16 ene 2009

Bordadora de Ensueños, Capítulo 1

1898

LLEGO la carta, mamá!
–¿De qué hablas. Olinda?
Lady Selwyn trató de sentarse, pero le fue imposible.
Olinda corrió a su lado y con habilidad y gentileza, ayudó a su madre a incorporarse en la cama y arregló las almohadas para que se sintiera cómoda.
Lady Selwyn tenía un rostro muy dulce, aunque parecía algo congestiado por el dolor. Levantó la vista y dijo con temor:
–¿Quieres decir que contestaron la tuya?
–¿Sí, mamá ¿Recuerdas que juntas leímos el anuncio y decidimos que yo era capaz de hacer lo que solicitaban?
–¿Van a enviarte el trabajo aquí?
–No, mamá. Eso es lo que quiero discutir contigo.
Lady Selwyn unió sus delgadas manos en un gesto de preocupación, como anticipando que iba a recibir una impresión muy fuerte.
Olinda sonrió para tranquilizala. Después se sentó junto a la cama y dijo con suavidad
–Por favor, mamá no te agites. Antes debes escuchar lo que tengo que decirte. Sabes tan bien como yo que tengo que encontrar alguna forma de ganar dinero; de otra manera, nos moriremos de hambre.
Sonrió al decirlo, para disimular un poco la amargura de sus palabras, pero Lady Selwyn se estremeció y Olinda continuó a toda prisa:
–Tal vez a ti no te lo parezca, pero yo creo que ésta es una excelente oportunidad y no estaré ausente mucho tiempo.
–¡Ausente! – repitió Lady Selwyn con voz débil deteniéndose precisamente en la palabra que Olinda sabía que la alteraría.
Se apresuró a abrir la carta que había dejado sobre su regazo y leyó con voz alta:
Casa Kelvedon
Debyrshire
Señorita:
En respuesta a su carta del quince del presente, he sido autorizado por la Condesa viuda de Kelvedon para informarle que desearía que viniera usted aquí tan pronto como le fuera posible para inspeccionar los bordados que requieren restauración.
Si usted tiene la capacidad, lo cual parece muy posible de acuerdo a con la muestra que nos ha proporcionado, a la señora condesa le gustaría que comenzara el trabajo de inmediato.
La estación de ferrocarril más cercana a la Casa Kelvedon es Derby. Se ordenará un vehículo para que acuda a recibirla, en cuanto conozcamos el día y la hora en que llegará el tren en que viajará
Respetuosamente suyo,
James Lanceworth,
Secretario.
Olinda terminó de leer, y miró a su madre con expresión interrogante.
–Como puedes ver, mamá estaré trabajando para una dama de la nobleza. La residencia de la Condesa Viuda de Kelvedon debe ser muy respetable.
–¡Pero serás su empleada! –exclamó Lady Selwyn –¡Te tratarán como si fueras una costurera, Olinda!
–¡Tanto mejor, mamá! –contestó Olinda–. Pienso qué en realidad, tendré una categoría similar a la de una institutriz. Eso significa que no estaré en contacto con los caballeros atrevidos y peligrosos que, según tú sospechas, me esperan al a vuelta de la esquina.
Río con suavidad antes de añadir:
–¿Sabes, mamá? Si tomara en cuenta sus temores y ansiedades, me volvería muy vanidosa.
Olinda poseía todas la razones imaginables para ser vanidosa, excepto que no tenía a nadie que le dijera halagos, salvo a su propia madre, que la adoraba.
Era muy bella. Sus grandes ojos grises resaltaban en la carita pequeña y puntiaguda, su cabello era del color del trigo maduro. Esbelta y graciosa, los largos dedos, como la expresión de sus ojos, expresaban una naturaleza sensitiva.
Eso se hacía evidente en la gentileza y compasión que demostraba ante todas las personas que conocía.
En realidad sus contactos, tanto con hombres como con mujeres, eran muy escasos.
En los dos últimos años, Olinda se había dedicado a cuidar de su madre enferma, y casi nunca salía más allá del jardín de la pequeña casa solariega, que se encontraba en una parte aislada de Huntingdonshire. Allí había muy pocos vecinos que pudieran visitar a Lady Selwyn, sobre todo desde que, a causa de su mala salud, sólo podía recibir en su dormitorio.
