25 ene 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 2

Esta es la habitación de la reina -dijo la señor la Kingston, y Olinda se quedó con la boca abierta.
Era más espléndida de lo que ella imaginara y deseo que su madre pudiera verla.
Era un cuarto enorme, con una hermosa cornisa realzada en oro. Los muros estaban cubiertos con paneles de madera pintados con flores y capullos.
La amplia cama, con su pesado dosel tallado, estaba rodeada de cortinajes bordados de una forma que Olinda supuso que debían ser única.
-Es hermoso! -exclamó.
-Imaginé que lo creería así -contestó el ama de llaves con orgullo.
Olinda ya se había percatado de que la señor Kingston y otros sirvientes de su categoría sentían que los tesoros de la Casa Kelvedon les pertenecían casi tanto como ellos pertenecían a la familia.
Ese sentido de pertenencia estaba en su sangre. La señora Kingston había dicho que llegó a servir a la gran casa cuando era una chiquilla de doce años. Y que al hacerlo seguía los pasos de su madre, de su padre y de dos parejas de abuelos. Todos ellos habían trabajado en esa finca durante toda su vida.
La señora Kingston tenía ya los cabellos casi grises, pero su rostro aún parecía fresco, sin arrugas. A pesar de ello, poseía una autoridad que Olinda estaba segura de que había inspirar gran temor a las muchachas jóvenes que trabajaban bajo sus órdenes.

-No hay mucho qué restaurar en esta cama -observó la señora Kingston-, pero ahora que lo pienso, una de las cortinas necesita algunas puntadas.
Se detuvo.
-Oh!, sí, aquí está! Como verá usted, donde el fleco se une al bordado se ha soltado algunas de las hebras.
-Puedo repararlo con mucha facilidad -señalo Olinda.
Se sentía casi abrumada por las bellezas de la casa. Antes de conducirla a los dormitorios, la señora Kingston la había llevado a hacer un recorrido por la parte principal. Así conoció el gran salón de banquetes, con sus paredes cubiertas con murales pintados por Verrio.
Eran tan bellos, que Olinda se hubiera quedado allí todo el día, contemplando los intrincados detalles de las pinturas. Sentía como si las figuras míticas que el pintor había realizado pudieran bajar de los muros para hablar con ella.
El llamado "salón oficial", que era el salón principal, no le pareció tan atractivo como otras habitaciones, quizás porque se sintió abrumada por las enormes figuras de los tapices tejidos en la Fábrica Real de Mortlake, que reproducían los célebres cartones de Rafael.
Sin embargo, le hubiera gustado que su madre puediera verlos, así como también los muebles que uno de los primeros condes de Kelvedon había traído de China.
Los gabinetes laqueados parecían perfectos, aun en aquella casa inglesa.
La biblioteca fue la habitación que más la emocionó.
El techo, obra de Laguerre, con realzados en yeso pintados de dorado, era magnífico. Supo que hasta principos de siglo la habitacione se había usado como galería.
Le pareció que poseía una belleza y una atmósfera muy propias, y que la frangancia del cuero antiguo de los libros producía una placentera sensación
Cuando llegaron a los dormitorios principales, Olinda trató de olvidar los cuadros, los muebles, los objetos de arte, los techos y los murales de abajo para concentrarse en lo que iba a ser su propia tarea.
La señora Kingston la llevó primero a ver la que lla llamaba la "Suite del amo", que había sido diseñada para el primer Conde de Kelvedon por el constructor original de la casa.
"El conde debió haber decidido dormir tan bien como vivía", pensó Olinda.
La enorme cama era tan alta que llegaba hasta el techo pintado. El escudo de armas de los Kelvedon estaba tallado en la cabecera, y se repetía en el bordado con hijo de oro de los cortinajes de terciopelo rojo.
Las paredes estaban cubiertas de espejos, cuyos marcos tallados también ostentaban en lo alto el escudo de armas. Los paisajes pintados alrededor de la cornisa mostraban diferentes partes de la propiedad.
La única pintura moderna era un magnífico retrato de la condesa, que se hallaba sobre la repisa de la chimenea.
Al verlo, Olinda volvió a pensar que en su juventud debió haber sido muy hermosa.
Con el cabello rojo y los ojos verdes, contra la blancura transparente de su piel, parecía aún más atractiva que las venus pintadas en el techo.
-La señora condesa era hermosísima cuando la pintaron -dijo con voz alta.
