11 jul 2009

Capítulo 7, Bordadora de Ensueños

Olinda caminó a través del jardín y bajó hasta el arroyo que lo bordeaba.
El pasto había crecido y el jardín estaba descuidado, con excepción de la parte más cercana a la casa.
El viejo jardinero, Hodges, cuidaba muy bien las verduras de la huerta, pero nunca había "tenido buena mano", como él mismo decía, para las flores.
Sin embargo, los grandes arbustos de madreselva y de rosas silvestres olían tan dulcemente como las pocas rosas cultivadas que florecían en un lecho que su madre siempre había atendido antes de enfermar.
Olinda había puesto todas las flores que encontró abiertas en el jardín sobre su ataúd, un toque de intenso colorido había iluminado el ambiente sombrío y gris de la iglesia del pueblo.
Ahora, al llegar al arroyo, se sentó sobre un tronco de árbol caído y permaneció mirando el agua.
Pero lo que en realidad veía era la superficie plateada del lago de Kelvedon y los gráciles cisnes que deslizaban a través de ella.
Por más esfuerzos que hiciera, sus pensamientos volvían siempre a Kelvedon y el conde.
Pero en él le producía un dolor físico en el pecho, que estaba segura de que no desaparecería nunca.
"¡Todo ha terminado! ¡Ha pasado ya!", se dijo con severidad. "¿Por qué no te enfrentas a la verdad?"
Pero comprendía que nunca podría escapar de los recuerdos, ni del éxtasis que él había provocado al besarla.
Se dormía pensando en ello. Despertaba, y el recuerdo de ese beso seguía junto ella. Todo el día la acompañaba, a dondequiera que fuese.
No había visto al conde antes de salir de Kelvedon.
Entre la dramática excitación que siguió a la confesión de Felix Hanson. Olinda había abierto el telegrama que el sirviente le entregara.
Cuando leyó su contenido comprendió que debía volver a su casa de inmediato.
El telegrama era muy conciso:
Por favor, vuelva inmediatamente. Nanny:
Sabía que Nanny no la llamaría, a menos que su madre estuviera muy enferma.
No obstante, después de un largo y fatigoso viaje, ya que en Londres había tenido que esperar más de dos horas en tren que la llevaría a Huntingdon, no esperaba llegar y encontrar que su madre había muerto.
Supo que sucedía en cuanto vio el rostro de Nanny.

