso! ¡Debe haber estado allí toda la noche!¡Y acusan el señor conde!
-¿Cómo pueden hacerlo?
-Es que él mismo lo dijo ... el señor conde dijo: "¡Primero te veré muerta!" Todos lo oyeron ... ¡el señor Burrows, Henry, James! Lo oyeron decir eso, señorita.
-¡Pero él jamás haría tal cosa! -prontestó Olinda enfadada.
-Han enviado por el alguacil, señorita. No le tomará mucho tiempo llegar desde Derby. Y el señor Hanson está en un estado terrible. ¡Henry dice que se le están escapando las lágrimas!
"¡Eso no me lo creo!", pensó Olinda. Pero no hizo ningún comentario con voz alta.
Lucy desapareció y Olinda paseó de un lado a otro de la salita.
Sentía que debía hacer algo, pero no sabía qué.
No podía acercarse al conde en medio de una crisis así. Sin embargo, le parecía imposible que alguien pudiera sospechar, sin importar lo que hubiera dicho en el calor de una discusión, que fuera un hombre capaz de matar a su propia madre.
En una época la había adora; la había amado de forma tan profunda que aún le dolía que ella no hubiera correspondido a su ideal y que hubiera traicionado a su padre.
Y a pesar de su amargura y de su aparente odio, Olinda sabía que el conde aún amaba a su madre.
}Pro eso le dolía tanto que lse rebajara relacionándose con un hombre cmo Felix Hanson.
"Pronto se darán cuenta de su error", de dijo, tratando de tranquilizarse.
Sin embargo, sabía demasiado bien que las palabras dichas por el conde serian repetridas, y tal vez exageradas, por quienes lo habían oído.
Una hora más tarde, cuando se preguntaba con desesperación qué estaría pasando y cómo lograría saberlo, la señora Kingston abrió la puerta.
Olinda notó que había estado llorando. Tenía los ojos rojos e hinchados. Con voz baja, que revelaba el esfuerzo que estaba haciendo por controlarse, le informó:
-El alguacil está aquí, señorita Selwyn, y me ha pedido que el personal se reúna en el vestíbulo porque quiere hablar con todos. Usted no es miembro del personal, pero supongo que el coronel Gibbon espera que baje también.
-Sí, me gustaría estar presente -contestó Olinda.
Cualquier cosa era mejor que seguir sola en su salita, aislada del resto de la casa, sintiéndose presa de creciente ansiedad.
La señora Kingston no dijo nada más. Precedió a Olinda a través del corredor y más allá de la puerta forrada de paño verde.
Al descender por la escalera principal, Olinda vio al alguacil, vestido con uniforme azul con banda roja. Estaba de pie, dando la espalda a la alta chimenea de mármol.
El conde se hallaba parado junto a él y, al verlo, Olinda sintió que su corazón daba un vuelco.
Estaba muy pálido, pero tenía un aspecto lleno de dignidad que Olinda no pudo menos que admirar. No levantó la vista hacia ella cuando bajó la escalera.
Ya había un número considerable de sirvientes reunidos en el vestíbulo. También estaba el señor James Lanceworth y el señor Thomson, el bibliotecario, las doncellas, Burrows y seis de los lacayos, incluyendo a Henry y a James.
Tan pronto como la señora Kingston y Olinda llegaron al final de la escalera, el alguacil anucnió:
-He venido aquí, como todos ustedes saben, porque su ama, la condesa de Kelvedon, fue encontrada muerta. Es evidente que murió anoche y su doncella me informa que cuando quiso atender a su señora, como de costumbra, y ayudarla a acostarse, la señora condesa le negó la entrada de su habitación diciendo que deseaba estar sola.
El alguacil miró a la silenciosa concurrencia y continuó:
-He oído que fue amenazada antes de la cena, cuando subía a su habitación. ¿En donde está el mayordomo?
-Aquí estoy, señor -dijo Burrows dando un paso al frente.
-¿Cómo se llama usted?
-George Burrows, señor.
-Dígame, Burrows, ¿Qué sucedió aquí cuando vino a anunciar la cena?
Burrows miró al conde con una expresión de pronfundo dolor en su rostro
-Quiero la verdad -lo apremió el alguacil al ver que el hombre titubeaba-. Ya he oído lo que sucedió, pero me gustaría que usted lo repitiera.
-Oí que la señora condesa y el señor conde discutían, señor. Milady dijo que se proponía cerrar la casa y despedir al personal.
El anciano se detuvo.
-Continúe -ordenó el alguacil.
-La señora condesa le dijo entonces al señor conde que si quería conservar abierto este lugar podía vender los cuadros, uno por uno.
-¿Y qué respondió el señor conde a eso?
-Dijo, señor ... "¡Primero te veré muerta!"
-¿Alguien más oyó esas palabras? -preguntó el alguacil.
Se oyó un murmullo de James.
-¿Cómo se llama usted?
-James Harter, señor
-¿Lo que ha dicho el señor Burrows es verdad?
-Sí, señor.
-¿Quién más estaba presente en el vestíbulo?
-Yo, señor.