-Cuando el difunto señor se casó con ella, era considerada la muchacha más hermosa de Inglaterra -contestó la señora Kingston.
-Me lo imagino. Aun hoy es muy bella.
-Todos tenemos que envejecer -contestó la señora Kingston con una nota un poco aguda en la voz-, pero a algunas personas les cuesta trabajo aceptar ese hecho.
Después de una pausa, añadió:
-Le mostraré la habitación de la señora condesa.
Se dirigió hacia una puerta que comunicaba las dos habitaciones por dentro y Olinda, al dar una última mirada a la enorme cama con cortinajes de terciopelo, se percató de que el dormitorio del que estaba saliendo se encontraba realmente en uso.
En el tocador había cepillos de marfil, un par de zapatillas de hombre junto al sillón, y varios objetos sobre un mueble de cajones.
Sobre otro de los sillones había un par de guantes de montar, que debió haber sido arrojado allí después de que el valet aseara la habitación.
-Los armarios que hay aquí se usaban como vestidores en la época del Rey Jorge, pero ahora sirven para guardar toda la ropa de la señora condesa.
Abrió la puerta y Olinda entró en otro espléndido dormitorio, decorado en tonos muy suaves de azul y de rosa.
El techo pintado mostraba ángeles en lugar de diosas. Los muebles, al igual que los postes de la cama, eran de madera tallada, pintada de plata.
-Qué bello dormitorio! -exclamó.
Al mirar a su alrededor pensó que era un ambiente muy favorecedor para la hermosura de la condesa.
-Originalmente, los cortinajes de la cama eran color de rosa -Explicó el ama de llaves-, pero se sustituyeron, como puede usted ver, por taffeta azul pálido. Por lo tanto, señorita Selwyn, esta habitación no requerirá de sus servicios.
-Lo siento mucho -contestó Olinda con una sonrisa-. Es tan hermosa que me hubiera encantado trabajar en ella.
-Creo que la habitación de la Duquesa de Mazarín, también le gustará. Allí hay mucho trabajo para usted -dijo la señora Kingston.
Olinda iba a seguirla cuando vio un retrato colorado a un lado de la repisa de la chimenea.
Era de un joven de cabello oscuro y rostro muy atractivo. Ya había visto tantos retratos en la casa, que no dejó de asombrarla el hecho de que éste hubiera llamado su atención.
-¿Quién es? -preguntó.
-Su señoría, el actual conde, pintado por Sargent -contestó la señora Kingston.
-Es muy apuesto –comentó Olinda.
-Era un bebé precioso y el joven más atractivo que es posible imaginar –comentó la señora kingston con un nuevo entusiasmo en la voz.
-¿Vive aquí?
Hubo una pausa y Olinda sintió que había sido un tanto indiscreta. El ama de llaves rompió el silencio y dijo, en un tono de voz muy diferente:
-Su señoría ha estado en el extranjero los últimos dos años.
-¿Sin volver aquí? –preguntó Olinda sorprendida-. ¿Cómo pudo soportar dejar esta casa por tanto tiempo?
-Su señoría debe tener sus razones –replicó la señora Kingston con cierta rigidez y Olinda comprendió que había sido indiscreta.
-Perdone si parezco curiosa –se apresuró a decir-. Pero la casa me fascina, al igual que la historia de sus dueños.
La señora kingston pareció suavizarse un poco.
-Debe pedirle al señor Thomson, bibliotecario y encargado de los tesoros artísticos, que le busque un libro en el que se relata todo sobre la casa y la historia de los Keveldon hasta la época actual.
-Leí sobre el difunto conde en el Ilustrated London News. Comentaba los distinguido que era y los muchos puestos importantes que ocupó.
-Era un gran caballero, señorita Selwyn, Todos admirábamos a su señoría y nos sentiamos orgullosos de tabajar para él. Fue un día muy triste aquél en que murió.
La señora Kingston hablaba, con evidente sinceridad. Olinda se preguntó si estaría desilusionada con el actual conde.
Al mismo tiempo, cuando se refería a él, la cordialidad de su voz era inconfundible.
“Hay algo extraño aquí”, penso.
Entonces pasaron al siguiente dormitorio y Olinda pudo evitar lanzar otro grito de asombro.
Los muros de la Duquesa de Mazarín estaban cubiertos de tapices bordados con ninfas que corrían por el bosque, la cama, con sus cortinajes bordados, eran aún más expléndidas de lo que ella esperaba.
