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12 jul 2009

Temas que surgieron de Bordadora de ensueños

Como dije en la columna de al lado, fueron varios los temas que me interesaron los cuales me dedique a buscar en Internet, muchos venían en ingles y un amigo de mi hermana me los tradujo.
Los temas fueron:
  1. La historia del bordado.
  2. Keveldon
  3. Ilustrated London News
  4. Antonio Verrio
  5. Louis Laguerre
  6. John Singer Sargent
  7. Estilo arquitectónico Tudor
  8. Duquesa de Mazarin
  9. Sir William Hamilton
  10. Conde de Elgin
  11. Montmartre

Fue un placer investigar a que cosas, lugares, fechas o personajes históricos a los que se refieren en la novela Bordadora de Ensueños

11 jul 2009

Capítulo 7, Bordadora de Ensueños

Olinda caminó a través del jardín y bajó hasta el arroyo que lo bordeaba.
El pasto había crecido y el jardín estaba descuidado, con excepción de la parte más cercana a la casa.
El viejo jardinero, Hodges, cuidaba muy bien las verduras de la huerta, pero nunca había "tenido buena mano", como él mismo decía, para las flores.
Sin embargo, los grandes arbustos de madreselva y de rosas silvestres olían tan dulcemente como las pocas rosas cultivadas que florecían en un lecho que su madre siempre había atendido antes de enfermar.
Olinda había puesto todas las flores que encontró abiertas en el jardín sobre su ataúd, un toque de intenso colorido había iluminado el ambiente sombrío y gris de la iglesia del pueblo.
Ahora, al llegar al arroyo, se sentó sobre un tronco de árbol caído y permaneció mirando el agua.
Pero lo que en realidad veía era la superficie plateada del lago de Kelvedon y los gráciles cisnes que deslizaban a través de ella.
Por más esfuerzos que hiciera, sus pensamientos volvían siempre a Kelvedon y el conde.
Pero en él le producía un dolor físico en el pecho, que estaba segura de que no desaparecería nunca.
"¡Todo ha terminado! ¡Ha pasado ya!", se dijo con severidad. "¿Por qué no te enfrentas a la verdad?"
Pero comprendía que nunca podría escapar de los recuerdos, ni del éxtasis que él había provocado al besarla.
Se dormía pensando en ello. Despertaba, y el recuerdo de ese beso seguía junto ella. Todo el día la acompañaba, a dondequiera que fuese.
No había visto al conde antes de salir de Kelvedon.
Entre la dramática excitación que siguió a la confesión de Felix Hanson. Olinda había abierto el telegrama que el sirviente le entregara.
Cuando leyó su contenido comprendió que debía volver a su casa de inmediato.
El telegrama era muy conciso:
Por favor, vuelva inmediatamente. Nanny:
Sabía que Nanny no la llamaría, a menos que su madre estuviera muy enferma.
No obstante, después de un largo y fatigoso viaje, ya que en Londres había tenido que esperar más de dos horas en tren que la llevaría a Huntingdon, no esperaba llegar y encontrar que su madre había muerto.
Supo que sucedía en cuanto vio el rostro de Nanny.

-Milady murió cuando dormía -había dicho-. Fue una muerte muy tranquila.Se fue como ella hubiera querido.
-¡Oh, Nanny! ¿Por qué yo no estaba aquí? -gritó Olinda.
-No hubiera podido hacer nada. Y ninguno de nosotros lo esperaba. El médico vino a principios de semana y dijo que milady parecía un poco mejor. Pero ayer me dijo que si hubiera vivido más tiempo habría sufrido tremendos dolores. Usted no habría querido eso, ¿verdad, señorita Olinda?
-No, por supuesto que no.
-¿Sabía usted que tenía cáncer?
-No, pero lo sospechaba.
-Por lo tanto, es mejor que haya muerto como muró -insistió Nanny-. Tiene que ser valiente. Es lo que ella hubiera esperado de usted.
Cuando Olinda se uso de pie junto al lecho de su madre, compredió que Nanny tenía razón.
Era mejor que su madre hubiera muerto antes de sufrir los terribles dolores que el tumor que crecía dentro de ella hubiera causado en poco tiempo.
Sin embargo, le resultaba difícil ser valiente cuando alguien tan querido para ella se había ido para siempre.
"Primero mi padre", pensó, "después Gerald y ahora mamá. ¡Soy la única que queda ya!"
No tenía muchos parientes a quienes notificar la muerte de su madre y, los pocos que quedaban vivían demasiado lejos para asitir al funeral.
Cuando éste concluyó Olinda supo que debía decidir su futuro.
Después de su madre, la pensión de su madre se reducía la mitad. Eso significaba, como Olinda sabía muy bien, que, como estaba hipotecada, tomaría cuatro años, en lugar de dos, pagar las deudas de Gerald.
Quedaría apenas lo suficiente, para ella y Nanny vivieran en la casa solariega llevando una vida muy frugal, siempre y cuando ella pudiera aumentar sus ingresos ganando un poco de dinero con su trabajo.
Al pensar en el bordado, volvió a recordar Kelvedon, y al conde.
"El ya no me necesita", pensó cuando abrió el Times dos días después de haber vuelto a su casa, y leyó:
Lamentamos informar que ha muerto la Condesa viuda de Kelvedon. La señora condesa murió de forma repentina en la Casa Kelvedon, Derbyshire, de un ataque al corazón. Tenía cuarenta y siete años y su nombre antes de casarse con el noveno Conde de Kelvedon, era Lady Rosaline Alward, hija del segundo Duque de Hull. Se había casado con el conde en 1857, y dejado un hijo del matrimonio, que sucedió a su padre a la muerte de éste acaecida en 1893,, como décimo Conde de Kelvedon.
"¡Un ataque al corazón!", pensó Olinda.
Eso exoneraba de culpa a todos, incluyendo a Felix Hanson.
En realidad, ella le había creído cuando dijo que había encontrado muerta a la condesa.
Era un aventurero, un donjuán egoísta, sin escrúpulos, decidido a obtener de los demás cuanto pudiera; pero no era un asesino.
Ahora, pensó con satisfacción, no habría escándalo, ni crimen alguno por el que alguien tuviera que responder. Y el conde ya tenía todo lo que deseaba.
"¿Todo?", le preguntó una voz interior en tono burlón.
¡Todo!", contestó ella misma.
Tratò de ser práctica y de usar su cerebro con inteligencia.
El conde había recurrido a ella, en su desesperación, porque para él era una desconocida. Ella había acudido a salvarlo en un momento de toroal y absoluta desolación.
Lo había ayudado y sostenido, pero sus servicios ya no eran necesidarios. Ahora, por fin, él tenía su propio reino y podía prescindir con facilidad de la mujer insustancial con la que había hablado en la oscuridad.
"Para él soy sólo un sueño", se dijo Olinda, "y los sueños se olvidan fácilmente".
Se obligó a hablar con Nanny sobre su futuro, a tratar de hacer planes.
Y, sin embargo, sabía fque una parte de su mente estaba siempre alerta, esperando que llamaran a la puerta, esperando recibir un telegrama, una carta, cualqueir comunicación que le dijera que el conde seguía pensando en ella.
Tal vez le estaría agradecido porque lo había salvado, al menos por unas horas, de las sospechas de la servgidumbre y del alguacil.
"De todos modos, aun sin mi intervención hubieran descubierto la verdad", pensó. "Pero tal vez se alegró de no tener que hacer una declaración formal a la policía".
Sin embargo cuando se quedaba sola en su dormitorio, en la socuridad de la noche, ya no podía pensar con sensatez en lo que había ocurrido y se ponía a llorar con desconsuelo, porque lo amaba.
"¡Te amo! ¡Te amo!" murmuraba contra la almohada, y el pensamiento de que jamás volvería a verlo era tan doloroso que deseaba morir.
Ya había pasado mas de una semana desde que ella sepultara a su madre y el conde a la suya.
No había recibido mensaje alguno de Kelvedon y su última esperanza había muerto ya.
Observó el arroyo que corría sobre la grava del fondo. El agua era tan clara que podía ver a los pececitos que se lanzaban como flechas de una piedra a otra.
La luz del sol, que penetraba a través de las ramas de los árboles, salpicaba el agua de luces doradas.
Recordó las estrellas reflejadas en el lago y, en la distancia, las ventanas iluminadas de la gran casa.
Ahora el conde podría ofrecer fiestas en Kelvedon, fiestas entre sus propios amigos, y los salones se llenarían de invitados que apreciarían la belleza de la casa.
Hábiles jinetes montarían los caballos, todos los sirvientes estarían muy ocupados y el lugar mismo cobraría vida.
Si iba a ser un hogar, como debía serlo, el conde tendría que casarse.
Al pensarlo, Olinda sintió un dolor intenso en el corazón y supuso que la idea ya debía habérsele ocurrido a él.
¿Acaso no había dicho que no pensaba en los cuadrso como en sus pertenencias personales, sino como algo que correspondía a su hijo y a los Kelvedon que vendrían después de él?
"Necesita un heredero", pensó Olinda, "y Kelvedon no sólo necesita un niño, sino varios".
Pensó que como el conde había sido hijo único, sus sentimientos haci asu madre habían sido muy intensos.
Había depositado todo su amor en ella y, como no tenía hermanos, nadie había compartido con él, ni le había ayudado a superar, la terrible impresión que le había causado saber que su madre era infiel a su padre.
"Debo orar porque encuentre el amor ... el verdadero amor", se dijo, "y porque su esposa le dé hijos dignos de Kelvedon".
Aunque deseaba la felicidad del conde, le resultaba imposible no sentir un dolor lacerante cuando imaginaba a otra mujer en sus brazos.

El la besaría y despertaría en ella la misma maravillosa sensación que había sentido ella misma cuando la besó.
Las lagrimas se agolparon ene sus ojos y descendieron por sus mejillas, de modo que la luz del sol, reflejaba en el arroyo, comenzó a verse borrosa.

-¿Será posible que estés llorando, Olinda? -preguntó una voz.

Se puso de pie de un salto, pero como las lágrimas se lo impedían, por un momento no pudo ver quién estaba d epie cerca de lla. No lo había escuchado acercarse.

Entonces, la luz brillante que los envolviera cuando él la había besado iluminó al conde y, aun a través de las lágrimas, pareció que se acercaba a ella en medio de un resplandor de gloria.

Olinda permaneció de pie, mirándolo, hasta que, casi sin darse cuenta, se encontró en sus brazos y el la oprimió contra su pecho.

Ella sintió que todas sus dudas y desesperanzas se esfumaban.

Se encontraba a salvo. ¡El la estaba abrazando!

Entonces el conde la besó y los dos se perdieron para el mundo.

Volvió a surgir el çestasis, la magia que había sentido antes. Olinda dejó de ser una sola persona para convertirse en parte de él.

Su beso fue más maravilloso que el que le diera junto a la puerta del jardín.

Ahora, debido a lo que había sufrido, era como salir de las profundidades de la desesperación para ascender hasta lo alto de montañas que ella hubiera considerado imposible escalar.

El la besó hasta que ella ya no pudo pensar, sino que se limitó a vibrar al ritmo de una música que provenía del cielo y de su propio corazón.