La esposa del vicario era una visitante ocasional, al igual que varias damas ancianas que vivían en las pequeñas casitas de la aldea.
Solían pasar semanas enteras sin que Lady Selwyn y Olinda vieran a nadie.
Ollinda nunca se quejaba. Amaba profundamente a su madre y comprendía, con tristeza, que Lady Selwyn se debilitaba cada día más. Sólo la comida muy cara tentaba a su apetito, pero muchas de las cosas que hubiera podido comer estaban fuera del alcance de sus posibilidades.
–¡Tenemos que hacer algo, mamá! –le había dicho Olinda con firmeza apenas dos semanas antes.
Aunque Lady Selwyn había lanzado un grito de horror ante la idea de que su hija tratara de ganar dinero, Olinda había dicho con gran sentido práctico:
–No hay alternativa, mamá. Podríamos vender la casa, pero dudo de que alguien quisiera comprarla. Hace poco leí un artículo en el periódico diciendo que el mercado está saturado de propiedades en venta.
Lady Selwyn no contestó y Olinda continuó diciendo:
–Y si vendiéramos la casa, ¿adónde iríamos a vivir? ¡Y no es precisamente la casa la que devora nuestro dinero… es la comida que nosotras consumimos!
–La comida que consumo yo –comentó Lady Selwyn con aire desventurado-. ¿En verdad debo comer tanto pollo, tantos huevos … tanta leche?
–Es lo que ordenó el doctor, mamá y tú no puedes vivir de aire o de los pocos vegetales que cultivamos en la huerta.
Después de un momento, agregó:
–Desde luego, podríamos despedir al viejo Hodges. Pero sabes tan bien como yo que a su edad ya no conseguiría otro trabajo y en cuanto a Nany, sólo recibe su suelto a intervalos irregulares.
–No podríamos prescindir de Nanny –declaró Lady Selwyn a toda prisa.
–Bueno, entonces debes estar de acuerdo conmigo en que es urgente que consiga algún tipo de trabajo –dijo Olinda–, Lo que sin duda resultará muy difícil puesto que no estoy preparada para hacer algo productivo.
Nanny había resuelto el problema recordándole a Olinda que una cosa que podía hacer excepcionalmente bien era bordar.
–Tal vez si bordara ropa interior de seda o pañuelos de muselina como los que le hago a mamá –había comentado Olinda con aire reflexivo–. Podría encontrar una tienda dispuesta a comprármelos.
Lady Selwyn había lanzado una exclamación de horror:
– ¿Cómo podrías ir tú a una tienda, a vender cosas hechas por tus manos? –preguntó–. La sola idea me resulta insoportable.
–Estaba pensado –intervino Nanny-, que en las grandes casas debe haber damas y caballeros cuyos cortinajes bordados, y aun sus propios cuadros, necesitan reparación. ¿Recuerda, señorita Olinda, con qué habilidad restauró usted ese cuadro que pertenecía a su abuelita?
Olinda se había vuelto a mirar el cuadro que colgaba de la pared. Era un tapiz de tipo gobelino, tejido en seda e hilo metálico, que representaba un precioso ejemplo del arte francés del siglo XVII
Lo había encontrado en el desván, junto con muchas otras cosas que se habían enviado a la casa después de la muerte de su abuela.
–¡Qué bello sería este gobelino mamá –había exclamado Olinda–, Si no estuviera tan dañado!
En verdad, era un cuadro muy hermoso, con la imagen del verano representado por un joven que sostenía una mazorca de maíz. Su cabeza estaba adornada con una guirnalda de rosas, amapolas y madreselvas.
En el fondo se veían guirnaldas de frutas que simbolizaban la estación, adornadas con pájaros.
La misma Lady Selwyn, antes de enfermar, había sido una bordadora muy hábil. Su madre, que era mitad francesa y se había educado en Francia, le había dado lecciones sobre este arte.
Después, Lady Selwyn le enseño a Olinda que el arte del borado se había desarrollado en Francia en la época posterior a las Cruzadas.
–Luis XI y Carlos VII llevaron a Francia bordadores italianos –le dijo–, y la mayor parte de los exquisitos trabajos que se aprecian en los ropajes eclesiásticos y en las cubiertas de los altares fueron realizados por damas nobles bajo la supervisión de expertos de la Iglesia.
–¡Qué Fascinante! – había exclamado Olinda.