-Milady murió cuando dormía -había dicho-. Fue una muerte muy tranquila.Se fue como ella hubiera querido.
-¡Oh, Nanny! ¿Por qué yo no estaba aquí? -gritó Olinda.
-No hubiera podido hacer nada. Y ninguno de nosotros lo esperaba. El médico vino a principios de semana y dijo que milady parecía un poco mejor. Pero ayer me dijo que si hubiera vivido más tiempo habría sufrido tremendos dolores. Usted no habría querido eso, ¿verdad, señorita Olinda?
-No, por supuesto que no.
-¿Sabía usted que tenía cáncer?
-No, pero lo sospechaba.
-Por lo tanto, es mejor que haya muerto como muró -insistió Nanny-. Tiene que ser valiente. Es lo que ella hubiera esperado de usted.
Cuando Olinda se uso de pie junto al lecho de su madre, compredió que Nanny tenía razón.
Era mejor que su madre hubiera muerto antes de sufrir los terribles dolores que el tumor que crecía dentro de ella hubiera causado en poco tiempo.
Sin embargo, le resultaba difícil ser valiente cuando alguien tan querido para ella se había ido para siempre.
"Primero mi padre", pensó, "después Gerald y ahora mamá. ¡Soy la única que queda ya!"
No tenía muchos parientes a quienes notificar la muerte de su madre y, los pocos que quedaban vivían demasiado lejos para asitir al funeral.
Cuando éste concluyó Olinda supo que debía decidir su futuro.
Después de su madre, la pensión de su madre se reducía la mitad. Eso significaba, como Olinda sabía muy bien, que, como estaba hipotecada, tomaría cuatro años, en lugar de dos, pagar las deudas de Gerald.
Quedaría apenas lo suficiente, para ella y Nanny vivieran en la casa solariega llevando una vida muy frugal, siempre y cuando ella pudiera aumentar sus ingresos ganando un poco de dinero con su trabajo.
Al pensar en el bordado, volvió a recordar Kelvedon, y al conde.
"El ya no me necesita", pensó cuando abrió el Times dos días después de haber vuelto a su casa, y leyó:
Lamentamos informar que ha muerto la Condesa viuda de Kelvedon. La señora condesa murió de forma repentina en la Casa Kelvedon, Derbyshire, de un ataque al corazón. Tenía cuarenta y siete años y su nombre antes de casarse con el noveno Conde de Kelvedon, era Lady Rosaline Alward, hija del segundo Duque de Hull. Se había casado con el conde en 1857, y dejado un hijo del matrimonio, que sucedió a su padre a la muerte de éste acaecida en 1893,, como décimo Conde de Kelvedon.
"¡Un ataque al corazón!", pensó Olinda.
Eso exoneraba de culpa a todos, incluyendo a Felix Hanson.
En realidad, ella le había creído cuando dijo que había encontrado muerta a la condesa.
Era un aventurero, un donjuán egoísta, sin escrúpulos, decidido a obtener de los demás cuanto pudiera; pero no era un asesino.
Ahora, pensó con satisfacción, no habría escándalo, ni crimen alguno por el que alguien tuviera que responder. Y el conde ya tenía todo lo que deseaba.
"¿Todo?", le preguntó una voz interior en tono burlón.
¡Todo!", contestó ella misma.
Tratò de ser práctica y de usar su cerebro con inteligencia.
El conde había recurrido a ella, en su desesperación, porque para él era una desconocida. Ella había acudido a salvarlo en un momento de toroal y absoluta desolación.
Lo había ayudado y sostenido, pero sus servicios ya no eran necesidarios. Ahora, por fin, él tenía su propio reino y podía prescindir con facilidad de la mujer insustancial con la que había hablado en la oscuridad.
"Para él soy sólo un sueño", se dijo Olinda, "y los sueños se olvidan fácilmente".
Se obligó a hablar con Nanny sobre su futuro, a tratar de hacer planes.
Y, sin embargo, sabía fque una parte de su mente estaba siempre alerta, esperando que llamaran a la puerta, esperando recibir un telegrama, una carta, cualqueir comunicación que le dijera que el conde seguía pensando en ella.
Tal vez le estaría agradecido porque lo había salvado, al menos por unas horas, de las sospechas de la servgidumbre y del alguacil.
"De todos modos, aun sin mi intervención hubieran descubierto la verdad", pensó. "Pero tal vez se alegró de no tener que hacer una declaración formal a la policía".
Sin embargo cuando se quedaba sola en su dormitorio, en la socuridad de la noche, ya no podía pensar con sensatez en lo que había ocurrido y se ponía a llorar con desconsuelo, porque lo amaba.
"¡Te amo! ¡Te amo!" murmuraba contra la almohada, y el pensamiento de que jamás volvería a verlo era tan doloroso que deseaba morir.
Ya había pasado mas de una semana desde que ella sepultara a su madre y el conde a la suya.
No había recibido mensaje alguno de Kelvedon y su última esperanza había muerto ya.
Observó el arroyo que corría sobre la grava del fondo. El agua era tan clara que podía ver a los pececitos que se lanzaban como flechas de una piedra a otra.
La luz del sol, que penetraba a través de las ramas de los árboles, salpicaba el agua de luces doradas.
Recordó las estrellas reflejadas en el lago y, en la distancia, las ventanas iluminadas de la gran casa.
Ahora el conde podría ofrecer fiestas en Kelvedon, fiestas entre sus propios amigos, y los salones se llenarían de invitados que apreciarían la belleza de la casa.
Hábiles jinetes montarían los caballos, todos los sirvientes estarían muy ocupados y el lugar mismo cobraría vida.
Si iba a ser un hogar, como debía serlo, el conde tendría que casarse.
Al pensarlo, Olinda sintió un dolor intenso en el corazón y supuso que la idea ya debía habérsele ocurrido a él.
¿Acaso no había dicho que no pensaba en los cuadrso como en sus pertenencias personales, sino como algo que correspondía a su hijo y a los Kelvedon que vendrían después de él?
"Necesita un heredero", pensó Olinda, "y Kelvedon no sólo necesita un niño, sino varios".
Pensó que como el conde había sido hijo único, sus sentimientos haci asu madre habían sido muy intensos.
Había depositado todo su amor en ella y, como no tenía hermanos, nadie había compartido con él, ni le había ayudado a superar, la terrible impresión que le había causado saber que su madre era infiel a su padre.
"Debo orar porque encuentre el amor ... el verdadero amor", se dijo, "y porque su esposa le dé hijos dignos de Kelvedon".
Aunque deseaba la felicidad del conde, le resultaba imposible no sentir un dolor lacerante cuando imaginaba a otra mujer en sus brazos.