Durante la noche, Olinda había pensado en Hortense, Duquesa de Mazarín, y había recordado su historia y el porqué de su llegada a Inglaterra.
Hortense Mancini, una de las tres sobrinas del Cardenal Mazarín, poseía numerosas cualidades. Además de ser muy bella, era una de las herederas más ricas de Francia.
El cardenal le había seleccionado como esposo a Armand de la Porte de la Meillaraye, quien aceptó que cuando se casara con Hortense tomaría el nombre de Mazarín y el ducado que lo acompañaba.
Ella había llegado al matrimonio su exquisita belleza italiana, una fuente inagotable de apasionado amor y el regalo de bodas del cardenal, consistente en treinta millones de francos.
Por desgracia, poco después de la boda su flamante esposo comenzó a mostrar síntomas de locura. Aunque estaba enamorado de la belleza de Hortense, luchaba contra ella porque pensaba que todos los placeres físicos conducían al infierno.
Recorría el palacio entonando cánticos religiosos, golpeaba con un martillo estatuas antiguas de inapreciable valor y cubría con pintura negra todos los cuadros que consideraba indecentes.
En el espacio de siete años, Hortense le dio un hijo y tres hijas. Pero él estaba tan decidido a borrar del mundo la lujurio que lo perseguía, que le ordenó a los boticarios que le arrancaran a sus hijas mujeres todos los dientes de adelante, para que fueran feas.
La duquesa logró impedirlo y soportó con paciencia aquella vida tormentosa. Pero un día no pudo más y huyó.
El duque intentó hacerla encarcelar en un convento que servía como prisión a prostitutas y mujeres de vida dudosa.
Presentó centenares de cargos indecentes y perversos contra ella, hasta que por fin, después de una serie de extrañas y peligrosas aventuras, la desventurada mujer llegó a Roma. Pero tampoco allí pudo encontrar la paz.
Una y otra vez se vio obligada a huir a diferentes lugares de Europa para salvar su vida, hasta que por fin llegó a Holanda y de allí se embarcó hacia Inglaterra.
Cuando llegó a Londres, el Rey Carlos II fue a recibirla en persona. Hortense tenía treinta años y era una de las mujeres más hermosas que Carlos, mujeriego como pocos, había visto en su vida. Se sintió fascinado, no sólo por su belleza sino también por su inteligencia.
El rey, que tenía cuarenta y cinco años y se sentía cansado de la vida, encontró en Hortense alguien que le infudió vitalidad y nuevas ideas.
Para Carlos, ella representó un nuevo horizonte en su relación con el sexo opuesto.
Descubrió que todas las fobias y frustraciones y anhelos que había atormentado su cerebro y torturado su conciencia con las eternas dudas sobre el bien y el mal, podían discutirse con la mujer amada.
Su belleza lo cautivaba y lo excitaba hasta llegar a un éxtasis que nunca había conocido. Pero no era sólo eso. Su mente también lo seducía.
Hortense le hizo pensar que había encontrado el amor glorioso, comprensivo y perfecto que había buscado durante toda su vida.
Cuando Olinda leyó por primera vez la historia de Hortense Mazarín, se emocionó mucho porque le pareció muy diferente de todas las otras historias de amor que había leído.
En este caso no se trataba de una mujer hermosa conquistada por un hombre apasionado y dominante, sino de un encuentro de mentes, corazones y, tal vez, almas.
Al mirar hacia la cama, le pareció que casi podía ver, enmarcado por las cortinas del exquisito bordado, el hermoso rostro ovalado de la duquesa, ocn su nariz pequeña y recta, la frente amplia e intelente, y los expresivos labios curvos.
Y ese bello rostro combinado con un brillante intelecto, había despertado en el rey un amor que él pensaba que siempre lo había eludido.
Olinda se quedó de pie, silenciosa. Permaneció así tanto tiempo que la señora Kingston le preguntó sorprendiendola.
-¿Está usted admirando la cama, señorita Selwyn?
-Nunca había visto nada igual –confesó Olinda.
El bordado, efectuado con hilos de oro y de plata, así como con sedas que mostraban todos los colores del arco iris, y salpicado con enormes perlas, estaba realizado sobre terciopelo negro. De una concha de plata bordada, ejecutada en seda, que hacía las veces de cabecera, Venus surgía triunfante de la espuma.