–En el siglo XVIII –continúo Lady Selwyn–, Madame Pompadour puso de moda los tapices bordados. La superioridad de los gobelinos franceses era reconocida por todas partes y los demás países de Europa se disputaban el derecho a comprarlos.
–Me lo imagino –repuso Olinda.
Durante el reinado de Luis XV, los diseños habían sido alegres, frívolos y graciosos. Después de la muerte del rey Madame de Mainteuor estableció en St. Cyr una escuela para muchachas, las que dedicaban gran parte de su tiempo a trabajos de aguja.
–¿Aún existen muestras de sus trabajos?
–Por desgracia –contestó su madre– muchos de los bordados de las iglesias y palacios fueron destruidos durante la revolución Francesa, y se le ordenó a los bordadores que extrajeran los hilos de oro y plata de los bordados.
–¡Qué crueldad! –había exclamado Olinda.
Como se interesaba tanto en el bordado, le pidió a su madre que le enseñara las puntadas que había aprendido cuando era niña. Así pronto bordada con tanta habilidad como la propia Lady Selwyn.
Cuando no estaba leyendo, se sentaba a dibujar divertidos diseños que inventaba, bordándolos luego en pañuelos o cojines.
Para entonces Lady Selwynya estaba demasiado débil como para bordar ella misma, pero le gustaba que Olinda se sentara junto a su cama para poder charlar con ella mientras trabajaba. Y era la crítica más severa del trabajo de su hija.
En la casa había muchos ejemplos de la labor de Olinda, pero cuando llegó el momento de enviarle una muestra a la Condesa viuda de Kelvedon la selección no resultó fácil.
Nanny había sugerido que consultaran los anuncios del Times para saber si había alguien que requiriera algún tipo de bordado.
–Es posible que haya damas que necesiten que les borden sus bolsos de mano –Sugirió Nanny–, o tal vez que les hagan un bonito centros de mesa.
–O cubiertas para cojines –añadió Olinda–. Son fáciles de hacer y me encanta copiar los diseños antiguos que encontré en un libro de papá.
En el anuncio que encontraron se solicitaba a alguien experto en una forma de bordado en la que ella no había pensado antes. Decía:
Dama de nobleza requiere un bordador, o bordadora, hábil y experimentado para reparar los cortinajes de camas antiguas. Escríbase al secretario, Casa Kelvedon, Derbyshire
–¡Eso significa que deberías ir a Derbyshire! –exclamó Lady Selwyn cuando Olinda le leyó el anuncio.
–Lo sé, mamá, pero estoy seguro de que deben pagar bien por ese trabajo. Sospecho que las cortinas deben ser de los siglos XVI o XVII y, como tú sabes, ése es uno de los bordados que puedo realizar con mayor facilidad.
–¿Por qué no mandan las cortinas aquí? –preguntó Lady Selwyn.
–Porque, además de ser muy valiosas, resultarían pesadas y difíciles de manejar –contestó Olinda–. Además, ¿por qué van a quitarlas de donde están? Una bordadora siempre debe estar dispuesta a ir al lugar desde donde la solicitan. Y, con toda franqueza, a mí me encantaría conocer la Casa Kelvedon.
–¿Has oído hablar de ella? –preguntó su madre.
–Estoy segura de que es una casa magnífica e impresionante –contestó Olinda–. En algún lado, en el fondo de mi mente, tengo la impresión de que he visto fotos de ella. Tal vez en los viejos ejemplares de la revista Ilustrated London News que guardaba papá. Los voy a revisar, para ver si encuentro algo allí.
–Si, hazlo, querida –asintió Lady Selwyn–, aunque aún no he decidido si te dejaré ir o no.
Olinda extendió la mano para ponerla sobre la de su madre.
–¿Crees que te dejaría, mamá, si no fuera absolutamente necesario? –preguntó con suavidad.
–¿Es cierto que ya no nos queda ni un penique? –preguntó Lady Selwyn con un ligero temblor en la voz.
–Estamos muy cerca de ello –contestó Olinda–. Y aún faltan dos años para que estemos libres de deudas y puedas volver a disponer de tu pensión.
Las dos mujeres guardaron silencio. Pensaban en la impresión que les había causado, después de la muerte de Gerald, descubrir las fuertes deudas que había dejado.
