29 ene 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 2 (Continuación)

Cuando terminó de almorzar, Olinda reunió sus sedas de bordar y se dirigió al dormitorio de la Duquesa de Mazarín. Le resultó difícil no detenerse a cada paso para contemplar un cuadro exquisito, un mueble excepcional o una fascinante armadura.
Se preguntó si la gente como la condesa, que vivía en una casa tan magnífica como aquélla, se fijaría en los tesoros que había a su alrededor al pasar frente a ellos.
Tal vez se habían acostumbrado a su belleza. O quizá su mente estaba tan ocupada en otros asuntos, que los tesoros que había en los corredores, en la escalera y en las galerías no tenían importancia para ellos.
Por fin llegó al dormitorio de la duquesa. Miró a su alrededor y se sintió fascinada por los muebles franceses que habían añadido en fecha posterior, pero que combinaban muy bien con la cama.
Observó que las cubiertas de las sillas habían sido copiadas de época de la Reina Ana.
Había bellas cómodas incrustadas y una cajonera, sobre la cual resaltaba un espejo decorado con cupidos, al estilo de la época del Rey Carlos II. Y también un banquillo dorado, sostenido también por cupidos, como el tocador.
Hortense y el rey deben haber sido muy felices en esta habitación, pensó Olinda, y tal vez esa felicidad aún permanece en la atmósfera.
Hubiera querido detenerse a soñar un poco con Hortense y el apuesto y cínico Carlos, a quien ella había dado tanta felicidad. Pero sabía que debía ponerse a trabajar.
La cama estaba colocada a la izquierda de la puerta que conducía al corredor. Tres ventanas daban al rosedal que había abajo.
El aroma de las flores entraba por las ventanas y la luz del sol pintaba en la alfombra un diseño dorado.
Olinda se sentó en el suelo y extendió sus sedas de bordar junto a ella.
Ahora que tenía la cortina en la mano, se percató de que había sido demasiado optimista al pensar que tenía suficientes sedas como para reparar siquiera algunos centímetros del complicado diseño.
Aunque tenía algunos colores para comenzar, comprendió que tendría que encargar más carretes de esos, así como colores adicionales y una buena cantidad de hilo de oro y plata.
Tal como la señora Kingston le sugiriera, había llevado un libro de notas y comenzó a escribir con exactitud lo que necesitaría. Después lo pasaría en limpio con mayor cuidado.
Debía llevar sentada allí una media hora, cuando escuchó que una puerta se abría y una voz decía, llena de excitación:
-La he estado buscando por todas partes, señora Kingston, ¡Milord ha llegado!
-¿Milord qué? –preguntó la señora Kingston
-¡El señor conde, señora Kingston! ¡El amo! ¡El señor conde acaba de entrar en la casa! ¡Está con la señora condesa y, si me lo pregunta, los petardos han comenzado a estallar!
-No te he preguntado nada, James. Puedes guardarte tus pensamientos para ti mismo. Su señoría nunca nos avisa cuándo regresa.
-No, señora Kingston, nunca lo hace, ¿Verdad? Y ha traído a una señora con él. Alguien que, le seré franco, será una gran sorpresa para la señora condesa.
-Bajaré ahora mismo –observó la señora Kingston con un tono de voz que revelaba su disgusto ante los comentarios del lacayo.
-Tal vez la señora condesa no desee que vaya ahora –dijo el lacayo, de manera provocativa-. Había enviado por usted antes que el señor conde llegara. Pero como tuvo que conducirlo al salón, junto con la persona que lo acompaña, apenas ahora puedo cumplir con mis instrucciones anteriores.
-¡La verdad, James, es que no entiendo nada de nada! Deja de decir tonterías y no me estorbes. Bajaré a ver si la señora me necesita. En caso contrario, me esperaré a que lo haga. ¿Está claro?
-Muy claro, señora Kingston –contestó el lacayo.