Cuando por fin levantó la cabeza, el conde dijo con voz temblorosa:

-¡Preciosa mía! ¡Mi dulce sueño! ¡Cómo he anhelado este momento!
-Yo ... pensé que nunca voendrías -murmuró Olinda-. pense que ... ya no me querías.

Sus palabras eran incoherentes porque le costaba trabajo hablar.

Pero al levantar la vista hacia él pensó que nunca lo había visto tan feliz.

-¿Que no te quería? -preguntó incrédulo-. ¿Cómo pudiste imaginar tal cosa?
-Tú lo tienes ... todo ... ahora.

-Todo, menos a ti. Y tú eres esencial para mi felicidad.

-¿De ... veras?

El conde la abrazó con más fuerza.

-¿Qué sucedió con tu instinto? -le preguntó- ¿Con ese sabio instinto que me ayudó, me guió y me hizo creer que podría hacer cualquier cosa, incluso preservar Kelvedon sin dinero? -bajó los ojos hacia ella para añadir-: creo que, con tu ayuda, habría podido hacerlo.

-¡Claro ... que hubieras ... podido!
-Pero no sin ti.

Entonces comenzó a besarla de nuevo, a besarla con besos largos, lentos, posesivos, que extrajeron de su cuero no sólo el corazón sino también su mente y su alma, para hacerlos suyos...

Más tarde se sentaron uno al lado del otro en el tronco del árbol caído.

-No pude escapar antes -le explicó el conde-. Había tantas cosas que atender ... lllegaron muchos parientes para el funeral y no se marcharon con la prontitud con que yo hubiera querido.

Se detuvo porque comprendió, sin que Olinda tuviera que preguntárselo, lo que ella quería saber.
-Mi madre sufría del corazón desde hace algún tiempo -dijo con voz baja-. El médico le había advertido que no hiciera ningún esfuerzo y que no se expusiera a alteraciones emosionales fuertes.

Se detuvo antes de continuar.

-La trataba desde hace muchos años y sabía lo peligroso que podían ser para su salud sus accesos de furia.

-¿Y tú no lo sabías? -preguntó Olinda.

El conde negó con la cabeza
-Mi madre nunca hablaba de su salud. Pensaba que si lo hacía daría la impresión de que estaba envejeciendo. Y, de cualquier modo, como tú sabes, yo había faltado dos años de la casa.

En su voz había una profunda nota de dolor, como si se lo reprochara. Olinda se apresuró a decir:

-A ella no le hubiera servido de nada que hubieras vuelto antes. Y creo que, si hubiera podido elegir, tu madre hubiera deseado morir cuando lo hizo ... mientras aún era hermosa.

-Eso es cierto -reconoció el conde-, pero si hubiera muerto veinticuatro horas antes no habría sufrido a causa de la perfidia de Hanson y de mi estupidez. El dolor seguís en su voz y las manos de Olinda apretaron las suyas.

-No te culpes de nada -le dijo-. Tines que ser sensato respecto a esto y comprender que todo fue mejor así. A tu padre no le hubiera gustado que siguieran privándose de su herencia.

-No vale la pena lamentarse ante lo irremediable -reconoció el conde-. Debes ayudarme a mirar hacia adelante, Olinda.

-Sabes bien que eso es lo que quiero hacer -contestó ella con dulzura.

-Sin embargo, debido a que siempre me sentiré culpable por la muerte de mi madre -dijo el conde-, he sido generoso con Feliz Hanson.

Olinda lo miró con expresión interrogante y él continuó diciendo:

-Mi madre le había dado un cheque por ocho mil libras. Confesó que ella se proponía cancelarlo, pero yo le dije que podía quedarse con el dinero.

-Me alegra que lo hayas hecho -observó Olinda

-También le dije que podía llevarse el automóvil que mi madre le había regalado ... -sonrió de manera espontánea antes de agregar-: no fue un acto muy generoso de mi parte. Me disgustan los automóviles y prefiero mis caballos.

-Yo también -confesó Olinda.

-Están esperando a que tú los montes.

Ella lanzó un leve suspiro de felicidad y escondió el rostro coantra el hombro del conde.

-Hay tantas cosas que podemos hacer juntos, mi amor. Pero por encima de todo, quiero hacer contigo. Jamás pensé que le diría algo así a una mujer. Y hay tantas cosas que quiero discutir contigo sobre le futuro que nunca nos sentiremos aburridos, aunque pasemos buena parte de nuestra vida en Kelvedon.

-Eso es lo que me gustaría hacer -contestó Olinda.

-¿Lo dices en serio o sólo por complacerme? -puso la mano bajo su barbilla y levantó su rostro para poder mirarla a los ojos-. ¿Te das cuenta de que nunca te he visto a la luz del día?

-Es lo que pensaba en estos momentos. Hasta hoy, sólo nos habíamos encontrado en la penumbra.

-Un sueño en la noche -dijo él con suavidad-. Pero eres aún más hermosa, preciosa mía, cuando te veo con el sol sobre el cabello y la luz de él en tus ojos.

La miró como si quisiera memorizar cada detalle de su rostro. Olinda bajó los ojos y un leve rubor tiño sus mejillas.

-Me estás ... haciendo sentir ... avergonzada -protestó.

-Te adoro cuando te muestras tan tímida. Creo que me asuta un poco esa sabia seguidora de la diosa Atenea, que me ha dicho lo que tenía que hacer, que me ha dado tareas imposibles y me ha hecho acariciar ideales que parecían fuera de mi alcance.

Habló con suavidad y, sin embargo, había una nota en su voz que hizo estemecer a Olinda.

-Y ahora -continúo él-, descubro que no es una amazona, ni una Juana de Arco, sino alguien muy joven y muy bella, capaz de ruborizarse ... algo que pensé que las mujeres habían olvidado ya.

Olinda lanzó un leve murmullo y se movió un poco dentro de los brazos de él. Los labios del conde volvieron a descender sobre los suyos y una vez más se convirtió en su cautiva...

Cuando él levantó la cabeza, exclamó:

-¡Acabo de recordar algo!

-¿Qué es? -preguntó Olinda.

-Cunado te vi en la penumbra de la cama de la duquesa, algo sacudió mimente. Me recordaste a alguien, pero no podía saber a quién.

-¿Y ahora ... lo has recordado?

-Sí, a la Virgen en el primer cuadro que Leonardo de Vinci pintó sobre la Anunciación -había una nota de reverencia en la voz del conde cuando continuó diciendo-: lo pintó cuando era muy joven. El Arcángel San Gabriel se acerca a María al oscurecer. La luz azul verdoza de la tarde logra que la naturaleza misma parezca parte del milagro y el cabello oro pálido de la virgen resalta contra ese fondo.

Besó la cabellera de Olinda.

-He visto ese cuadro con mucha frecuencia en el Louvre y significaba algo especial para mí ¡Ahora sé que eras tú!

Olinda ocultó el rostro contra el hombro de él.

-Me alegro ... tanto, tanto ... de que pienses en mí ... así ... yo pensé ...

-¿Qué pensaste?

-Que me considerarías ... alocada y ... fácil porque dejé que ... me besaras ...

-¿Crees que podía imaginar que fueras otra cosa que pura y perfecta?

Besó sus ojos y su frente.

-Tengo tanto que descubrir sobre ti -murmuró-. Tanto que quiero saber ... cosas que nunca antes pensé que encontgraría en ninguna mujer.

-Me temo que ... podrías ... desilusionarte -susurró Olinda.

-¿Cómo podría hacerlo? -preguntó él-. ¿No dijiste tú misma que el verdadero amor entraña amar con el corazón, el cerebro y el alama?

Esperó su respuesta pero, antes que pudiera hablar, apresó sus labios con los suyos.

Más atarde, cuando pudieron hablar de neuvo, él dijo:

-Soy lo bastante vanidoso, preciosa mía, como para creer que puedo capturar tu corazón.

-Ya es tuyo -le aseguró Olinda.

-Tu mente me obligará a esforzarme porque he olvidado mucho de los temas en los que estaba interesado, y mis conocimientos se oxidaron mientras perdía el tiempo en París.

-Yo estoy segura de que eres tan inteligente como su padre -comentó Olinda-. Leí que era admirado y respetado por todos.

-Y si tú eres tan inteligente como el tuyo -contestó el conde-, tiemblo al pensar en lo eruditos que serán nuestros hijos

-Yo quiero que sean como tú -dijo Olinda, y volvió a ruborizarse.

-Creo que tendrán mucho del carácter de su madre -sonrió el conde-. Y, por supuesto, de su belleza. ¿Sabes lo hermosa que eres, mi amor?

-Por favor ... dímelo -suplicó Olinda-, nadie me lo ha dicho nunca.

-Te lodiré hasta que te convenza de que eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Pero no he terminado. Hay una tercera parte más en el amor del que hablabamos ... el alma.

-¿Tú crees que tenemos alma?

-Creo que tú la tienes. Y quiero que me ayudes a descubir la mía -contestó el conde. La atrajo un poco más hacia sí al decir-: cuando pensaba en ti, anhelando que el tiempo pasara para poder venir a buscarte, leí un libro de la biblioteca todo lo que me habías dicho sobre la Duquesa de Mazarín. Tenías razón, Olinda. Hizo al rey muy feliz porque le dio lo que ninguna de sus otras amantes le había dado.

-¡Ella lo inspiró!

-¡Y eso es lo que tú has hecho conmigo! Ella logró que tuviera una nueva percepción de la vida, y eso es lo que tú me has dado a mí. Y, lo más importante, ella le dio el amor que él había buscado siempre, pero que no había logrado encontrar.

-¿Puedo ... yo darte ... eso?

-Me lo has dado ya -afirmó el conde-. Me has dado un amor que ni siquiera suponía que existía ... un amor tan perfecto que ... tienes razón, Olinda, es parte del Universo.

-Eso es lo que yo ... pensé cuando tú ... me besaste por primera vez -murmuró Olinda-, pero temía ... que no sintieras ... lo mismo que ... yo.

-Yo sabía que ese beso era diferente a cuanto beso había daod o recibido. ¡Pero, como era tan intenso, tan maravilloso, me dio miedo!

-¿Miedo? -preguntó ella.

-De que no fuera real. Temía que el éxtasis que sentía sólo fuera un invento de mi imaginación.

Se detuvo antes de decir:

-No tenía intenciones de besarte. Había disfrutado de hablar contigo; pero, hasta ese momento no había pensado en ti como una mujer deseable, sino como alguien comprensivo y etéreo ... un ser de otro mundo

-¿Y cuando ... me besaste?

-Entonces no dudé de que eras lo que siempre había buscado ... una mujer hecha para mí, que era parte de mí.

-Pero no ... me lo dijiste.

-Estaba demasiado sorprendido ... por un momento me sentí tan hechizado por la maravilla de tus labios que no supe qué hacer, ni qué decir. Después de dejarte, Olinda, me dirigí al templo griego para pensar en ti.

-Si ... sólo hubiera ... sabido -murmuró Olinda, recordando lo desventurada que se había sentido, pensando que él la consideraría faácil y coqueta.