El hermano de Olinda, seis años mayor que ella, había muerto tres años atrás. Luchaba en la frontera noroccidental de la India y su muerte había acaecido en una escaramuza con una tribu de tan poca importancia que el asunto ni siquiera fue publicado en los periódicos. Cuando la noticia llego a Huntingdonshire, algo en Lady Selwyn murió también. A partir de entonces cesó de luchar para seguir viviendo o para mejorar su salud.
Adoraba a su hijo y aunque amaba a Olinda, era Gerald quien iluminaba a sus ojos con su presencia, y quien la sostuvo y la consoló después de la muerte de su esposo.
Lady Selwyn tenía una pensión por una cantidad suficiente de dinero como para vivir con comodidades, y que le hubiera permitido ahorrar para que Olinda gozara de la ropa y las diversiones a que tenía derecho cuando hiciera su debut en sociedad.
Pero cuando Gerald murió descubrieron que no sólo debía una cantidad considerable de dinero, pues en la India la mayoría de los subalternos vivía en un nivel superior al que justificaban sus ingresos, sino que además en un momento de debilidad, o de extrema generosidad, había garantizado un pagaré de un compañero de armas que tenía problemas con sus acreedores.
Debió haber sido una de esas coincidencias, había pensado Olinda, que se producen con tanta frecuencia en la vida real, pero que la gente supone que sólo suceden en los libros.
La misma semana en que Gerald murió en la frontera, su compañero, que había sido enviado en una misión especial a Calcuta, murió de cólera.
Entonces, el pagaré que Gerald garantizaba pensando que jamás tendría que cubrir él mismo, fue presentado a su madre por la empresa a la que había sido otorgado.
Lady Selwyn no tuvo alternativa: debió cubrir el adeudo garantizado por su hijo. Y la única forma en que pudo pagar las cuentas que él dejó pendientes, junto con ésa, fue hipotecar tres cuartas partes de su pensión por un período de cinco años.
Ella y Olinda, sólo se quedaron con lo necesario para sobrevivir en la casa y pagar los sueldos de Hodges, que se ocupaba del jardín, y de Nanny, que atendía la casa.
–Tendremos que ser muy cuidadosas con el dinero –había dicho Olinda–, pero nos las arreglaremos.
Ya no hubo vestidos nuevos para ella, ni la oportunidad de viajar a Londres, cuando cumplió dieciocho años. Su madre había planeado que pasara en Londres alrededor de un mes. Tenía parientes allí y Olinda, durante la temporada social, podría hacer su presentación en la corte.
A ella no le había importado que esos planes fracasaran, pero cuando la salud de Lady Selwyn comenzó a empeorar de manera progresiva, los alimentos especiales que los médicos ordenaban para ella y las medicinas, hicieron imposible que el dinero les alcanzara.
Ahora, sabiendo lo precaria que era la situación financiera, Olinda dijo con firmeza:
–Iré a la Casa Kelvedon, mamá. Pero tú no debes preocuparte por mí. Te prometo que trabajaré con tanta diligencia que volveré cargada de soberanos de oro casi antes que te des cuenta de que me he ido.
Le tomó muchas horas persuadir a Lady Selwyn de que era la única solución posible.
Por fin, Olinda le escribió al señor James Lanceworth para informarle que llegaría a la estación de Derby a las cinco en punto del miércoles treinta de mayo.
Cuando ya estaba vestida para el viaje, con un traje de batista azul zafiro que ella misma se había confeccionado, cubierto por una capa de viaje del mismo color, se le veía tan atractiva que Lady Selwyn extendió las manos para decir:
–¡No debería ir sola, Olinda! ¿Y si algún … caballero se muestra … desagradable contigo?
–Viajaré en un compartimiento “solo para damas”, mamá –le dijo tranquilizándola–. Y en cuanto a los caballeros que pueden haber en la Casa Kelvedon, estoy segura de que serán demasiados altivos como para fijarse en una humilde costurera.
–He oído historias –observó Lady Selwyn con voz baja–, sobre institutrices que eran insultadas en las casas donde trabajaban. Prométeme que todas las noches cerrarás con llave la puerta de tu dormitorio.
–Por supuesto, mamá. Lo haré si tú lo deseas. Y si veo siquiera la sombra de un caballero subiendo por la escalera de servicio, me encerraré bajo llave y pediré a gritos que acuda la policía.