En tanto que la Venus de Boticelli se adornaba sólo con su cabello, ésta llevaba un collar de pequeños brillantes alrededor del cuello y de su pelo brillaban diamantes y perlas.
Casi no había un milímetro en el terciopelo negro que no estuviera bordado con pájaros, flores, cupidos, guirnaldas, aves fénix y estrellas.
Era un torbellino de color, una especie de éxtasis emocional realizado en labor de aguja.
-Es verdaderamente maravilloso –comentó Olinda por fin.
-En esta cama deben efectuarse numerosas reparaciones –observó la señora Kingston con rapidez-. La colcha es la que más las necesita; cuando esté preparada para repararla, puedo hacer que la lleven a su habitación.
-Muchas gracias –respondió Olinda.
-Alguien, en algún momento, daño la base de la cortina, cerca de la mesita de noche. Esta reparación debe hacerse aquí.
Y le mostró a Olinda las secciones dañadas.
-Creo que tengo algunas sedas de los colores que voy a usar –dijo Olinda-, pero me temo que necesitaré muchas más.
-Eso supuse, señorita Sewyn. Si usted hace una lista detallada de lo que desea, un mozo irá de inmediato a Derby para ver si las sedas puedes obtenerse aquí. En caso contrario, deberemos enviar por ellas a Londres.
Olinda volvió a darle las gracias.
-Esta es la reparación más urgente, señorita Selwyn. No creo necesario mostrarle las otras hasta que haya terminado con éstas.
-Esa es una buena idea –respondió Olinda sonriendo-, No quiero sentirme abrumada, desde un principio, por la cantidad de trabajo que hay que hacer.
-Así es como me siento yo cuando comienzo con la limpieza de primavera –contestó la señora Kingston-. Voy de habitación en habitación, y cuando menos lo espero, todas están terminadas.
-Sí, así sucede.
Miró la rasgadura en el cortinaje lateral y pensó que no era tan grave como le había parecido al principio.l
Alguien, quizá porque su pie se había atascado en el fleco, había rasgado el terciopelo, a un lado de la cortina, unos quince centímetros.
Parte del bordado se había dañado y la tela estaba algo deshilachada. Sería fácil reparar el bordado en la parte dañada y ponerle un parche atrás, para evitar que volviera a romperse.
La señora Kingston consultó el reloj que llevaba prendido en el pecho y estaba rematado con las iniciales V. R., o sea Victoria Regina.
Olinda comprendió que se lo debían haber obsequiado después de alguna visita que la Reina Victoria efectuara a la Casa Kelvedon.
-Es la hora de su almuerzo, señorita Selwyn. Le sugiero que volvamos a su salita. Despues de la comida puede regresar aquí y comparar sus sedas con el bordado de la cortina.
-Eso haré –afirmó Olinda.
-¿No se perderá?
-No, por supuesto que no. Todo está en la misma planta, aunque hay que caminar un poco.
-¿Un poco? ¡Con crecuencia pienso que si midiera los kilómetros que recorro todos los días en esta casa, nadie me creería! -exclamó la señora Kingston.
-Ha sido used muy amable al mostrarme todo.
-¡Todo! –la señora Kingston se echó a reír-. ¡Por supuesto que no he hecho eso! Faltan el invernadero, la sala de armas, la galería del norte y una docena de lugares más que no tuvimos tiempo de ver esta mañana.
-Pero espero que será tan bondadosa como para mostrármelos otro día.
-Me sentiré encantada de hacerlo. Y es la verdad, señorita Selwyn. Son escasas las oportunidades en que puedo mostrarle la casa a alguien que la aprecie tan bien como usted lo ha hecho. Y ya se habrá percatado de que esta casa está muy cercana a mi corazón.
-Sí, me doy cuenta. Y creo que cualquier persona que viva aquí debe considerarse muy afurtunada.
Al decir eso se preguntó cómo era posible que el conde se mantuviera alejado durante tanto tiempo de una posesión que debía ser casi única en el mundo.
El artículo que había leído sobre la Casa Kelvedon decía la verdad.
Sin duda alguna, era una de las casas más que había en Inglaterra. Debían ser muy pocos los nobles cuyos hogares ancestrales pudieran competir con ella.
La señora Kingston caminaba a toda prisa delante de ella. Olinda la seguía epnsando que, sin importar lo que sucediera en el futuro, jamás se arrepentiría de haber ido a a aquel lugar.