El la besaría y despertaría en ella la misma maravillosa sensación que había sentido ella misma cuando la besó.
Las lagrimas se agolparon ene sus ojos y descendieron por sus mejillas, de modo que la luz del sol, reflejaba en el arroyo, comenzó a verse borrosa.

-¿Será posible que estés llorando, Olinda? -preguntó una voz.

Se puso de pie de un salto, pero como las lágrimas se lo impedían, por un momento no pudo ver quién estaba d epie cerca de lla. No lo había escuchado acercarse.

Entonces, la luz brillante que los envolviera cuando él la había besado iluminó al conde y, aun a través de las lágrimas, pareció que se acercaba a ella en medio de un resplandor de gloria.

Olinda permaneció de pie, mirándolo, hasta que, casi sin darse cuenta, se encontró en sus brazos y el la oprimió contra su pecho.

Ella sintió que todas sus dudas y desesperanzas se esfumaban.

Se encontraba a salvo. ¡El la estaba abrazando!

Entonces el conde la besó y los dos se perdieron para el mundo.

Volvió a surgir el çestasis, la magia que había sentido antes. Olinda dejó de ser una sola persona para convertirse en parte de él.

Su beso fue más maravilloso que el que le diera junto a la puerta del jardín.

Ahora, debido a lo que había sufrido, era como salir de las profundidades de la desesperación para ascender hasta lo alto de montañas que ella hubiera considerado imposible escalar.

El la besó hasta que ella ya no pudo pensar, sino que se limitó a vibrar al ritmo de una música que provenía del cielo y de su propio corazón.

Cuando por fin levantó la cabeza, el conde dijo con voz temblorosa:

-¡Preciosa mía! ¡Mi dulce sueño! ¡Cómo he anhelado este momento!
-Yo ... pensé que nunca voendrías -murmuró Olinda-. pense que ... ya no me querías.

Sus palabras eran incoherentes porque le costaba trabajo hablar.

Pero al levantar la vista hacia él pensó que nunca lo había visto tan feliz.

-¿Que no te quería? -preguntó incrédulo-. ¿Cómo pudiste imaginar tal cosa?
-Tú lo tienes ... todo ... ahora.

-Todo, menos a ti. Y tú eres esencial para mi felicidad.

-¿De ... veras?

El conde la abrazó con más fuerza.

-¿Qué sucedió con tu instinto? -le preguntó- ¿Con ese sabio instinto que me ayudó, me guió y me hizo creer que podría hacer cualquier cosa, incluso preservar Kelvedon sin dinero? -bajó los ojos hacia ella para añadir-: creo que, con tu ayuda, habría podido hacerlo.

-¡Claro ... que hubieras ... podido!
-Pero no sin ti.

Entonces comenzó a besarla de nuevo, a besarla con besos largos, lentos, posesivos, que extrajeron de su cuero no sólo el corazón sino también su mente y su alma, para hacerlos suyos...

Más tarde se sentaron uno al lado del otro en el tronco del árbol caído.

-No pude escapar antes -le explicó el conde-. Había tantas cosas que atender ... lllegaron muchos parientes para el funeral y no se marcharon con la prontitud con que yo hubiera querido.

Se detuvo porque comprendió, sin que Olinda tuviera que preguntárselo, lo que ella quería saber.
-Mi madre sufría del corazón desde hace algún tiempo -dijo con voz baja-. El médico le había advertido que no hiciera ningún esfuerzo y que no se expusiera a alteraciones emosionales fuertes.

Se detuvo antes de continuar.

-La trataba desde hace muchos años y sabía lo peligroso que podían ser para su salud sus accesos de furia.

-¿Y tú no lo sabías? -preguntó Olinda.

El conde negó con la cabeza
-Mi madre nunca hablaba de su salud. Pensaba que si lo hacía daría la impresión de que estaba envejeciendo. Y, de cualquier modo, como tú sabes, yo había faltado dos años de la casa.

En su voz había una profunda nota de dolor, como si se lo reprochara. Olinda se apresuró a decir:

-A ella no le hubiera servido de nada que hubieras vuelto antes. Y creo que, si hubiera podido elegir, tu madre hubiera deseado morir cuando lo hizo ... mientras aún era hermosa.