–¡No estoy bromeando, Olinda!
–Lo sé, queridísima mamá. Te preocupas demasiado por tu pollita que va a lanzarse al mundo sola, y por primera vez. ¿Te has olvidado de que tengo diecinueve años y ya no soy una niña tonta?
Sonrió y agregó:
–Me conduciré con la mayor seriedad, y te prometo que si presenta alguna situación desagradable volveré a casa en el acto.
–¿Me juras que lo harás? –Insistió Lady Selwyn–. Todo el oro del mundo, Olinda, no vale el riesgo de que seas insultada o tratada de una forma que haría que tu padre se enfadara conmigo por permitirte iniciar esta loca aventura.
–Logras que lo que voy hacer parezca frívolo y alegre, mamá –dijo Olinda sonriendo–. Te aseguro que sólo será trabajando duro, pero estoy dicidida a que sea bien pagado y eso es todo lo que importa.
Al hablar adelantó su pequeña barbilla y, por un momento, Lady Selwyn recordó que Gerald hacía un gesto muy similar cuando quería salirse con la suya.
Como sucedía siempre que pensaba en su hijo, el dolor de haberlo perdido volvió a hacerse presente y guardó silencio mientras Olinda continuaba diciendo:
–Nanny cuidará de ti, mamá, y le he pedido a todos nuestros amigos de la aldea que te visiten. La señora Parsons vendrá a leerte y las señoritas Twitlet se turnarán para cortar las flores del jardín y colocarlas en tu dormitorio, así como para comprarte lo que necesites.
Suspiró.
–Todos han sido tan bondadosos, que supongo que al volver descubriré que ni siquiera me has echado de menos.
–Te extrañaré cada minuto del día, queridita mía –dijo Lady Selwyn–, y no me sentiré feliz hasta que regreses, sana y salva.
–¡Y rica! –añadió Olinda inclinándose para besar a su madre.
Sin embargo, no sintió la misma confianza cuando llegó a la estación del ferrocarril y se encontró rodeada por una gran cantidad de gente que esperaba para tomar el tren hacia Londres.
No era posible viajar a Derby directamente. La única manera de hacerlo era ir a Londres y, desde allí tomar un expreso a Derby, lo que significaba salir de Huntingdon muy temprano en la mañana.
Lady Selwyn había insistido tanto sobre los peligros en que podía verse envuelta, que Olinda se sintió aliviada cuando por fin pudo sentarse en un compartimiento de segunda clase, “sólo para damas”, y el tren salió de la gran metrópoli hacia Derby.
Entonces, comenzó a invadirla una sensación de aventura y por primera vez se sitió excitada, en lugar de temerosa, respecto a lo que le esperaba al final de su viaje.
Sería emocionante conocer la Casa Kelvedon porqué como ella había pensado, era una de las más importante de Inglaterra.
Había encontrado un artículo completo sobre ella en un número atrasado del Illustrated London News.
Al leerlo descubrió que había sido construida durante el periodo de la Reina Isabel, en el lugar que antes ocupara un monasterio.
La casa se había erigido en tres etapas. Primero se efectuó la construcción sobre los restos del antiguo edificio, que había sido abandonado en 1536, año en que el Rey Enrique VII suprimió los monasterios.
Algunos años más tarde había sido ampliada y enriquecida por el primer Conde de Kelvedon, que fue chambelán de la Reina Isabel.
Fue terminada y se volvió la más espléndida a fines del siglo XVI
“Será maravilloso conocerla”, había pensado Olinda al contemplar los dibujos de la casa que ilustraban el artículo.
En la publicación también se hablaba sobre la importancia de su dueño. Era un hombre de sesenta y cinco años que aún seguía ocupando puestos clave en la corte y atendía con frecuencia a la Reina Victoria.
Seguí un largo relato sobre la relevancia que ese hombre tenía para el país y, al final, declaraba que se había casado con Lady Rosaline Alward, hija del Duque de Hull, y que tenían un solo hijo.
Olinda consultó la primera página de la publicación y vio que ese ejemplar del Ilustrated London News estaba fechado cinco años atrás.
“Eso significa”, pensó, “que el conde ya debe haber muerto pues la carta proviene de la Condesa viuda de Kelvedon”.
Guardó la revista y no se hizo ningún comentario, pensando que, si Lady Selwyn conocía la existencia de un nuevo conde se pondría aún más nerviosa.