-Casi no podía creer que hubiera sucedido realmente -dijo el conde-, y entonces, cuando comprendí que era cierto, todos los problemas se me vinieron encima. A la noche siguiente, cuando te acercaste a mí, cuando estaba tan desesperado porque creía que había perdido Kelvedon para siempre, no te besé porque estábamos tan unidos mentalmente que sentía que nuestro scuerpos no debían interferir con nuestras mentes.

-Comprendí ... eso -repuso Olinda.

-Y yo sabía que lo harías.

Entonces, para sorpresa de Olinda, se puso de pie y la hizo levantarse a ella también.

-Ahora, mi amor, ya no existe razón alguna para que nos neguemos nuestro amor -dijo-. Nos pertenecemos el uno al otro en todos los sentidos y lo único que quiero es que te conviertas en mi esposa cuanto antes.

-Estás ... de luto -observó Olinda con voz baja.

-Tú también -contestó él-. Cuando llegué tu niñera me dijo lo que sucedió. Lo siento tanto, amor mío ... debe haber sido muy doloroso para ti.

-Pero no hubiera querido que mi madre sufriera.

-Lo entiendo muy bien. Pero ahora somos libres ... libres para estar juntos, Olinda. No puedo someterme a los convencionalismos, ni esperar el período de luto.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos cuando el conde dijoi:

-Una de las razones por las que se entretuve un poco más d elo que pensaba en venir a buscarte fue que me quedé una noche en Londres, para obtener una licencia especial. ¿Quieres escuchar lo que he planeado?

-Tú sabes que ... sí.

-Nos casaremos en secreto, porque nuestro matrimonio no puede ser anunciado en varios meses, y entonces te llevaré a mi casa en Leicestershire.

-¿No a Kelvedon?

-No ara nuestra luna de miel -contestó él con una sonrisa-. No quiero que sientas celos de la casa. Quiero dedicarme por completo a mi esposa, hasta que ella esté segura de que la amo más que a nada en el mundo ... ¡más aún que a Kelvedon!

-¿Lo dices ... en serio?

-¡Claro que sí! ¡Y aunque eso es difícil de probar, me propongo lograr que me creas!

Levantó los brazos y la atrajo hacia su pecho, casi con dureza.

-¡Tienes que creerme! -exclamó-. Y ésta es una de las cosas en la que no permitiré discusión alguna. ¿De acuerdo?

Olinda se echó a reír de felicidad.

-Quiero ... creerte.

El la besó con pasión y ella sintió que en su interior se elevaba una llama que respondía al fuego que había en los labios y en los ojos de él.

-¡Eres mía! -dijo el conde-. Cada preciosa parte de ti me pertenece ... y te prometo, mi amor, que no tendrás rival alguna... sólo intereses que compartiremos y que nos pertenecerán a los dos.

-¡Te ... amo! -murmuró Olinda-. Quiero ... hacerte ... feliz.

-Ya lo has hecho -contestó él-. Y existe todo un futuro para nosotros, en el cual descubriremos lo inmensa y maravillosa que puede ser la felicidad.

La hizo darse vuelta hacia la casa y entonces habló con repentina urgencia:

-¿Porqué estamos perdiendo el tiempo?, ¡Casémonos, preciosa mía! Aún tento tanto miedo de que seas sólo un sueño ... de que al llegar la noche te desvanecerás y te perderé para siempre ...

-No, nunca me perderás.

-Otra vez tienes razón -declaró el conde-, porque estarás conmigo durante el día y te tendré en mis brazos en la noche. Eso me hará sentir seguro de que no podrás escapar.

La miró a los ojos, bajo la luz del sol y, como si no hubiera contenerse, volvió a buscar sus labios. Entonces, con resolución, la soltó y, tomándola de la manok, la condujo hacia la casa.

Se dirigieron hacia el jardín, pero cuando llegaron a los arbustos de rosas silvestres y madreselvas, el conde se detuvo.

-¿Nos está sucediendo realmente? -preguntó él-. ¿A ti y a mí, Olinda? ¿Es posible que un hombre surja del infierno de la desesperación para llegar a un paraíso de felicidad?

-Es posible cuando dos personas se aman -respondió Olinda-. Te dije que el amor verdadero es como el ... Santo Grial, y sin embargo ... es posible encontrarlo.

-¡Como lo hemos hecho nosotros! -contestó el conde.

Ella miró con un resplandor en el rostro que él jamás había visto en ninguna otra mujer.

-Como nostros, mi dulce sueño -repitió con gentileza.

Sus labios encontraron los de ella. Entonces se alejaron del jardín bañado de sol, para llegar a lo alto de una montaña inaccesible y se sintieron envueltos en una luz brillante, deslumbradora: La de su amor. Y

20 jun 2009

Capítulo 6 (segunda parte), Bordadora de ensueños

Cuando Olinda terminó de desayunar, Lucy despejó la mesa para colocar sobre ella la colcha de la cama de la duquesa.
La doncella parecía cansada y con pocas ganas de charlar.
Olinda pensó que sin duda se había desvelado hablando con los otros sirvientes y tal vez no había podido conciliar el sueño, aun después de acostarse.
También ella había dormido muy poco.
Aunque actuaba con naturalidad, a pesar de que sacó sus sedas para colocarlas sobre la cama y continuar trabajando en la colcha, sentía que una parte de ella estaba muy tensa.
Estaba esperando el momento en que le dirían que quedaba despedida y que subiera a preparar su equipaje.
Y era muy poco probable que la condesa la dejara ir libre de culpa. Ella no creería, ni por un momento, que Olinda no había alentado las atenciones de Felix Hanson.
Se preguntó si éste ya se habría ido de la casa. Pero no se atrevía a preguntarle a Lucy, que esa mañana no parecía tener nada qué contar.
Eran las ocho y media cuando Olinda comenzó a trabajar. Estuvo preparando las delicadas florecitas de la colcha durante casi una hora, cuando oyó ruido de voces en el corredor.
Hablaban muy alto, en un tono desacostumbrado. De pronto la puerta se abrió con violencia y Lucy entró corriendo.
-¡Oh, señorita!¡Señorita! -gritó. Y la expresión de su rostro hizo que Olinda la mirara asombrada.
-¿Qué sucede, Lucy?
-¡La señora condesa, señorita! ¡Oh, señorita, es horrible!
-¿De que hablas, Lucy?
-¡La señorta condesa está muerta, señorita! ¡Dicen que el señor conde la mató!
Por un momento Olinda no pudo moverse. Entonces dijo con voz aguda:
-¡Eso es ridículo! ¿Quién ha estado diciendo tales cosas?
-Todos, señorita. Cuando la señorita Heyman fue a despertar a milady, hace unos minutos, la encontró ... muerta ... ¡tirada en el piso! ¡Debe haber estado allí toda la noche!¡Y acusan el señor conde!
-¿Cómo pueden hacerlo?
-Es que él mismo lo dijo ... el señor conde dijo: "¡Primero te veré muerta!" Todos lo oyeron ... ¡el señor Burrows, Henry, James! Lo oyeron decir eso, señorita.
-¡Pero él jamás haría tal cosa! -prontestó Olinda enfadada.
-Han enviado por el alguacil, señorita. No le tomará mucho tiempo llegar desde Derby. Y el señor Hanson está en un estado terrible. ¡Henry dice que se le están escapando las lágrimas!
"¡Eso no me lo creo!", pensó Olinda. Pero no hizo ningún comentario con voz alta.
Lucy desapareció y Olinda paseó de un lado a otro de la salita.
Sentía que debía hacer algo, pero no sabía qué.
No podía acercarse al conde en medio de una crisis así. Sin embargo, le parecía imposible que alguien pudiera sospechar, sin importar lo que hubiera dicho en el calor de una discusión, que fuera un hombre capaz de matar a su propia madre.
En una época la había adora; la había amado de forma tan profunda que aún le dolía que ella no hubiera correspondido a su ideal y que hubiera traicionado a su padre.
Y a pesar de su amargura y de su aparente odio, Olinda sabía que el conde aún amaba a su madre.
}Pro eso le dolía tanto que lse rebajara relacionándose con un hombre cmo Felix Hanson.
"Pronto se darán cuenta de su error", de dijo, tratando de tranquilizarse.
Sin embargo, sabía demasiado bien que las palabras dichas por el conde serian repetridas, y tal vez exageradas, por quienes lo habían oído.
Una hora más tarde, cuando se preguntaba con desesperación qué estaría pasando y cómo lograría saberlo, la señora Kingston abrió la puerta.
Olinda notó que había estado llorando. Tenía los ojos rojos e hinchados. Con voz baja, que revelaba el esfuerzo que estaba haciendo por controlarse, le informó:
-El alguacil está aquí, señorita Selwyn, y me ha pedido que el personal se reúna en el vestíbulo porque quiere hablar con todos. Usted no es miembro del personal, pero supongo que el coronel Gibbon espera que baje también.
-Sí, me gustaría estar presente -contestó Olinda.
Cualquier cosa era mejor que seguir sola en su salita, aislada del resto de la casa, sintiéndose presa de creciente ansiedad.
La señora Kingston no dijo nada más. Precedió a Olinda a través del corredor y más allá de la puerta forrada de paño verde.
Al descender por la escalera principal, Olinda vio al alguacil, vestido con uniforme azul con banda roja. Estaba de pie, dando la espalda a la alta chimenea de mármol.
El conde se hallaba parado junto a él y, al verlo, Olinda sintió que su corazón daba un vuelco.
Estaba muy pálido, pero tenía un aspecto lleno de dignidad que Olinda no pudo menos que admirar. No levantó la vista hacia ella cuando bajó la escalera.
Ya había un número considerable de sirvientes reunidos en el vestíbulo. También estaba el señor James Lanceworth y el señor Thomson, el bibliotecario, las doncellas, Burrows y seis de los lacayos, incluyendo a Henry y a James.
Tan pronto como la señora Kingston y Olinda llegaron al final de la escalera, el alguacil anucnió:
-He venido aquí, como todos ustedes saben, porque su ama, la condesa de Kelvedon, fue encontrada muerta. Es evidente que murió anoche y su doncella me informa que cuando quiso atender a su señora, como de costumbra, y ayudarla a acostarse, la señora condesa le negó la entrada de su habitación diciendo que deseaba estar sola.
El alguacil miró a la silenciosa concurrencia y continuó:
-He oído que fue amenazada antes de la cena, cuando subía a su habitación. ¿En donde está el mayordomo?
-Aquí estoy, señor -dijo Burrows dando un paso al frente.
-¿Cómo se llama usted?
-George Burrows, señor.
-Dígame, Burrows, ¿Qué sucedió aquí cuando vino a anunciar la cena?
Burrows miró al conde con una expresión de pronfundo dolor en su rostro
-Quiero la verdad -lo apremió el alguacil al ver que el hombre titubeaba-. Ya he oído lo que sucedió, pero me gustaría que usted lo repitiera.
-Oí que la señora condesa y el señor conde discutían, señor. Milady dijo que se proponía cerrar la casa y despedir al personal.
El anciano se detuvo.
-Continúe -ordenó el alguacil.
-La señora condesa le dijo entonces al señor conde que si quería conservar abierto este lugar podía vender los cuadros, uno por uno.
-¿Y qué respondió el señor conde a eso?
-Dijo, señor ... "¡Primero te veré muerta!"
-¿Alguien más oyó esas palabras? -preguntó el alguacil.
Se oyó un murmullo de James.
-¿Cómo se llama usted?
-James Harter, señor
-¿Lo que ha dicho el señor Burrows es verdad?
-Sí, señor.
-¿Quién más estaba presente en el vestíbulo?
-Yo, señor.
-¿Y cómo se llama usted?
-Henry Jackson, señor
-¿Y usted oyó las mismas palabras en boca de su señoría?
-Sí, señor
Felix Hanson, que estaba de pie en el fondo del vestíbulo, lanzó una exclamación ahogada y se llevó las manos a los ojos.
El alguacil lomiró, pero el conde no movió siquiera la cabeza
Entonces el alguacil le preguntó al conde:
-¿Reconoce usted, milord, haber, dicho esas palabras tal como lo han descrito quienes las oyeron?
-Sí, señor -afirmó el conde.
Todo quedó en silencio. Una de las doncellas lanzó un leve sollozo.
-Tengo derecho, desde luego, a reservar mi defensa hasta que mi abogado esté presente -continuó el conde-, pero quiero declarar categóricamente que dije eso en el calor del momento y que no asesiné a mi madre. ¡Si ella murió a manos de un asesino, esas manos no fueron las mías!
Ahora sí volvió la mirada hacia Felix Hanson, que aún tenía una mano sobre los ojos.
-En vista de las circunstancias, milord -dijo el alguacil-, usted comprenderá que es necesario que le pida que venga conmigo para que la policía pueda tomarle la declaración.
-Por supuesto -contestó el conde.
En ese momento Olinda dio un paso adelante.
-¿Puedo decir algo?
Todos los ojos e los que estaban presente en el vestíbulo se volvieron hacia ella.
Olinda se abrió paso entre los sirvientes hasta quedar frente al alguacil.
-¿Me permite preguntarle su nombre? -dijo éste.
-¡Soy la Honorable Olinda Selwyn, hija del desaparecido Lord Selwyn, que fuera por un tiempo Procurador General de Justicia de Inglaterra!
Surgió una exclamación general de sorpresa y el alguacil dijo con cortesía:
-Recuerdo muy bien a su padre, señorita Selwyn. ¿Tiene usted la bondad de continuar?
-Anoche el señor conde salió de la casa inmediatamente después de haberle decho ese comentario a su madre en este mismo vestíbulo. Se dirigió a la isla que se encuentra en el lago -dijo Olinda-. Yo me reuní allí con él después de las nueve.
-¿Cuánto tiempo permaneció usted con él? -preguntó el alguacil.
-Debe haber sido hasta casi las dos de la madrugada.
-¿Y él volvió con usted a la casa?
-No -contestó Olinda-. El conde dijo que se quedaría en la isla un rato más; y después iría a dar un paseo, tal vez por el bosque, hasta la estatua que está en una colina, por encima de la casa.
-¿Así que usted volvió a la casa sola, señorita Selwyn?
-Caminé a través del mimo sendero por el que había llegado y crucé los jardines hata llegar a los prados.
Se detuvo antes de añadir:
-Me quedé un momento mirando hacia la casa bañada por la luz de la luna. ¡Entonces vi que un hombre bajaba de la ventana y me di cuenta de que correspondía al dormitorio de la señora condesa!
El silencio que reinaba en el vestíbulo pareció revelar que todos estaban fascinados por su relato.
-Mientras yo lo observaba -contiúo Olinda-. él se deslizó por el tubo de desagüe que está situado en una esquina de la casa.
-Eso es algo muy difícil de hacer ¿no le parece? -preguntó el alguacil;
-No para un hombre muy atlético.
-¿Usted lo observó hasta que llegó al suelo?
-Sí. Después cruzó el prado y vi que llevaba algo envuelto en lo que parecía un pañuelo blanco. Lo ocultó, enterrándolo, detrás de uno de los lechos de flores.
-¿Qué usó para hacerlo? -preguntó el alguacil.
-Sus manos -contestó Olinda-. Después volvió a cruzar el prado, abrió con una navaja el bolsillo uno de los ventanales que dan a la biblioteca y entró en la casa.
Por un momento se produjo un completo silencio. Entonces la señorita Heyman, la doncella personal de la condesa, lanzó un grito agudo.
-¡Eran las joyas de la señora condesa lo que había tomado ... el muy pillo! Me di cuenta de que no estaban en su lugar, pero estaba demasiado alterada para mencionarlo. Pensé que tal vez la señora condesa las había guardado en alguna otra parte ... pero han sido robadas ... ¡sí, las han robado, ahora lo sé!
-Creo que las encontrarán intactas en la parte posterior de ese lecho de flores -observó Olinda, con calma.
-¿Reconoció usted al hombre que bajó por el tuvo del agua y enterró lo que sospecho yo que eran las joyas? -preguntó el alguacil.
-Sí -contestó Olinda.
-¿Podría usted decirme quién era?
Olinda miró a Felix Hanson.
Por un momento sus ojos se encontraron. Entonces él exclamó:
-¡Maldita seas! ¡Está bien, yo tomé las joyas! Pensé que nadie las echaría de menos. Pero yo no la maté. ¡Estaba muerta cuando la encontré! ¡Estaba muerta, les digo!
Cuando su voz se elevaba, histérica, uno de los sirvientes puso un telegrama en la mano de Olinda.