-Eso es cierto -reconoció el conde-, pero si hubiera muerto veinticuatro horas antes no habría sufrido a causa de la perfidia de Hanson y de mi estupidez. El dolor seguís en su voz y las manos de Olinda apretaron las suyas.

-No te culpes de nada -le dijo-. Tines que ser sensato respecto a esto y comprender que todo fue mejor así. A tu padre no le hubiera gustado que siguieran privándose de su herencia.

-No vale la pena lamentarse ante lo irremediable -reconoció el conde-. Debes ayudarme a mirar hacia adelante, Olinda.

-Sabes bien que eso es lo que quiero hacer -contestó ella con dulzura.

-Sin embargo, debido a que siempre me sentiré culpable por la muerte de mi madre -dijo el conde-, he sido generoso con Feliz Hanson.

Olinda lo miró con expresión interrogante y él continuó diciendo:

-Mi madre le había dado un cheque por ocho mil libras. Confesó que ella se proponía cancelarlo, pero yo le dije que podía quedarse con el dinero.

-Me alegra que lo hayas hecho -observó Olinda

-También le dije que podía llevarse el automóvil que mi madre le había regalado ... -sonrió de manera espontánea antes de agregar-: no fue un acto muy generoso de mi parte. Me disgustan los automóviles y prefiero mis caballos.

-Yo también -confesó Olinda.

-Están esperando a que tú los montes.

Ella lanzó un leve suspiro de felicidad y escondió el rostro coantra el hombro del conde.

-Hay tantas cosas que podemos hacer juntos, mi amor. Pero por encima de todo, quiero hacer contigo. Jamás pensé que le diría algo así a una mujer. Y hay tantas cosas que quiero discutir contigo sobre le futuro que nunca nos sentiremos aburridos, aunque pasemos buena parte de nuestra vida en Kelvedon.

-Eso es lo que me gustaría hacer -contestó Olinda.

-¿Lo dices en serio o sólo por complacerme? -puso la mano bajo su barbilla y levantó su rostro para poder mirarla a los ojos-. ¿Te das cuenta de que nunca te he visto a la luz del día?

-Es lo que pensaba en estos momentos. Hasta hoy, sólo nos habíamos encontrado en la penumbra.

-Un sueño en la noche -dijo él con suavidad-. Pero eres aún más hermosa, preciosa mía, cuando te veo con el sol sobre el cabello y la luz de él en tus ojos.

La miró como si quisiera memorizar cada detalle de su rostro. Olinda bajó los ojos y un leve rubor tiño sus mejillas.

-Me estás ... haciendo sentir ... avergonzada -protestó.

-Te adoro cuando te muestras tan tímida. Creo que me asuta un poco esa sabia seguidora de la diosa Atenea, que me ha dicho lo que tenía que hacer, que me ha dado tareas imposibles y me ha hecho acariciar ideales que parecían fuera de mi alcance.

Habló con suavidad y, sin embargo, había una nota en su voz que hizo estemecer a Olinda.

-Y ahora -continúo él-, descubro que no es una amazona, ni una Juana de Arco, sino alguien muy joven y muy bella, capaz de ruborizarse ... algo que pensé que las mujeres habían olvidado ya.

Olinda lanzó un leve murmullo y se movió un poco dentro de los brazos de él. Los labios del conde volvieron a descender sobre los suyos y una vez más se convirtió en su cautiva...

Cuando él levantó la cabeza, exclamó:

-¡Acabo de recordar algo!

-¿Qué es? -preguntó Olinda.

-Cunado te vi en la penumbra de la cama de la duquesa, algo sacudió mimente. Me recordaste a alguien, pero no podía saber a quién.

-¿Y ahora ... lo has recordado?

-Sí, a la Virgen en el primer cuadro que Leonardo de Vinci pintó sobre la Anunciación -había una nota de reverencia en la voz del conde cuando continuó diciendo-: lo pintó cuando era muy joven. El Arcángel San Gabriel se acerca a María al oscurecer. La luz azul verdoza de la tarde logra que la naturaleza misma parezca parte del milagro y el cabello oro pálido de la virgen resalta contra ese fondo.

Besó la cabellera de Olinda.

-He visto ese cuadro con mucha frecuencia en el Louvre y significaba algo especial para mí ¡Ahora sé que eras tú!

Olinda ocultó el rostro contra el hombro de él.

-Me alegro ... tanto, tanto ... de que pienses en mí ... así ... yo pensé ...

-¿Qué pensaste?