Ahora, a medida que el tren avanzaba hacia Derby, se preguntó qué edad podría tener el hijo. Parecía probable que tuviera unos cuarenta años y, que, por lo tanto, no constituyera el tipo de peligro que su madre temía.
“Pobre mamá”, pensó Olinda, “ella piensa que aún nos movemos en el ambiente de la alta sociedad. No comprende que la pobreza asegura que uno ocupe la posición muy baja en la vida”
Al preparar sus maletas para el viaje no había sido necesario elegir qué ropa debía llevar, sino llevar todo lo que tenía.
Ella misma había confeccionado sus vestidos, que eran muy sencillos, y pensó que si la Casa Kelvedon era tan elegante como decía el artículo, debía alegrarse de estar confinada en la parte que correspondía a la servidumbre.
Allí no encontraría a las elegantes damas, ni a los atrevidos caballeros, que debían ser atendidos en la parte principal de la casa.
Al mismo tiempo, sabía que estaría trabajando precisamente allí.
En el artículo se hacía referencia al llamado dormitorio de la Reina Isabel y a la gran cama donde había dormido.
Había otra habitación conocida como la alcoba de la Duquesa de Mazarín”, porque en ella había dormido la amante del Rey Carlos I, Hortense Mancini.
Debido a que había disfrutado mucho de la visita a esa casa, le habían obsequiado a sus anfitriones unos magníficos cortinajes franceses para la cama, que aún estaban intactos.
Olinda llevaba con ella su estuche de trabajo lleno de sedas para bordar, pero estaba segura de que necesitaría muchas más.
Esperaba que la condesa viuda estuviera dispuesta a pagar por ellas, ya que eran costosas y le quedaba muy poco dinero.
Sólo llevaba la cantidad mínima para el pasaje y para dar propinas a las doncellas que la atendieran.
Estaba segura de que serían las menos importante de la casa y que no esperarían mucho.
Por esa razón, no había podido dejar mucho dinero para su madre. Le había dicho Nanny que en el momento en que recibiera cualquier remuneración por su trabajo, la enviaría de inmediato a la casa.
“!Es una aventura!”, pensó a medida que el tren aumentaba de velocidad. Se asomó por la ventanilla y contempló la campiña bañada de sol. “Me alegro de poder visitar Kelvedon en el verano. Los jardines deben estar muy hermosos. Habrá mucho qué contarle a mamá sobre ellos y, desde luego, sobre la casa misma”.
Su padre le había enseñado muchas cosas sobre cuadros y muebles.
El nunca había tenido dinero suficiente para ser coleccionista de objetos hermosos, pero eso no le impedía apreciarlos y tener buenos conocimientos sobre ellos.
Había viajado por Italia y le describió a Olinda, las obras maestras que había visto en el Vaticano y en los grandes palacios de Roma.
Como su hija lo había escuchado con gran atención, le había comprado libros para que pudiera conocer más sobre esos tesoros artísticos. Y aunque aún era muy pequeña, la había llevado a algunos de los museos de Londres.
“Me gustaría que papá estuviera conmigo ahora”, pensó Olinda.
Aunque su padre había muerto cuando ella tenía quince años, aún lo echaba de menos. Con el relato de sus valiosas experiencias, había despertado en ella una sed de conocimientos que, en los últimos años, desde su madre estaba enferma, no había tenido oportunidad de satisfacer.
De vez en cuando iba a Huntingdon en la diligencia y regresaba con algún libro que deseaba leer y en el cual había gastado su dinero, en lugar de comprar tela para un vestido o un nuevo sombrero.
Por fortuna, el vicario tenía una biblioteca bastante extensa.
Aunque la mayor parte de los libros eran anticuados y poco interesantes, Olinda podía tomar prestados los que deseaba y había encontrado algunos que había despertado su interés.
“Pero soy ignorante, muy ignorante”, pensó, “¿Qué diría papá si supiera las pocas oportunidades que he tenido de aprender un poco más?”
No había respuesta para esto, excepto que ahora, por primera vez, tendría oportunidad de conocer una casa que era parte de la historia, y podría saber muchas cosas sobre su contenido.
“¡Es emocionante!” se dijo Olinda una vez y otra vez durante el largo viaje. Y, cuando por fin salió a la estación de Derby, sitió que estaba en un nuevo mundo.