10 jun 2009

Capítulo 6, Bordadora de ensueños

Felix Hanson bajó la escalera silbando.
Se sentía de excepcional buen humor porque había logrado derrotar al profesional que había llegado de Derby para jugar tennis con él.
Era la primera vez que lo lograba, después de muchas extenuantes batallas.
También se sentía feliz porque sabía que el lunes por la mañana depositaría el cheque de la condesa, de ocho mil libras esterlinas, en su propia cuenta bancaria. Entonces comenzaría a planear la forma de volver a Londres.
Había pasado la mayor parte de la noche haciendo cálculos y pensando que, una vez liquidadas todas sus cuentas pendientes, quedaría en una posición económica relativamente tranquila.
Después de pagar sus deudas le sobraría poco más de dos mil libras. Por otra parte, tenía un cierto número de regalos costosos que la condesa le había hecho.
Mancuernillas, fistoles, un reloj y una cadena de oro, un anillo de sello y varias otras piezas de joyería podían convertirse en dinero efectivo si surgía la necesidad.
Tenía también tres caballos de carrera, registrados a su nombre y aunque deseaba venderlos, temía que sería dificil puesto que se encontraban en las caballerizas de Kelvedon.
Se daba perfecta cuenta de lo amargada y vengativa que se mostraría Rosalie Kelvedon cuando descrubiera que él se proponía abandonarla y que ya no estaba interesado en ella como mujer.
Sin embargo, pensó Felix, no podía hacer nada contra él.
Trataría de impedirle que reclamara sus caballos, su automóvil y algunos regalos sobre los cuales pudiera disputarle la propiedad.
Al mismo tiempo, sus perspectivas para el futuro parecían bastante buenas y cuando llegó al vestíbulo y miró el gran reloj que estaba apoyado conatra un muro se percató que se había vestido muy temprano y de que aún faltaban veinte minutos para la cena.
Al dirigirse hacia la biblioteca vio que el lacayo que estaba de servicio era Henry, un joven que tenía obsesión por los automóviles que habái sido útil en varias ocasiones
-Buenas noches, Henry -lo saludó.
-Buenas noches, señor -contestó el lacayo con aire respetuoso.
-¿Ya bajó la señor condesa?
-No señor. Tengo tnendido que milady sufría de jaqueca y ha estado descansando. Pero el señor Burrows piensa que bajará a cenar.
Felix Handon sonrió para sí.
"Esta noche tendré el campo libre", pensó "Rosalie se irá a la cama temprano y yo tendré oportunidad de ver a esa chica de los ojos grises".
-Hay algo que quiero que hagas por mí, Henry -dijo con voz baja-. Si te doy una nota, ¿podrías deslizarla debajo de la puerta de la señorita Selwyn como hiciste con la otra que te di?
-Claro que sí, señor.
-Entonces, la tendré lista en un par de minutos.
Fue a la biblioteca a toda prisa y se sentó ante el escritorio.
Tomó un pedazo de papel de escribir y lo colocó sobre el secante.
Escribió entonces:
!Tengo que verte y es muy urgente! Iré a tu salita alrededor de las diez. Deja la puerta sin llave.
Dobló la hoja de papel, se dirigió a la puerta de la biblioteca y le hizo una señor a Henry, que esperba en el vestíbulo.
Le entregó la nota y, silbando con suavidad, cruzó la habitación para quedarse mirando hacia el jardín.
No tenía intenciones de abandonar Kelvedon sin antes haber vesado a la linda bordadora. Se había prometido ese placer y no tenía intenciones de renunciar a él.
La puerta de la biblioteca se abrió de pronto y, al volverse, se encontró frente a la condesa. Una sola mirada a su rostro bastó para que advirtiera que estaba sufriendo uno de sus accesos de furia.
La condesa avanzó hacia el centro de la habitación y dijo con voz baja y amenazadora:
-¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves a cortejar a una mujer a espaldas mías y en mi propia casa!
Felix Hanson caminó con lentitud hacia ella.
-No tengo idea de lo que estás diciendo, Rosalie.
-Sabes perfectamente a queé me refiero -replicó la condesa-, y no te molestes en mentir. Acabo de quitarle esto al lacayo que lo llevaba arriba.
La condesa extendió la nota que él acababa de escribir .
En tanto que Felix Hanson miraba la nota, preguntándose qué podría argumentar, la conesa continuó diciendo:
-El lacayo será despedido ahora mismo, igual que tú, ¡Sal de mi casa! ¡No quiero volver a verte nunca!
-Vamos, Rosalie -dijo Felix Hanson en tono consolador-, ¡esto es ridículo!.
-Te lo advertí la última vez -respondió la condes levantando la voz-. Te advertí entonces que no permitiría sus infidelidades, ni que sedujeras a otras mujeres en tanto me pertenecieras a mí. Tú has elegido. ¡Ahora, puedes largarte!