Olinda oyó que la señora Kingston se alejaba y escuchó las pisadas del lacayo que la seguía.
¡Aquello era muy emocionante!
El conde de Kelvedon, que desde había dos años estaba ausente de su casa, había vuelto de pronto. Y no había escapado a su atención el hecho de que el lacayo se había referido a la dama que lo acompañaba con un tono despectivo, llamándola “una persona”.
Sabía muy bien lo que eso significaba en el vocabulatio de un sirviente. Nanny y la vieja señora Hodges usaban diferentes descripciones para nombrar a la gente que llegaba a ver a su madre.
-Una señora desea verla, milady.
-Hay una mujer que quiere ver a su señoría.
-Hay una persona en la puerta de atrás.
Qué bien sabía ella la valuación que había hecho de la visitante. Y Nanny y la señora Hodges, casi nunca se equivocaban.
“¿Qué estará sucediendo?”, se preguntó. Y pensó que la situación era fascinante.
El retrato del joven conde, que colgaba en el dormitorio de su madre, mostraba que era muy bien parecido.
Al mismo tiempo, en sus ojos oscuros y en la forma en que su cabello caía hacia un lado de la frente cuadrada había algo sombrío, una expresión casi atormentada que lo hizo recordar a Lord Byron.
Ahora deseaba haber tenido tiempo para mirar el retrato con más detenimiento, pero, desde luego, con un poco de suerte pronto podría ver al conde en carne y hueso.
Como era hija única, pocas veces había tenido criaturas de su propia edad con quienes hablar. Por esa razón, Olinda se contaba historias e inventaba fantasías que, con frecuencia, para ella eran como la realidad misma.
Ahora comenzó a tejer una historia sobre el conde, quien volvía a su hogar y tomaba las riendas de la gran casa, trayendo con él a una mujer atractiva y fascinante.
Tal vez, como Hortense de Mazarín, ella le daría felicidad y ambos llenarían la casa de niños.
De ese modo, la historia de los Kelvedon seguiría adelante, como en el pasado, pasando de generación en generación, para formar parte cada vez más importante de la historia de Inglaterra.
“Todo es tan desconcertante” pensó Olinda, y se preguntó si la mujer que el conde había traído con él sería italiana o francesa.
Si era extranjera, sin duda alguna sería menospreciada por los sirvientes, aun el hecho de ser lo no significara que no podía ser una dama noble, tal vez hasta perteneciente a la realeza.
“Debería ser una princesa”, se dijo con aire romántico. Entonces, con una ligera sonrisa, comprendió que otra vez se divertía inventando cuentas de hadas.
¿Pero qué ambiente podía ser más propicio para un cuento de hadas que la Casa Kelvedon?
Volvió a su habitación y con su letra pareja y elegante, escribió una lista de todas las madejas de seda que iba a necesitar. Después llamó a una doncella para que se le entregara a la señora Kingston.
Al escuchar su llamado, una de las jóvenes doncellas entró corriendo, con aspecto muy emocionado. Ya había atendido a Olinda a la hora del desayuno y se llamaba Lucy.
-¡Oh, señorita, usted no se imagina lo que está sucediendo aquí –exclamó-. ¡Su señoría llegó de pronto y toda la casa está de cabeza!
-Me lo imagino –contestó Olinda-, porque nadie lo esperaba.
-A decir verdad, no –contestó Lucy-. ¡Y ahora el señor Hanson se encontrará en dificultades y eso me da mucho gusto!
Olinda no supo qué contestar.
-Yo he visto al señor conde una sola vez. El día que entré a trabajar, él se fue. Pero todos en la finca lo quieren mucho y hablan muy bien de él –agregó Lucy-. El señor Burrows, el mayordomo, va a sentirse como un gato con dos colas ahora que el amor está aquí.
-El señor conde se ausentó mucho tiempo –comentó Olinda.