-Que me considerarías ... alocada y ... fácil porque dejé que ... me besaras ...

-¿Crees que podía imaginar que fueras otra cosa que pura y perfecta?

Besó sus ojos y su frente.

-Tengo tanto que descubrir sobre ti -murmuró-. Tanto que quiero saber ... cosas que nunca antes pensé que encontgraría en ninguna mujer.

-Me temo que ... podrías ... desilusionarte -susurró Olinda.

-¿Cómo podría hacerlo? -preguntó él-. ¿No dijiste tú misma que el verdadero amor entraña amar con el corazón, el cerebro y el alama?

Esperó su respuesta pero, antes que pudiera hablar, apresó sus labios con los suyos.

Más atarde, cuando pudieron hablar de neuvo, él dijo:

-Soy lo bastante vanidoso, preciosa mía, como para creer que puedo capturar tu corazón.

-Ya es tuyo -le aseguró Olinda.

-Tu mente me obligará a esforzarme porque he olvidado mucho de los temas en los que estaba interesado, y mis conocimientos se oxidaron mientras perdía el tiempo en París.

-Yo estoy segura de que eres tan inteligente como su padre -comentó Olinda-. Leí que era admirado y respetado por todos.

-Y si tú eres tan inteligente como el tuyo -contestó el conde-, tiemblo al pensar en lo eruditos que serán nuestros hijos

-Yo quiero que sean como tú -dijo Olinda, y volvió a ruborizarse.

-Creo que tendrán mucho del carácter de su madre -sonrió el conde-. Y, por supuesto, de su belleza. ¿Sabes lo hermosa que eres, mi amor?

-Por favor ... dímelo -suplicó Olinda-, nadie me lo ha dicho nunca.

-Te lodiré hasta que te convenza de que eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Pero no he terminado. Hay una tercera parte más en el amor del que hablabamos ... el alma.

-¿Tú crees que tenemos alma?

-Creo que tú la tienes. Y quiero que me ayudes a descubir la mía -contestó el conde. La atrajo un poco más hacia sí al decir-: cuando pensaba en ti, anhelando que el tiempo pasara para poder venir a buscarte, leí un libro de la biblioteca todo lo que me habías dicho sobre la Duquesa de Mazarín. Tenías razón, Olinda. Hizo al rey muy feliz porque le dio lo que ninguna de sus otras amantes le había dado.

-¡Ella lo inspiró!

-¡Y eso es lo que tú has hecho conmigo! Ella logró que tuviera una nueva percepción de la vida, y eso es lo que tú me has dado a mí. Y, lo más importante, ella le dio el amor que él había buscado siempre, pero que no había logrado encontrar.

-¿Puedo ... yo darte ... eso?

-Me lo has dado ya -afirmó el conde-. Me has dado un amor que ni siquiera suponía que existía ... un amor tan perfecto que ... tienes razón, Olinda, es parte del Universo.

-Eso es lo que yo ... pensé cuando tú ... me besaste por primera vez -murmuró Olinda-, pero temía ... que no sintieras ... lo mismo que ... yo.

-Yo sabía que ese beso era diferente a cuanto beso había daod o recibido. ¡Pero, como era tan intenso, tan maravilloso, me dio miedo!

-¿Miedo? -preguntó ella.

-De que no fuera real. Temía que el éxtasis que sentía sólo fuera un invento de mi imaginación.

Se detuvo antes de decir:

-No tenía intenciones de besarte. Había disfrutado de hablar contigo; pero, hasta ese momento no había pensado en ti como una mujer deseable, sino como alguien comprensivo y etéreo ... un ser de otro mundo

-¿Y cuando ... me besaste?

-Entonces no dudé de que eras lo que siempre había buscado ... una mujer hecha para mí, que era parte de mí.

-Pero no ... me lo dijiste.

-Estaba demasiado sorprendido ... por un momento me sentí tan hechizado por la maravilla de tus labios que no supe qué hacer, ni qué decir. Después de dejarte, Olinda, me dirigí al templo griego para pensar en ti.

-Si ... sólo hubiera ... sabido -murmuró Olinda, recordando lo desventurada que se había sentido, pensando que él la consideraría faácil y coqueta.

-Casi no podía creer que hubiera sucedido realmente -dijo el conde-, y entonces, cuando comprendí que era cierto, todos los problemas se me vinieron encima. A la noche siguiente, cuando te acercaste a mí, cuando estaba tan desesperado porque creía que había perdido Kelvedon para siempre, no te besé porque estábamos tan unidos mentalmente que sentía que nuestro scuerpos no debían interferir con nuestras mentes.