-Te estás comportando de forma absurda -exclamó Felix Hanson-. Sabes que te amo. En realidad, deseaba hablar con esa chica para pedirle que me hiciera algo que quería regalarte para tu cumpleaños.
-¡Mientes!¡Mientes! -gritó la condesa-. Fui una tonta la haber creído en ti ... al pensar que me querías, cuando lo único que te interesaba era mi dinero y todo lo que pudieras sacarme.
Se detuvo para cobrar aliento y sus ojos verdes relampagueaban cuando continuó diciendo:
-¡El dinero era lo único que querías ... y ahora vas a llevarte una ran desilusión, al menos en ese sentido ! Ordenaré al banco que no pague el cheque que te dí. No podrás presentarlo hasta el lunes y puedo asegurarte que desde este momento no vale ni el papel en que está escrito.
Esperó, como él no dijo nada, continuó:
Cudndo te vayas, deja aquí todos los regalos que te he dado ... de otra manera, te acusaré de robo!
-¡Te equivocas en pensar así! -protestó Felix Hanson débilmente-. Déjame explicarte.-
-No hay nada que puedas decir que amí me interese escuchar -exclamó la condesa templando de furia-. Te he escuchado demasiado tiempo. Me has engañado una y otra vez, !pero fui tan tonta que no me había dado cuenta de ello! ¡Ahora, sal de mi casa antes e que te haga arrojar de ella!
Cruzó la habitación, abrió la puerta de la biblioteca y se volvió para decir:
-¡No quiero saber más de ti, ni quiero volver a verte nunca ... jamás! ¿Está claro?
Su voz pareció retumbar contra las paredes. Caminó hacia el vestígulo y de allí se dirigió al salon, con el cuerpo aún temblado de furia.
Apenas había llegado al a puerta cuando, en dirección opuesta, procedente de un ancho pasillo, apareció el conde. Se mová con tanta rapidez que parecía ir casi corriendo.
-¡Mamá! -exclamó-. ¡Quiero hablar contigo!
-¿De qué? -contestó la condesa.
Ella entró en el salón e hizo un esfuerzo por recobrar la calma. Estaba decidida a que, por el momento al menos, su hijo no se percatara de lo que había perturbado tanto.
Sabía que al conde le daría un gran placer enterarse de que había terminado con Felix Hanson, y en esos momentos no sería deseos de brindarle placer a nadie. ¡Detestaba a todos los hombres, incluyendo a su propio hijo!
El conde la siguió hasta el salón para decir furioso:
-¿Qué diablos has estado haciendo con la capilla?
-¿La capilla? -repitió la condesa sin comprender.
En ese momento no podía recordar nada que se refiriera al lugar mencionado por el conde.
-Sí, la capilla -continuó éste-. ¡Ese ejemplo perfecto de la arquitectura del siglo XVII que casi no ha sido tocado desde que se concluyo su construcción, en 1680! ¡Y digo "casi" ... porque sólo Dios sabe qué le has hecho tú ahora!
-Oh, por supuesto, ya recuerdo -contestó la condesa-. Felix quería usarla como gimnasio. Tenía mucha luz y la forma exacta que él necesitaba, pero me aseguró que el equipo no dañaría los murales.
-¿No sientes respeto ... ni reverencia por nada? -preguntó el conde, y ella notó lo furioso que estaba su hijo.
-Después de todo, la capilla no se usaba nunca -contestó a la defensiva
-¿Y quién tiene la culpa de eso? Se usaba cuando mi padre vivía, y mi abuelo y mis ancestros antes que él. ¡Pero la Casa de Dios nunca fue construida para que sirviera de gimnasio a un gigoló mantenido por ti!
La condesa no contestó y después de un momento el conde continuó:
-¿Realmente te importa tan poco Kelvedon? ¿Tan poco que has sido capaz de arruinar una de las partes más hermosas de la casa?
La amargura hacía vibrar todo su cuerpo. Sus Palabras parecieron destruir el último vestigio del autocontrol de su madre.
Kelvedon! ¡Kelvedon! ¡Siempre Kelvedon! -gritó ella-. ¡Nada cuenta para ti, como tampoco para tu padre, ni para nadie más excepto esta casa! ¡Este monstruoso museo lleno de recuerdos de gente muerta!
Se detuvo, y como había sido tan lastimada por la traición de Felix Hanson, decidió lastimar a su hijo.
-¡Ya he tenido suficiente de Kelvedon! -rugió-. Te diré lo que voy hacer ... ¡Voy a cerrar esta casa! Voy a despedir a todos esos sirvientes decrépitos que insistes en conservar. Me iré a vivir a Londres o al extranjero ... ¡y gastaré hasta el último penique de tu dinero en divertirme!
Irgiendo la cabeza con altivez, la condesa caminó hacia la puerta.
-¡Pueden comenzar a clausurar las ventanas desde mañana!
-¡Mamá, no puedes hablar en serio! -exclamó el conde.
-¡Claro que hablo en serio! -contestó la condesa- Haré exactamente lo que he dicho.
Cruzó el vestíbulo y comenzó a subir la escalera.
El conde la siguió.
-Mamá, discutamos esto con sensatez.
La condesa no contestó, sino que continuó subiendo por la escalera.
-¡Mamá! -exclamó el con en tono suplicante.
Ella volvió la cabeza para mirar por encima de los barrotes del barandal.
-Voy a hacer lo que he dicho, al pie de la letra -contestó-. Cerraré la casa y despediré a toda la servidumbre. ¡Si quieres mantenerla abierta, puedes, desde luego, vender los cuadros ... irlos bajando de los muros, uno a uno!
En su voz había una nota inconfundible de venganza.
Por un momento el conde la miró con furia. Entonces, con voz que temblaba de rabia, dijo:
-¡Primero te veré muerta!
Por unos segundos, ni su madre ni el hijo se movieron.
Entonces, con risa insolente, la condesa continuó subiendo y el conde, con un juramento ahogado, salió por la puerta del frente y bajó la escalinata.
El viejo Burrows, que acababa de entrar en el vestíbulo para anunciar la cena, la siguió con la mirada. La consternación se dibujaba en su rostro.
-Hubo una pelea terrible, señorita -dijo cuando entró con el primer platillo de la cena y depositó la bandeja en una mesita lateral
-¿Una pelea? -se apresuró a preguntar Olinda.
-Por usted, señorita, según tengo entendido.
Los ojos de Olinda se abrieron, llenos de temor, y preguntó:
-¿Dijiste que fue ... por mí ... Lucy?
-Sí, de veras, señorita. El señor Hanson le dio a Henry una nota para que la deslizara debajo de su puerta, como le había dicho que lo hiciera la noche que usted llegó.
Olinda contuvo el aliento.
Así que no había sido Feliz Hanson quien llegara hasta su puerta cerrada, como ella había pensado, sino uno de los lacayos.
Le pareció aún más degradante que involucrara a los sirvientes en sus intrigas.
-El señor Hanson le escribió otra nota esta noche -continuó Lucy-, y le pidió a Henry que se la trajera. ¡Pero Henry es tan tonto ... el pobre! Supongo que no llevaba aquí el tiempo suficiente como para hacer su trabajo.
-¿Qué sucedió? -preguntó Olinda con voz débil.
-Subió por la escalera principal ... ¿se imagina tal impertinencia, señorita? Si el señor Burrows lo hubiera sorprendido se hubiera encontrado en dificultades, pero resulta que se encontró con la señor condesa.
-¿Con ... la señora condesa? -repitió Olinda.
-Sí, señorita. Le quitó la nota y, cuando la leyó, se puso blanca como el papel, según dice Henry.
Olinda sintió que se quedaba petrificada.
Esto significaba, pensó que sería despedida en el acto. Y comprendió que ya no era sólo el dinero que no podría ganar para su madre lo que le importaba, sino también que tendría que dejar al conde.
-¿Qué ... sucedió? -preguntó.
-La señora entró en la biblioteca buscando al señor Hanson. ¿Y puede usted creerlo, señorita? ¡Le dijo que se fuera de la casa y que no quería verlo nunca más!
-¿Y cómo sabes eso?
-Bueno, Henry estaba tratando de escuchar lo que decían y lo hizo cuando la condesa abrió la puerta y le gritó al señor Hanson con toda claridad, como para que todos la oyeran, que no quería volver a saber de él, ni volver a verlo en su vida.
-¿Cómo se atrevió ... a escribirme? -preguntó Olinda entre dientes.
-Eso no es todo, señorita.
-¿Qué más? -preguntó Olinda, pensando que nada peor podía suceder.

-La señora condesa entraba en el salón, cuando el señor conde venía de la capilla hecho una furia.
-¿La capilla? -exclamó Olinda.
-Sí, señorita. Había llevado allí al señor Lanceworth como a las seis de la tarde y sus gritos de furia podían escucharse desde cualquier corredor de la planta baja.
-¿Por qué? ¿Qué sucedió en la capilla? -preguntó Olinda.
-El señor Handon la convirtió en gimnasio y a su señoría eso no le gustó.
-No me sorprende.
-De cualquier modo -continuó Lucy con visible deleite-, fue directamente a hablar con la condesa. Por cierto, ya estaba retrasado para la cena, pues ni siquiera se había cambiado.
Olinda no hizo ningún comentario y Lucy continuó diciendo:
-Comenzaron a gritarse uno al otro en el salón. Entonces la señora condesa dijo que iba a cerrar la casa y a despedir a todo el personal. El señor conde trató de suplicarle, pero ella le dijo que si quería que la casa siguiera funcionando tendría que vender los cuadros, uno por uno.
Lucy se detuvo con expresión dramática, antes de añadir:
-Y entonces el señor conde dijo: "¡Primero te veré muerta!"
Olinda se levantó de la mesa y cruzó la habitación en dirección de la ventana.
Le pareciá imposible creer que lo que Lucy decía hubiera pasadado. ¿Cómo era posible que la condesa hubiese tomado una decisión tan terrible?
¿Y cómo podía hacerlo en ese momento, cuando el conde había decidido quedarse en casa y ocupar el lugar que le correspondía en el condado?
-Se le enfría la cena, señorita -dijo Lucy detrás de ella.
-No deseo comer nada, gracias, Lucy.
-Oh, señorita, el cocinero se va a sentir desesperado! -exclamó Lucy-. El señor conde salió de la casa y no creo que vuelva a cenar. La señora condesa está encerrada con llave en su dormitorio y ni siquiera deja entrar a la señorita Heyman, su doncella.
Lucy levantó el plato para llevarlo de regreso a la mesita lateral.
-Eso significa que el señor Hanson está solo en el comedor -añadio-. Y apuesto que está echando pestes contra sí mismo.
¡Todo lo que ha sucedido es culpa suya!
"Sí, todo es culpa de Felix Hanson", pensó Olinda.
¿Cómo se había atrevido a escribirle una nota que la condesa podía interceptar?
No tenía idea de lo que decía, pero era fácil suponer que pretendía arreglar una nueva cita con ella, como lo había hecho antes.
"Todo es culpa suya", repitió, y pensó en el conde.
Sabía con exactitud adónde había ido, dónde estaría tratando de encontrar un poco de paz, para calmar su desesperación.
Comprendía el golpe terrible que debía haber sido para él lo que había dicho su madre.
¡El que la condesa cerrara Kelvedon heriría mortalmente a su hijo! Aunque él se había exiliado de su hogar por su propia voluntad, había pensado en él, soñado con él, lo había imaginado como había sido siempre.
-¿Está usted segura de que no desea que le traiga nada más, señorita? -preguntó Lucy- Hay un rico platillo a base de gallita de guinea. Le gustaría mucho ... ¡sé que le gustaría!
-Lo siento, Lucy. Pero estoy muy alterada por lo que acabas de comentarme y preferiría quedarme sola.
-Lo entiendo, señorita. ¡Todos estamos alterados, a decir verdad!