Un elegante lacayo de librea, con pantalones blancos y botas muy pulidas, se acercó a ella y levantó su sombrero de copa en señal de respetuoso saludo.
–¿La señorita Selwyn? –preguntó.
–Sí, soy yo –contestó Olinda.
–Afuera hay un carruaje esperándola, señorita –dijo–. Yo me encargaré de su equipaje.
Tomó su bolso de viaje y le ordenó a los mozos que trajeran su baúl del vagón de equipaje y lo condujeran fuera de la estación.
Olinda observó que el carruaje era de diseño muy moderno y lo tiraban dos caballos.
Otro lacayo la ayudó a subir y cubrió sus rodillas con una manta ligera.
Ataron su baúl a la parte posterior del vehículo y el carruaje se alejó de la estación.
Olinda se asomó por la ventana para ver la población de Derby, pero pronto las casas quedaron atrás y se encontraron en campo abierto.
La tarde avanzaba ya y las sombras producidas por el sol comenzaban a alargarse; podía ver campos fértiles, espesos bosques, y de vez en cuando, al fondo de largas avenidas, importantes mansiones bordeadas por olmos.
Creía saber, aunque no estaba segura, que Derbyshire era un condado elegante y que los nobles que vivían en él eran ricos e ilustres.
“Tal vez ofrezcan bailes y cenas casi todas las noches” pensó, y se preguntó cómo sería todo si ella se dirigiera a la Casa Kelvedon como invitada y no como simple costurera.
-No debes usar tu título –le había advertido Lady Selwyn cuando contestó el anuncio del Times.
-¿Crees que sería embarazoso para quienes me contratan que usara el título de honorable, al que tengo derecho? –preguntó.
-No quisiera que nadie que haya conocido a tu padre sepa lo que estás haciendo –contestó Lady Selwyn-. Pero Selwyn es un apellido bastante común y, a menos que tú se los digas, no hay razón para que alguien adivine quién eres.
-No, claro que no, mamá –reconoció Olinda-, y te asuro que la señorita Selwyn, costurera, no despertará ninguna curiosidad.
La condesa viuda había sido bastante amable al enviar un carruaje muy cómodo a buscarla, cuando ella esperaba el tipo de carreta abierta en la que los sirvientes viajaban casi siempre.
Se preguntó cómo sería su ama. Se dijo que si su marido, de estar vivo, hubiera cumplido setenta años, no era ilógico pensar que ella debía tener más de sesenta. Tal vez fuera tan frágil como su madre.
A causa de la enfermedad, Lady Selwyn representaba mucho más de los cincuenta y cuatro años que en realidad tenía. La pérdida de su marido y de su hijo le había quitado esa alegría de vivir que siempre la había caracterizado y que Olinda recordaba tan bien.
Sin embargo, los recuerdos desaparecieron de su mente cuando los caballos cruzaron dos enormes puertas de hierro forjado, y avanzaron a través de una larga avenida bordeada por viejos robles. A juzgar por el grosor de sus troncos, debieron haber estado allí como centinelas del camino cubierto de grava, durante siglos enteros.
Más allá de ellos, del otro lado del pequeño valle, había un lago y, después de él, Olinda vio por primera vez la Casa Kelvedon.
Era aún más espléndida y hermosa de lo que parecía en la revista.
Sus cúpulas, la aguja central, las altas chimeneas estilo Tudor, se recortaban contra el azul profundo del cielo de la tarde, y sus largas ventanas parecían lanzar calidos destellos, como si le dieran a Olinda una bienvenida especial.
Era grande e impresionante; sin embargo, excepto su tamaño, no había nada en ella que inspirara temor
Olinda había pensado siempre que las casas tenían rostros. El de la Casa Kelvon le pareció un tanto altivo y orgulloso, pero, al mismo tiempo, era un rostro cordial que reflejaba bondad.
Observó la gran puerta de entrada en el centro del edificio y la escalinata de piedra que conducía a ella; pero no se sorprendió cuando el carruaje dio la vuelta hacia la izquierda y se detuvo ante una entrada más pequeña.
Sin embargo, a pesar de que sabía muy bien que no podía ser recibida como invitada de honor en aquella magnífica casa, por un momento Olinda se sintió desilusionada.
“Podré ver el vestíbulo de entrada después”, se dijo.

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