-Pensaban que jamás volvería, señorita, y ésa es la verdad. ¡Sobre todo por lo que dijo antes de irse!
Aunque sabía que no debía intercambiar chismes con la servidumbre y que su madre se habría sentido avergonzada de ella, la curiosidad de Olinda era tan grande que no pudo dejar de preguntar:
-¿Qué dijo?
-Dijo, señorita –contestó Lucy bajando la voz-, y como estaba en el vestíbulo todos pudimos oírlo: “!Maldita sea! ¡No voy a quedarme aquí en estas circunstancias, y sólo volveré cuando hayas recobrado el sentido común … si es que lo haces alguna vez!”
Por un momento Lucy contuvo la respiración.
-Y entonces, señorita, bajó corriendo la escalinata, subió a su carruaje y partió como si el mismo diablo lo persiguiera.
Olinda se echó a reír sin poder evitarlo.
-¡Oh, Lucy, haces que todo parezca muy dramático! –exclamó-. ¿Y a quién le dijo tales cosas?
-A la señora condesa, por supuesto –contestó Lucy.
Su tono de voz parecía indicar que consideraba a Olinda muy tonta por no comprender lo que estaba sucediendo.
-La señora había salido del salón detrás de su hijo. “!No te vayas, Roque!”, le dijo tratando de detenerlo. Todos estábamos asomados por el barandal para ver cómo se marchaba su señoría. Ella le dijo eso como suplicándole, y él le contestó lo que yo le conté.
Olinda pensó que no debía alentar los comentarios de Lucy,
-Todo es muy interesante –comentó con cierta frialdad-, pero resulta evidente que el señor conde ha cambiado de opinión, puesto que ha vuelto. ¿Puedes entregarle esta lista a la señora Kingston y pedirle que me haga traer las sedas lo más pronto posible? Es difícil para mí trabajar sin ellas.
-Se las daré, señorita –asintió Lucy-, aunque dudo de que ella le preste atención a usted en estos momentos. No hace más que correr alrededor del señor conde. Pero haré todo lo que pueda.
-Gracias, Lucy.
Olinda tomó sus sedas de bordad y volvió al dormitorio de la duquesa.
Le hubiera gustado salir al jardín, pero durante la mañana había perdido muchas preciosas horas recorriendo la casa en lugar de dedicarse al trabajo.
Si de veras quería ganar dinero, sólo debía pensar en trabajar, y recordar que con cada cinco chelines que ganara ayudaría a su madre a recuperar la salud perdida.
Las ventanas del dormitorio de la duquesa daban al sur, de modo que en esos momentos el sol ya no entraba de forma directa. Se había ido moviendo gradualmente, hacia el otro lado del enorme edificio.
Había refrescado ya, y cuando Olinda volvió a sentarse en el suelo y tomó la cortina rota, escuchó que los pájaros cantaban afuera. Aspiró el aroma de las rosas que llegaba a través de la ventana.
“¿Podría existir un lugar más perfecto que éste para trabajar?!, se preguntó
Comenzó a remendar el terciopelo negro, uniéndolo con puntadas tan menuditas que apenas podían verse.
Como siempre que se concentraba en su trabajo, Olinda olvidó el lugar donde se encontraba y todo lo demás, excepto su propio mundo interior, al que podía volar con sus pensamientos sin dejar de trabajar con los dedos.
Volvió a pensar en Hortense de Mazarín. Recordó que un contemporáneo había descrito sus ojos como “ni azules, ni grises, ni exactamente negros. Tienen la dulzura del azul , la alegría del gris y, por encima de todo, el fuego de los ojos negros.”
Carlos II había encontrado en los los secretos que buscara durante toda su vida, y Olinda se preguntó si algún hombre encontraría lo mismo en los suyos.
“La alegría del gris” no era una descripción adecuada para los ojos de Olinda.