Lucy se detuvo para decir:

-Supongo que no tendré problemas para conseguir otro trabajo; pero el señor Burrows decía hace poco que es demasiado viejo y el señor Higson, el valor del señor conde, estaba feliz de no retirarse ... tan feliz que hasta parecía rejuvenecido. Supongo que esto será terrible para él.
Olinda no contestó y Lucy salió de la habitación.
Por algunos minutos se quedó sentada, mirando a través de la ventana, aunque en realidad no veía nada. Entonces supo lo que tenía que hacer.
Abrió la puerta de su salita y, como esperaba, encontró que el pasillo estaba vacío.
Lucy debía haber bajado ya y ella podía imaginar, con toda claridad, al consternación del personal al enterarse de la noticia.
Bajó por la escalera de servicio y salió por la puerta que daba al jardín.
Pegada a los arbustos, para que si alguien se asomaba a una ventana no pudiera verla, cruzó los setos, el jardín rodeando de muros y el huerto. Entonces se dirigió hacia el lago.
La blancura del templo griego resplandecía bajo la luz del sol poniente.
Era más temprano que cuando había estado allí antes, y el puente chino parecía aún más hermoso que la penumbra el crepúsculo.
A la luz del sol podía ver los dorados botones de las flores silvestres que crecían en las márgenes del lago; los cisnes, como gráciles galeones, reflejados en su tersa superficie, y una enredadera de rosas rojas que trepaba por la balustrada.
Tal como esperaba, el conde se encontraba allí.
Estaba sentado en el banco, inclinado hacia adelante, con la cabeza entre las manos.
Se quedó mirándolo y él supo, sin necesidad de levantar la vista, que ella estaba allí.
-¡He fracasado, Olinda! -le dijo.
Al escuchar el sonido de su voz, ella fue a sentarse a su lado,
-¡No! ¡No! -insistió Olinda-. Lo que ha sucedido no es su culpa ... no se haga reproches.
-No debí haberme enfurecido con ella -dijo él-, pero me resultó insoportable descubrir que la capilla había sido convertida en un gimnasio ... el lugar donde mi padre fue tendido cuando estaba muerto, donde yo fui bautizado, un recinto que ha sido parte de mi vida y de la de mis ancestros a través de los siglos ...
-Comprendo muy bien -murmuró Olinda .
-¡Estaba indignado, muy indignado! -dijo el conde, casi como si fuera un niño confesándole un pecado a una persona mayor.
-Su madre acababa de alterarse mucho por lago que sucedió antes que usted hablara con ella -le informó Olinda-. Tal vez cambie de opinión.
El conde aspiró una bocanada de aire, se incorporó y se apoyó en el respaldo del asiento.
No miró a Olinda. Dirigió la vista hacia el lago y hacia la gran casa, en la distancia.
-¿Por qué piensa que hará tal cosa?
-Su madre acababa de ordenarle al señor Hanson que se fuera -explicó Olinda con voz baja.
-¿Que se fuera? -exclamó el conde, y su voz sono como un disparo de pistola-. ¿Cómo lo sabe? ¿Y por qué haría una cosa así?
-Porque el señor Hanson me escribió una nota que la madre de usted interceptó -contestó Olinda con voz muy baja.
El conde se volvió a mirarla con una expresión de total incredulidad en el rostro.
-¿Cómo que le escribió una nota a usted?
-Es la segunda vez que lo hace -explicó Olinda-. Otra nota fue deslizada debajo de mi puerta la primera noche que llegué. En ella decía que esperaba verme en la biblioteca a las doce.
-¿Qué hizo usted con ella?
-¡La rompí en mil pedazos! ¡Pero ... tenía ... mucho ... miedo!
El conde apretó los labios. Luego dijo:
-Sólo se porque sé que la escandalizaría no expreso lo quepienso de ese inmundo villano.
-Creo que es un hombre que se cree irresistible para las mujeres y supuso que nadie en mi posición podía rehursarse hacer lo que él quería -murmuró Olinda.
-Nada de lo que pueda decir sobre él podría hacerme oiarlo más de lo que ya lo odio -repuso el conde.
-La señor condesa le quitó la nota al lacayo que me la llevaba y la leyó. Después, según parece, le dijo al señor Hanson que había terminado con él.

El conde no dijo nada. Y, después de un momento, Olinda continuó diciendo:

-¿No comprende? Su madre había sido profundamente lastimada, así que decidió desquitarse con usted. Creo que mañana, cuando el señor Hanson se haya ido, logrará hacerla cambiar de opinión.

-Lo dudo. Aunque ella se libre de él para siempre, habrá otros hombres. ¡Siempre ha habido otros hombres! ¡Y creo que ella odia Keveldon!

-Eso es comrensible, en cierta forma. Keveldon significa tanto para usted, y su pongo que también significó tanto para su padre,

-¿Es que toda mujer va a estar celosa de ella? -preguntó el conde.

-No lo creo, a menos que quieran que usted les dedique toda su atención a ellas -repuso Olinda-. Pero su madre es tan hermosa que pi9enso que una rival debe resultarle insoportable.

-Comprendo. Pero sin importar lo que usted tratara de decirme para sonsolarme, Olinda, creo que mi madre y yo debemos separarnos. Estoy seguro de que ella se irá a Londres, llevándonos todo el dinero.

Se quedó en silencio. Después prosiguió con un profundo dolor reflejado en la voz:

-¿Cómo puedo fallarle a la gente que confía en mí ... cómo puedo dejar que sufra? Burrows, que es demasiado viejo para encontrar otro empleo; Higson, a quien conservé a pesar de que ya ha pasado la edad del retiro; la señor Kingston, que nunca conoció otro hogar y que ama Keveldon tanto como yo...

-Lo sé -asintió Olinda con suavidad-, y es por eso que debe usted contrar una solución.

-¡Una solución! -exclamó el conde asombrado-. ¿Y dónde cree usted que puede encontrarla?

-Debe pensar en una solución -insistió Olinda-. ¡Tiene que hacerlo!

La sinsistencia de la voz de Olinda hizo que él la mirara sorprendiendo. Entonces dijo en tono diferente:

-¡Tiene razón! ¡Eso es lo que debemos hacer!

-¿No tiene dinero propio? -pregutó Olinda.

-Unas siete mil libras al año -contestó él-. Lo suficiente para vivir con comodidad como soltero, ya sea viejando por el extranjero o viviendo en la casa familiar de Londres. Pero ésta, como todo lo demás, es controlada por mi madre.

Y añadio con amargura:

-Aun en el caso de que cuidara mucho los gastos, mis ingresos anuales apenas alanzarían para cubrir lo que necesita para sostener Kelvedon por un mes.

-Tiene que ahorrar -siguió Olinda-. ¿No hay que pueda vender?

-No pienso aceptar la sugerencia de mi madre de vender los cuadros de la casa -replicó el conde con voz dura-. Nunca pensé que me pertenecieran en mí. Le pertenecen a mi hijo y a los Kelvedon que vengan después de él. Lo mismo puede decirse de la finca. Cada acre es una preciosa herencia que pertenece a las futuras generaciones.

-¿Y no hay nada más? -preguntó Olinda.

-Sí. Un coto de caza en Leicestershire, con unos cuantos centenares de acres, y las caballerizas, llenas de caballos de carreta, en Newmarket -contestó el conde-. Supongo que podría deshacerme de ellos. Me ayudarían a sostener Kelvedon por algún tiempo. Pero, enfretemos la realidad, Olinda: mi madre no es una anciana. Puede vivir veinte o treinta años más.

-Pero no logro creer que puede no pueda hacrla entrar en razón, tarde o temprano.

Ambos sabían lo que estaban pensado sin necesidad de expresarlo con palabra.

Cuando la belleza de la condesa se esfumara por completo, tal vez se alegrara de tener un hijo en el cual apoyarse. Quizá entonces recnocería que él era el único hombre que le quedaba en la vida.

Hablaron y discutieron sobre las diferentes forma y recursos de salvaguardar Kelvedon, hasta que el sol se hundió en el horizonte y el crepúsculo dio paso a la noche.

Una vez más las estellas brillaban sobre sus cabezas y la luz de la luna acariciaba las cúpulas de la casa y la parte superior del templo griego.

La luz era más fuerte que la noche anterior y Olinda podía ver el rostro del conde con toda claridad.

El le habló con absoluta franqueza, pidiéndole consejo, escuchando lo que ella tenía que decir y, poco a poco, a medida que transcurieron las horas, comenzó a mostrarse más confiado, más seguro de sí mismo.

-¡Usted puede hacerlo! Yo sé que puede hacerlo! -lo animó ella-. Será difícil. Pero debe explicarle la situación a todos: al personal, a los granjeros, a cuantos viven en la propiedad, y pedirles que trabajen con usted para salir adelante.

-¿Cree que aceptarán?

-Sé que lo harán. Lo quieren mucho y confían en usted.

El aspiró una profunda bocanada de aire y Olinda supo que había logrado vencer su desesperación. Había una luz de batalla en sus ojos que no había visto antes.

-¡Este es un reto para usted! -le dijo con suavidad-. Si lo acepta, sé que vencerá todas las dificultades, todos lo problemas ... ¡y, al fin, triunfará!

Hablaba con entusiasmo y por primera vez en varias horas él se volvió a mirarla. Vio la luz de la luna reflejada en sus ojos y en su cabello.

-¿Por qué confía usted en mí? -le preguntó.

-No lo sé, pero confió -contestó ella con sencillez.

-¿Con todo su corazón?

-Con todo mi corazón -respondió Olinda, y sabía que era verdad.

Había estado tan concentrada pensado en él que ni por un momento, desde que cruzara el lago, había pensado en ella misma.

Durante todo el día se había sentido abrumada por las dudas y la desesperanza, deprimida por lo que había sucedido la noche anterior.

Pero ahora, sólo podía pensar en que había logrado producir una enorme diferencia en la actitud de él, en que había conseguido aliviar su desventura y le había hecho tener confrianza en sí mismo.

Por primera vez, se sintió llena de timidez.

-Debe ser muy ... tarde -dijo-. Debo ... volver.

Se levantó, y el conde también se puso de pie.

Permanecieron mirándose. Entonces el conde dijo con voz baja:

-¿Va a ayudarme, Olinda? No podría hacerlo sin usted.

-¿Está ... seguro que desea ... mi ayuda?

Él sanrió.

-Más seguro de lo que he estado nunca en mi vida.

-Entonces haré ... lo que usted ... desee.

La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia su pecho. Olinda se estremeció.

No la besó. Se limitó a oprimirla con fuerza y a apoyar su mejilla contra la de ella.

-Aún no puedo creer que seas real -dijo, tuteándola por primera vez-. Tú eres mi sueño, el sueño que siempre he soñado aquí, junto al templo. Y eso es lo que quiero que seas, porque es lo único que me mantendrá cuerdo, que me dará fuerzas para seguir luchando.

Olinda no conatestó.

Nunca había imgainado que podría ser tan feliz por el simple hecho de estar centa de él, de sentir su rostro contra el suyo, y saber que la necesitaba.

Entonces la soltó:

-Ve a casa, mi cielo -dijo él-. Te sentirán muy cansada mañana. Pensé mucho en ti, trabajando atan duro durante todo el día.

-¿Qué vas hacer tú? -preguntó Olinda.

-Me quedaré sentado aquí un rato más -contestó él, pensando no sólo en Kelvedon, sino también en ti. Después daré un paseo. Tal vez suba por el bosque hasta donde está la diosa de la sabiduría. Siento que tú y yo, Olinda, vamos a necesitar su ayuda en lo que nos espera.

-Ella ha cuidado Kelvedon durante todos estos años -observió Olinda-. Estoy segura de que no te fallará ahora.

-Tú siempre dices lo correcto.