-Comprendí ... eso -repuso Olinda.

-Y yo sabía que lo harías.

Entonces, para sorpresa de Olinda, se puso de pie y la hizo levantarse a ella también.

-Ahora, mi amor, ya no existe razón alguna para que nos neguemos nuestro amor -dijo-. Nos pertenecemos el uno al otro en todos los sentidos y lo único que quiero es que te conviertas en mi esposa cuanto antes.

-Estás ... de luto -observó Olinda con voz baja.

-Tú también -contestó él-. Cuando llegué tu niñera me dijo lo que sucedió. Lo siento tanto, amor mío ... debe haber sido muy doloroso para ti.

-Pero no hubiera querido que mi madre sufriera.

-Lo entiendo muy bien. Pero ahora somos libres ... libres para estar juntos, Olinda. No puedo someterme a los convencionalismos, ni esperar el período de luto.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos cuando el conde dijoi:

-Una de las razones por las que se entretuve un poco más d elo que pensaba en venir a buscarte fue que me quedé una noche en Londres, para obtener una licencia especial. ¿Quieres escuchar lo que he planeado?

-Tú sabes que ... sí.

-Nos casaremos en secreto, porque nuestro matrimonio no puede ser anunciado en varios meses, y entonces te llevaré a mi casa en Leicestershire.

-¿No a Kelvedon?

-No ara nuestra luna de miel -contestó él con una sonrisa-. No quiero que sientas celos de la casa. Quiero dedicarme por completo a mi esposa, hasta que ella esté segura de que la amo más que a nada en el mundo ... ¡más aún que a Kelvedon!

-¿Lo dices ... en serio?

-¡Claro que sí! ¡Y aunque eso es difícil de probar, me propongo lograr que me creas!

Levantó los brazos y la atrajo hacia su pecho, casi con dureza.

-¡Tienes que creerme! -exclamó-. Y ésta es una de las cosas en la que no permitiré discusión alguna. ¿De acuerdo?

Olinda se echó a reír de felicidad.

-Quiero ... creerte.

El la besó con pasión y ella sintió que en su interior se elevaba una llama que respondía al fuego que había en los labios y en los ojos de él.

-¡Eres mía! -dijo el conde-. Cada preciosa parte de ti me pertenece ... y te prometo, mi amor, que no tendrás rival alguna... sólo intereses que compartiremos y que nos pertenecerán a los dos.

-¡Te ... amo! -murmuró Olinda-. Quiero ... hacerte ... feliz.

-Ya lo has hecho -contestó él-. Y existe todo un futuro para nosotros, en el cual descubriremos lo inmensa y maravillosa que puede ser la felicidad.

La hizo darse vuelta hacia la casa y entonces habló con repentina urgencia:

-¿Porqué estamos perdiendo el tiempo?, ¡Casémonos, preciosa mía! Aún tento tanto miedo de que seas sólo un sueño ... de que al llegar la noche te desvanecerás y te perderé para siempre ...

-No, nunca me perderás.

-Otra vez tienes razón -declaró el conde-, porque estarás conmigo durante el día y te tendré en mis brazos en la noche. Eso me hará sentir seguro de que no podrás escapar.

La miró a los ojos, bajo la luz del sol y, como si no hubiera contenerse, volvió a buscar sus labios. Entonces, con resolución, la soltó y, tomándola de la manok, la condujo hacia la casa.

Se dirigieron hacia el jardín, pero cuando llegaron a los arbustos de rosas silvestres y madreselvas, el conde se detuvo.

-¿Nos está sucediendo realmente? -preguntó él-. ¿A ti y a mí, Olinda? ¿Es posible que un hombre surja del infierno de la desesperación para llegar a un paraíso de felicidad?

-Es posible cuando dos personas se aman -respondió Olinda-. Te dije que el amor verdadero es como el ... Santo Grial, y sin embargo ... es posible encontrarlo.

-¡Como lo hemos hecho nosotros! -contestó el conde.

Ella miró con un resplandor en el rostro que él jamás había visto en ninguna otra mujer.

-Como nostros, mi dulce sueño -repitió con gentileza.

Sus labios encontraron los de ella. Entonces se alejaron del jardín bañado de sol, para llegar a lo alto de una montaña inaccesible y se sintieron envueltos en una luz brillante, deslumbradora: La de su amor. Y

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