-¿Y cómo se llama usted?
-Henry Jackson, señor
-¿Y usted oyó las mismas palabras en boca de su señoría?
-Sí, señor
Felix Hanson, que estaba de pie en el fondo del vestíbulo, lanzó una exclamación ahogada y se llevó las manos a los ojos.
El alguacil lomiró, pero el conde no movió siquiera la cabeza
Entonces el alguacil le preguntó al conde:
-¿Reconoce usted, milord, haber, dicho esas palabras tal como lo han descrito quienes las oyeron?
-Sí, señor -afirmó el conde.
Todo quedó en silencio. Una de las doncellas lanzó un leve sollozo.
-Tengo derecho, desde luego, a reservar mi defensa hasta que mi abogado esté presente -continuó el conde-, pero quiero declarar categóricamente que dije eso en el calor del momento y que no asesiné a mi madre. ¡Si ella murió a manos de un asesino, esas manos no fueron las mías!
Ahora sí volvió la mirada hacia Felix Hanson, que aún tenía una mano sobre los ojos.
-En vista de las circunstancias, milord -dijo el alguacil-, usted comprenderá que es necesario que le pida que venga conmigo para que la policía pueda tomarle la declaración.
-Por supuesto -contestó el conde.
En ese momento Olinda dio un paso adelante.
-¿Puedo decir algo?
Todos los ojos e los que estaban presente en el vestíbulo se volvieron hacia ella.
Olinda se abrió paso entre los sirvientes hasta quedar frente al alguacil.
-¿Me permite preguntarle su nombre? -dijo éste.
-¡Soy la Honorable Olinda Selwyn, hija del desaparecido Lord Selwyn, que fuera por un tiempo Procurador General de Justicia de Inglaterra!
Surgió una exclamación general de sorpresa y el alguacil dijo con cortesía:
-Recuerdo muy bien a su padre, señorita Selwyn. ¿Tiene usted la bondad de continuar?
-Anoche el señor conde salió de la casa inmediatamente después de haberle decho ese comentario a su madre en este mismo vestíbulo. Se dirigió a la isla que se encuentra en el lago -dijo Olinda-. Yo me reuní allí con él después de las nueve.
-¿Cuánto tiempo permaneció usted con él? -preguntó el alguacil.
-Debe haber sido hasta casi las dos de la madrugada.
-¿Y él volvió con usted a la casa?
-No -contestó Olinda-. El conde dijo que se quedaría en la isla un rato más; y después iría a dar un paseo, tal vez por el bosque, hasta la estatua que está en una colina, por encima de la casa.
-¿Así que usted volvió a la casa sola, señorita Selwyn?
-Caminé a través del mimo sendero por el que había llegado y crucé los jardines hata llegar a los prados.
Se detuvo antes de añadir:
-Me quedé un momento mirando hacia la casa bañada por la luz de la luna. ¡Entonces vi que un hombre bajaba de la ventana y me di cuenta de que correspondía al dormitorio de la señora condesa!
El silencio que reinaba en el vestíbulo pareció revelar que todos estaban fascinados por su relato.
-Mientras yo lo observaba -contiúo Olinda-. él se deslizó por el tubo de desagüe que está situado en una esquina de la casa.
-Eso es algo muy difícil de hacer ¿no le parece? -preguntó el alguacil;
-No para un hombre muy atlético.
-¿Usted lo observó hasta que llegó al suelo?
-Sí. Después cruzó el prado y vi que llevaba algo envuelto en lo que parecía un pañuelo blanco. Lo ocultó, enterrándolo, detrás de uno de los lechos de flores.
-¿Qué usó para hacerlo? -preguntó el alguacil.
-Sus manos -contestó Olinda-. Después volvió a cruzar el prado, abrió con una navaja el bolsillo uno de los ventanales que dan a la biblioteca y entró en la casa.
Por un momento se produjo un completo silencio. Entonces la señorita Heyman, la doncella personal de la condesa, lanzó un grito agudo.
-¡Eran las joyas de la señora condesa lo que había tomado ... el muy pillo! Me di cuenta de que no estaban en su lugar, pero estaba demasiado alterada para mencionarlo. Pensé que tal vez la señora condesa las había guardado en alguna otra parte ... pero han sido robadas ... ¡sí, las han robado, ahora lo sé!
-Creo que las encontrarán intactas en la parte posterior de ese lecho de flores -observó Olinda, con calma.
-¿Reconoció usted al hombre que bajó por el tuvo del agua y enterró lo que sospecho yo que eran las joyas? -preguntó el alguacil.
-Sí -contestó Olinda.
-¿Podría usted decirme quién era?
Olinda miró a Felix Hanson.
Por un momento sus ojos se encontraron. Entonces él exclamó:
-¡Maldita seas! ¡Está bien, yo tomé las joyas! Pensé que nadie las echaría de menos. Pero yo no la maté. ¡Estaba muerta cuando la encontré! ¡Estaba muerta, les digo!
Cuando su voz se elevaba, histérica, uno de los sirvientes puso un telegrama en la mano de Olinda.

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