El conde tomó la mano de Olinda y se la llevó a los labios.

-Gracias, mi amor -dijo-. Estas no son las palabras adecuadas, pero entre nosotros no hay necesidad de ellas.

-Buenas noches -respondió Olinda con suavidad.

Se dio vuelta y se alejó sin mirar atrás. Cruzó el puente y encontró el camino que conducía de regreso a casa.

Se sentía en paz con ella misma y sabía que había dejado ese mismo sentimiento de paz en el conde.

Era como si ambos hubieran sostenido una tremenda batalla, uno al lado del otro ... una batalla en la que habían intervenido no sólo sus corazones sino también sus mentes y sus almas. Y había ganado ...

Aunque en el futuro los esperaban muchas otras, ésta era, pensó Olinda, la más importante.

Había llegado a los prados situados frente a la casa y se volvió para buscar la protección de los arbustos. Quería llegar a la puerta del jardín sin ser vista.

Levantó la vista hacia el gran edificio, que a la luz de la luna parecía un palacio de cuento de hadas, y supo que bian valía la pena luchar por él.

Entonces se quedó rígida, invadida por una repentida sorpresa.


23 may 2009

Bordadora de Ensueños, Capítulo 5 (Continuación)

Olinda termino de reparar la cortina en la alcoba de la duquesa una hora después de que Félix Hanson y la condesa se alejaron. Comprendió que se había salvado por un verdadero milagro
Entonces recogió sus sedas de bordado, limpió las tijeras, que tenían una desagradable gota de sangre en la punta, y regresó a su habitación.
Tocó la campanilla y, cuando Lucy apareció, le pidió:
-¿Tendrías la bondad de preguntarle a la señora Kingston si pueden traerme la colcha de la cama de la duquesa, para que pueda trabaje con ella aquí?
-Sí, por supuesto, señorita -contestó Lucy.
Olinda estaba segura de que Felix Hanson le diría a la condesa que no se había dado cuenta de que había alguien allí, y si la condesa se iba más tarde a averiguar la verdad por ella misma no encontraría a nadie en la alcoba de la duquesa.
Era un movimiento astuto: si la encontraban trabajando en su propio cuarto, eso confirmaría la versión de él y disiparía cualquier sospecha de la condesa.
Detestaba verse mezclada en las mentiras de aquel hombre, pero comprendía que el hecho de ser despedida ahora, cuando había tanto trabajo por delante, sería muy doloroso para ella.
Además, debía reconocer que no soportaba la idea de irse sin saber qué haría el conde, o si prestaría alguna atención a lo que ella le había sugerido la noche anterior.
Eso hubiera sido como leer un libro y perderlo a la mitad, sin enterarse nunca de cómo terminaba la historia.
Era difícil adivinar cuál sería el fin del drama de los Kelvedon.
Aunque le había aconsejado el conde que se quedara en su casa, se preguntó si un hombre que sentía de ese modo respecto a la relación de su madre con Felix Hanson soportaría que le recordara todos los días lo que estaba sucediendo.
Debía ser humillante para él tener que ser cortés, aunque de una manera fría y distante, con Felix Hanson. Y Olinda podía comprender la repulsión que el sólo ver a ese hombre provocaba en el conde.
A ella le producía la misma sensación ... ¡aunque lo que lla sintiera no tuviera ninguna importancia!
Pero, ¿qué alternativa tenía el conde? ¿Volver a París y, si lo que la señorita le Bronc decía era cierto, morderse el corazón de nostalgia, anhelando volver a su casa, a su país, a sus caballos, a sus posesiones, y a todo lo que formara parte de su misma sangre?
"¿Como es posible que su madre no se dé cuenta de lo que le está haciendo?", se preguntó Olinda.
La noche anterior, había tratado de lograr que el conde comprendiera el punto de vista de la condesa. Su belleza comenzaba a marchitarse y todo lo que ella más deseaba se esfumaría junto con su juventud.
Al despertar esa mañana, Olinda se había preguntado cómo había podido defender a una mujer que representaba lo opuesto a todo lo que ella consideraba bueno y noble.
Sabía que a los ojos de su propia madre, por ejemplo, la condesa era ni más ni menos que una mala mujer.
Ella hubiera querido consolar al conde, borrar su amargura, convencerlo de que la conducta de su madre, por criticable que fuera, no debía envenenar su vida.
Se abrían tantas perspectivas ante él, había tanto que podía hacer: no debía ser frenado por una mujer que nunca había tomado en consideración a su hijo ni le había importado lo suficiente como para negarse a sí misma un placer sensual.
Cuando cosía la colcha que las doncellas habían colocado sobre su mesa de trabajo, Olinda descubrió que le resultaba imposible permanecer ajena a los problemas que había a su alrededor.
Las fantasías que con tantas frecuencias ocupaban su mente en el pasado se habían concentrado ahora en la verdadera historia del conde.
Lucy llegó a la hora del almuerzo para quitar el trabajo de Olinda de encima de su mesa. Mientras colocaba el mantel de lino blanco dijo:
-La señorita francesa se fue esta mañana.
-¿De veras? -preguntó Olinda sorprendida.
-El señor conde la llevó a la estación del ferrocarril, en Derby. Antes de marcharse, le dijo a la señora Kingston, que estaba ansiosa por volver a París. "De cualquier modo, señorita, espero que haya usted gozado de un buen descanso aquí". le dijo la señora Kingston con mucha cortesía. "Tendré mucho tiempo para descansar cuando esté en la tumba", le contestó ella "¡Este lugar parece una cripta y no entiendo cómo ustedes lo soportan!"
Lucy lanzó una carcajada.
-¿Qué le parece eso, señorita? La señora Kingston se sintió escandalizada y, cuando se lo contó al señor Burrows, él dijo: "Uno nunca sabe lo que son capaces de decir los extranjeros. No son como nosotros, y si usted me lo pregunta, me alegro de que así sea".
Olinda se echó a reír sin poder evitarlo, pues casi podía oír al viejo mayordomo emitiendo esa sentencia.
Al mismo tiempo, su corazón cantaba de alegría. !El conde no había vuelto de Francia con la señorita le Bronc!
Quizá eso significara que se proponía quedarse en la casa por un tiempo indefinido. Ella hubiera querido verlo y preguntarle que pensaba hacer.
Entonces pensó que era poco probable que él quisiera volver a hablar con ella.
"Ahora el conde tratará de evitarme", se dijo con un suspiro "como yo debo evitarlo a él".
La idea era deprimente y, a medida que el día transcurría y ella cosía la colcha de la cama de la duquesa, comprendió que deseaba con una intensidad casi física, volver a estar con el conde y hablar con él.
Esa noche, después de cenar, como estaba segura de cuáles eran los sentimientos del conde, comprendió que el único lugar al que no debía ir era al templo griego, en la isla.
Con aire resuelto, salió por la misma puerta que había usado la noche anterior; pero ahora caminó a través de los jardines que había en la parte posterior de la casa.
El sol aún brillaba con intensidad, aunque las sombras comenzaban a alargarse. Olinda sabía que el conde debía estar cenando.
Nadie podría verla. Se deslizó entre los rosedales, con un antiguo reloj de sol en el centro, para cruzar luego a través de los setos.
Los jardines, que ascendían suavemente por la ladera, estaban trazados de tal modo que constituían un continuo deleite y una constante sorpresa para toda persona que caminaba por ellos.
Encontró un pequeño laberinto y sintió el deseo pueril de explorarlo. Pero no lo hizo, pues temía perderse.
Una límpida cascada caía hacia un pequeño jardín acuático, en el que brillaban estanques salpicados por plantas exóticas, que Olinda supuso, fueron traídas de lugares lejanos.
Subió por un lado de la cascada, usando un tramo de escalones de piedra, y por fin salió de los jardines para dirigirse a un conjunto de arbustos donde abundaban los brillantes rododendros, que estallaban en una profusión de escarlatas, púrpuras y blanco.
El camino serpenteaba, siempre ascendiendo, hasta que por fin se encontró en lo alto de una colina, con Kelvedon allá abajo.
Observó la estatua de una diosa, esculpida en el mármol blanco y, se sentó a contemplar el valle.
Podía ver los jardines, la gran casa y, más allá del lago.
A través de las ramas de los árboles apenas podía adivinar el templo griego y se preguntó si el conde iría allí creyendo que ella lo estaría esperando.
Entonces empezó a reír de su propia presunción
¡El no tenía ningún interés en ella! Había sido sólo un rostro que hablaba en la oscuridad y, como estaba tan desesperado, sus palabras habían parecido importantes y él le había concedido una atención que jamás le habría otorgado en otras circunstancias.
¿Cómo podía esperar otra cosa cuando ella sólo era una empleada más en su casa?
El paisaje que se extendía frente a ella era muy hermoso. El sol comenzaba a ocultarse, llenando el cielo de colores, y sólo se escuchaba el sonido de los bosques cercanos. Nada alteraba la paz y el silencio del día moribundo.
Sólo se oía el aletear de los pájaros que volvían a sus nidos y el rumor de pequeños animales que se movían en la espesura.
Olinda se preguntó cuántas personas habrían subido a aquel lugar para encontrar la paz y para escapar, tal vez, de las dificultades y problemas que los esperaban en la mansión de abajo.
Kelvedon había sido construida para la felicidad, como le había dicho el conde la noche anterior.
Reflexionó sobre sus habitantes y pensó en cómo se destrozaban con la pasión y la violencia de sus emociones, cuando esto no era más que un simple desperdicio de tiempo.
Sólo tenían unos cuantos años para vivir y cuando ellos murieran, Kelvedon permanecería allí, fuerte e inconmovible.
Pensó en todos los Kelvedon que habían vivido en la casa y, de manera particular, en el conde actual. Le pareció que podía ver su rostro como si estuviera junto a ella, y que podía oír su voz con tanta claridad como cuando le habían hablado la noche anterior.
Entonces, de pronto, ¡sus sueños volvieron a convertirse en realidad!
-Yo sabía que la encontraría aquí –dijo una voz profunda.
El conde se sentó junto a ella.
Olinda no se estremeció. Sabía que era inevitable que apareciera, porque había estado pensando intensamente en él.
-¿Cómo supo que estaría … aquí? –preguntó.
-Estaba seguro de que su timidez le impediría ir al templo –contestó él-, y éste es el otro lugar a donde yo vengo para soñar y encontrar un poco de paz.
-Yo no sabía … eso.
-Tal vez no de forma consciente, pero sin duda alguna, inconsciente sí –dijo él-. Como puede ver, usted y yo no podemos evitarnos. Como había supuesto, usted está aquí.
Ella lo miró y le pareció más joven y más feliz de lo que esperaba.
Estaba vestido de etiqueta y se preguntó, cómo podía haber escapado tan pronto del comedor.
Entonces comprendío que había estado sentada bajo la estatua durante bastante tiempo, porque el sol se había hundido ya detrás del horizonte y el cielo comenzaba a oscurecer.
-¿No está lo bastante interesada como para querer un informe completo –preguntó el conde.
-¿Un informe? –repitió Olinda sorprendida.
-Acerca de cómo se ha cumplido sus órdenes.
Se estaba riendo de ella, pensó Olinda, pero no lo hacía de una forma cruel, ni desagradable. De hecho, percibió una intimidad en su tono de voz que la hizo sentir un poco tímida.
-Esperaba que estuviera interesada –continúo el.
-Estoy interesada en cualquier cosa que usted quiera decirme, pero pensé que tal vez hoy…
El conde sonrió y su rostro pareció transformarse.
-Sabía con exactitud lo que usted estaría pensando, pero está muy equivocada. No me arrepentí de haber confiado en usted. No me siento turbado por el hecho de que fuéramos tan francos el uno con el otro. ¡Sólo quería averiguar si usted estaba en lo cierto … y lo estaba!
Olinda lo miró asombrada.
“¿Cómo pudo saber él?”, se preguntó, “lo que ha rondado en mi mente durante todo el día?
Entonces, al darse cuenta de lo que él deseaba que dijera, preguntó:
-¿Me contará lo que ha estado haciendo?
-Después de que mi invitada se marchó para regresar a Francia … y usted me habría dicho , si hubiera sido lo bastante valerosa, que había cometido un error al traerla aquí … me dediqué a visitar mis granjas.
-¿Y se alegraron de verlo? –preguntó Olinda.
-¡Ciertamente, parecieron alegrarse mucho! Creo que yo no había comprendido antes que quienes viven en una finca muy grande sienten que son dueños del propietario, tanto como éste lo es de ellos.
-Usted es parte de su vida.
-Una parte importante –reconoció el conde-, pero no me había dado cuenta.
-¿Y ahora?
-Todos quieren que me quede aquí. Desean tener la posibilidad de explicarme lo que están haciendo, contarme sus hazañas, pedir mi ayuda cuando las cosas salen mal.
-¿Y eso le ha hecho sentirse feliz?
-Todo el mundo desea ser querido. Supongo que mi padre me habría dicho, si yo lo hubiera escuchado, hasta qué punto la vida de uno está entrelazada con la vida de la gente que trabaja la tierra de uno, que le entrega su vida a través del trabajo diario.
Olinda unió las manos.
-Me alegro … me alegro tanto … de que haya descubierto eso … por usted mismo.
-Debí haberlo sabido antes –observó el conde-. Ahora debo tratar de recuperar el tiempo perdido. Desperdicié dos años y, de algún modo. Tengo que reponerlos.
-Sé que podrá hacerlo –repondió Olinda con voz baja.
-¿Cómo lo sabe?
-Lo sé del … mismo modo que supe anoche lo que … debía … decirle que … hiciera.
El conde guardó silencio. Después dijo:
-Hábleme de usted.
-No hay nada qué decir –contestó Olinda-. Mi madre está enferma y necesito dinero para sus alimentos y medicinas. Tengo muy pocas habilidades, pero sé bordar.
-Yo pienso que usted tiene muchas habilidades. La percepción, la clarividencia, llámela usted como quiera … es una de ellas.
-Tal vez “instinto” sería una palabra más adecuada –sugirió Olinda con suavidad.
-Un instinto para saber lo que es correcto. ¿Podría un ser humano pedir más?
El conde la miró. Su cabello parecía muy claro contra la oscuridad de los árboles que los rodeaban.
-¿Sabe usted lo que representa esta diosa? –le preguntó.
-Es atenea, la diosa de la sabiduría –explicó el conde-, que sabía más cosas que todos los dioses y todos los hombres juntos, -¿No es la sabiduría uno de los elementos que usted consideraría imporante para el amor?
-Muy importante –asintió Olinda, pensando en Hortense de Mazarín.
-Y la sabiduría es algo que pocas mujeres poseen –continuó el conde-. Y, sin embargo, es lo que la mayoría de los hombres temen encontrar en una mujer bonita.
-¿Por qué?
-Ningún hombre quiere a una mujer que sea más inteligente que él.
-Creo que estamos hablando de dos cosas diferentes. Ser inteligente es una cosa … ser sabia es algo muy diferente.
-¡Tiene razón, por supuesto que tiene razón! –exclamó el conde-. ¿Cómo es que usted, Olinda, siempre puede colocar las cosas en su perspectiva correcta? ¡El instinto de la sabiduría! Si, eso es lo que un hombre necesita.
De pronto el conde se puso de pie.
-Venga –dijo-, la llevaré a casa. Cuando oscurece es difícil encontrar el camino de regreso a través del bosque.
Olinda se preguntó si estaba inventando una excusa para librarse de ella; pero cuando entraron en el cosque comprobó que, como él había dicho, era bastante difícil encontrar el camino, aun bajo la media luz del crepúsculo.
También había que bajar los escalones cercanos a la cascada y, cuando llegaron a los jardines, la luz del día casi había desaparecido y la oscuridad empezaba a envolver el lugar.
Caminaron en silencio a través de los prados. Sin embargo, sin tratar de explicárselo, Olinda sentía como si estuvieran hablando
No sabía qué decían; sólo sabía que estaba contenta, llena de una extraña alegría que no podía comprender y que parecía nacer del hecho de que el conde se encoantraba a su lado.
“Se debe a que está haciendo lo que le aconsejé”, pensó.
Pero supo que ésa no era la verdadera respuesta.
Llegaron hasta la puerta lateral de la que Olinda tenía la llave. El la tomó de su mano, la hizo girar en la cerradura, y sostuvo la puerta abierta para que ella entrara.
-Buenas noches, Olinda –dijo-, gracias.
Ella tomó la llave de su mano, y al hacerlo, sus dedos tocaron los de él. Sintió como si una corriente eléctrica hubiera sacudido su cuerpo.
Entonces levantó la vista interrogante hacia él, que inclinó la cabeza como si fuera a besar su mejilla.
-Gracias –comenzó a decir … pero sus labios encontraron los de ella.
Olinda volvió a estremecerse, y esta vez fue como si un rayo hubiera penetrado dentro de ella.
Los brazos del conde la rodearon y su boca a presionó la suya.
Por un momento fue una sensación cálida y excitante, que Olinda nunca había sentido, y comprendió que siempre había imaginado que un beso debía ser exactamente así.
Y, de pronto, se convirtió en un éxtasis, tan perfecto que estaba más allá de toda posibilidad de descripción.
Después ya no pudo pensar. El tiempo se quedó inmóvil …
No supo cómo se había movido, pero de súbito se encontró dentro de la casa.
La puerta se cerró tras ella y se dio cuenta de que estaba sola.