Entonces recordó al señor Felix Hanson y comprendió que éste había estado en su mente, sin que se percatara de ello, desde el momento en que lo conociera en el salón.
Al principio sólo se había sentido enfadada por la familiaridad con que había oprimido sus dedos y murmurando cosas con voz baja. Pero ahora pensó que había algo en él que le hacía sentir miedo.
Resultaba evidente que era el admirador y amigo íntimo de la condesa.
Había notado que ella le hablaba con un tono especial y, a pesar de lo inocente que era Olinda, la expresión de los ojos de la condesa cuando lo miraba no le había pasado inadvertida.
Pensó que será sumamente desabradable que Felix Hanson decidiera perseguirla, ya que con eso provocaría que la condesa se incomodara con ella.
Nunca hubiera imaginado que algo así pudiera suceder. Sin embargo, no cabía la menor duda de que sus dedos habían oprimido los de ella.
“Supongo que esto es lo que debe esperar los jóvenes que no están consideradas dentro de la alta sociedad”, pensó.
Entonces comenzó a comprender por qué su madre se había mostrado tan nerviosa ante la idea de dejarla ir sola.
Cuando se retiró a su dormitorio, se aseguró de cerar la puerta con llave. En realidad, no podía creer que un hombre, que se decía a sí mismo caballero, fuera capaz de abordar a una joven desconocida en la casa donde era un huésped de honor.
Pero sus lecturas le habían revelado que tales cosas solían suceder, y que las mujeres sin protección debían esperar que los hombres actuaran con ellas de una forma tan deshonrosa, que, de ser descubiertos, arruinaría rápidamente su reputación.
“¡No permitiré que el señor Hanson me arroje de esta casa, ni nadie más!” se dijo Olinda con valentía.
Sin embargo, sintió un leve estremecimiento de temor. Sin duda, no sabría cómo enfrentarse a tal situación si llegaba a producirse.
A la mañana siguiente, tan pronto como terminó de desayunar en la salita, su primer visitante fue James Lanceworth, el secretario de la condesa que había respondido a su carta.
Era un anciano con un modo de ser muy firme, y Olinda pensó que, a través de sus anteojos, la miraba con expresión crítica.
-Espero, señorita Selwyn, que sea usted lo bastante competente como para realizar la tarea que le espera –le dijo con tono algo pomposo-. Me pareció justo que si la señora Kingston y, por supuesto, milady la condesa, aprobaban su trabajo, usted querría saber qué renumeración recibirá.
-Gracias, señor Lanceworth, me gustaría mucho saberlo –responsdió Olinda.
-He realizado investigaciones sobre el pago que se acostumbra dar a las bordadoras y debo confesar que me pareció en extremo elevado, sobre todo para alguien tan joven como usted.
-Me desagradaría discutir, señor Lanceworth –contestó Olinda-, pero en realidad no comprendo qué importancia tiene la edad de una bordadora, si su trabajo es bueno. A los cincuenta años una mujer puede ser tan incompetente para enfrentarse a las complejidades de este arte como lo era a los veinte.
Por un momento, el señor lanceworth se detuvo a considerar el punto de vista de Olinda. Luego dijo:
-Concedo que en eso tiene razón señorita Selwyn. Por lo tanto, debo informarle que la señora condesa me ha autorizado a decirle que el pago por este trabajo excepcional que nosotros exigimos es de cinco chelines la hora.
Olinda debió hacer un gran esfuerzo para no lanzar una exclamación de asombro.
Jamás, ni en sus más descabellados sueños, había pensado que le pagarían una cantidad tan elevada. Sólo el autocontrol que era parte de su educación le permitió decir con voz tranquila:
-Eso me parece aceptable, señor Lanceworth, siempre y cuando mi trabajo deje satisfecha a la señora condesa.
-Esa, desde luego, es la condición básica –reconoció el señor Lanceworth.
El hombre hizo una breve inclinación de cabeza y salió de la habitación. Olinda permaneció de pie, siguiéndolo con la mirada, como si no pudiera creer que había oído correctamente lo que el anciano había dicho.
¡Cinco chelines la hora! Si trabajaba seis horas al día, o tal vez un poco más al terminar la semana habría ganado el dinero suficiente como para pagar todos los pequeños luejos que su madre necesitaba.
“Somos ricas”, se dijo con una sonrisa.
Entonces recordó a Felix Hanson y sintó que una sombra se cruzaba en su camino.

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