Olinda permaneció largo tiempo tendida boca abajo sobre la cama. No se había desvestido y no podía recordar cómo había subido la escalera para llegar a su habitación.
Todo su cuerpo vibraba al compás de una música extraña y apasionada.
No podía soportar la idea de volver a la tierra de enfrentarse a la realidad … para saber que la luz se había ido y que la gloria que había sentido había desaparecido con ella.
“¿Por qué no se había dado cuenta”, se preguntó, “de que el amor es así?”.
¿Por qué no había comprendido, desde el momento en que viera al conde, de pie junto a la ventana, que él era el hombre que podía provocar en ella el éxtasis sobre el cual había leído, ese éxtasis que hubiera querido buscar si hubiera tenido idea de dónde encontrarlo?
Este era el Santo Grial del que ella misma había hablado. Este era el amor verdadero, el amor que experimentaban el cuerpo, la mente y el alma.
Entonces, como si cayera desde una gran altura hacia un valle de oscuridad, se dijo que el conde debía sentir algo muy diferente.
Debía haber besado a centenares de mujeres y ella sólo había sido una más.
Se sentía emocionado por sus logros de ese día y agradecido con ella pñorque le había sugerido lo que debía hacer.
¡Eso era todo! No había hablado de amor. El no estaba enamorado de lla, ni había posibilidades de que lo estuviera nunca.
Ella no tenía nada qué ofrecerle al Conde de Kelvedon, que con seguridad era un soltero muy codiciado en el mundo de la alta sociedad y que desde muy joven debía haber sido perseguido por infinidad de mujeres debido a su título y a sus grandes posesiones.
El hecho de que estuviera abrumado por la infelicidad que le causaba la conducta de su madre no cambiaba nada. Socialmente era un magnífico partido, además de ser un hombre muy atractivo.
"¿Cómo pudo pensar, siquiera por un momento, que podría interesarse en mí?", se preguntó Olinda. "Aunque supiera quíen soy, eso no haría ninguna diferencia. ¡No tengo nada qué ofrecerle, nada en lo absoluto!
Ante ese pensamiento, los últimos vestigios del éxtasis que la había conducido a un paraíso muy suyo se fueron alejando hasta dejarla hundida en un infierno también muy personal.
"Si no me hubiera sentido así, ahora no sufriría tanto por lo que estoy perdiendo", pensó.
Entonces supo que la vida nunca volvería a ser la misma para ella.
Tal vez dramatizaba, quizá exageraba lo que había sucedido. Sin embargo, comprendió que después de haber tocado la gloria, aun por un breve segundo, jamás podría aceptar un sustituto.
"Siempre supe que tenía que ser así", se dijo.
Sin embargo, también sabía que al permitir que el conde la besara, había destruido cualquier posible oportunidad de ser feliz.
"Pero, ¿cómo podía saber? ¿Cómo hubiera podido adivinar que él inatentaba besarla?", se preguntó desolada.
Imaginó que él pensaría en ella como Felix Hanson lo había hecho ... como una mujer sin principios, dispuesta a coquetear con cualquier hombre que le prestara atención.
Quiza hasta pensaría, que ella estaba dispuesta a dejar que el coqueteo fuera más allá, hasta convertirse en una relación ilícita.
Ese pensamiento la escandalizó.
"No era posible que él pensara eso ¿Cómo podría hacerlo?"
Sin embargo, sabía que era posible.
Las muchachas que habían sido bien educadas, como lo había sido ella, no permitirían que un hombre al que sólo habían visto en dos o tres ocasiones las besara con pasión.
Ella no había forcejado, no había protestado. Se había rendido a un éxtasis que había acabado hasta con su capacidad de pensar.
"¿Un beso será así siempre?", se preguntó y de inmediato supo la respuesta.
Si Felix Hanson la hubiera besado, habría sido muy diferente. Se hubiera sentido disgustada, asqueada y ofendida.
Sólo el conde podía despertar en ella sensaciones que hasta entonces había ignorado que existían.
"¿Cómo puedo dejar que lo hiciera? ¿Por qué no anticipé lo que podía suceder?"
Se repitió la misma pregunta una y otra vez. Entonces, como no había respuesta, casi contra su voluntad y debido a que no podía evitarlo, se permitió revivir el éxtasis y la inexplicable maravilla de los labios del conde.
"He hablado del amor y he pensado en él", se dijo. "Pero en realidad no sabía lo que era. ¡Ahora puedo comprender por qué los reyes han renunciado a sus tronos, por qué los hombres han iniciado guerras y por qué otros han muerto mil muertes para demostrar su amor!".
Contivo la respiración.
"Es más grande y más brumador de lo que un ser humano puede concebir. ¡En verdad que es parte del Universo!".
Entonces, como pensó que nunca volvería a encontrarlo y que lo que significaba todo para ella se había perdido para siempre, comenzó a llorar.
Lágrimas de autocompasión descendieron por sus mejillas y comprendió que toda sensatez del mundo no sería capaz de detenerlas.