Tenía la impresión de que sus ojos grises no eran alegres, sino series, y tal vez un tanto opacos. Pero no estaba segura. ¿Cómo podía juzgarse a sí misma y saber que sus ojos le expresaban a otras personas?.
La Duquesa de Mazarín había tenido suerte, pensó. A pesar de las desventuras de su matrimonio, a pesar de todo lo que había sufrido, finalmente había encontrado el amor.
Olinda levantó la vista hacia el lado de la cama que se elevaba por encima de ella y, echando la cabeza hacia atrás, observó el interior del dosel, que estaba decorado con dos corazones atravesados por una flecha.
“Una cama construida para el amor! Se dijo, y comprendió que había levantado la vista porque le dolían los ojos.
¡No era para menos!
Había trabajado tanto que se había olvidado por completo del tiempo y ahora que el sol había perdido casi toda su fuerza, la habitación estaba llena de sombras y era imposible seguir cosiendo.
Olinda comenzó a reunir sus agujas y sus sedas.
Acababa de extender la mano para tomar las largas y puntiagudas tijeras, cuando se abrió la puerta de la habitación. Entonces escuchó la voz de un hombre, profunda y resuelta, que decía afuera del pasillo:
-Señora Kingston, la estaba buscando.
-Lo siento, milord –comentó la señora Kingston-, en estos momentos iba a…
Olinda se dio cuenta de que estaba apunto de decir que iba a entrar en el dormitorio de la duquesa para llamar a la bordadora cuando el conde la interrumpió con brusquedad.
-Quiero saber, señora Kingston, qué se propone usted al poner a Mademoiselle le Bronc en el segundo piso.
-Fueron órdenes de la señora condesa, milord
-¿Es así como tratan ustedes a mis amistades cuando las traigo a casa? –preguntó el conde con una inconfundible nota de furia en la voz.
-Lo siento, milord –contestó la señora Kingston muy nerviosa-. Pero la señora condesa dijo…
-¡Puedo imaginarme lo que dijo! –exclamó el conde con voz aguda-. Hágame el favor de cambiar a la señorita le Bronc ahora mismo a uno de los dormitorios de esta planta. ¡A uno de los dormitorios principales, señora Kingston!
-Sí, milord, desde luego, milord, si es lo que usted desea.
-¡Es lo que deseo! Mis amistades deben ser tratadas por todos con el debido respeto. Por todos cuantos están en la casa, señora Kingston, ¿está claro?
-Sí, por supuesto, milord.
Después de una pausa el conde añadió:
-No fue culpa suya señora Kingston. Lo comprendo muy bien. Y a propósito, ¿a dónde voy a dormir yo?
Se produjo un silencio y Olinda sintió que tenía algo de amenazador. Entonces la señora Kingston habló, un poco titubeante:
-Pensé, milord, que le agradaría estar en el dormitorio del rey.
-¿Y por qué no en mi lugar, señora Kingston?
-Desde luego. Si eso es lo que su señoría desea, haré los arreglos de inmediato.
-¡Por supuesto que quiero dormir en el cuarto de mi padre… en la cama de mi padre! –observó el conde hablando con lentitud-. Allí es donde han dormido todos los condes de Kelvedon, ¿no es así, señora Kingston?
-Sí, milord. Así es, milord.
Ella dejó de hablar. Entonces el conde exclamó con violencia:
-¡Y arroje a ese maldito usurpador de allí!
Olinda oyó que la señora Kingston lanzaba una exclamación de sorpresa y, en ese momento, se escuchó una voz que preguntaba:
-¿Qué estás diciendo, Roque? ¿Qué órdenes le estás dando a la señora Kingston? Ya he oído dónde le indicaste que debe dormir tu amiga.
-Cancelé tus órdenes, mamá. Comprendo muy bien por qué escogiste el segundo piso para ella. ¡Pero mis amistades, como las tuyas, tienen derecho a lo mejor!
Después de un profundo silencio, la condesa dijo:
-Eso es todo, señora Kingston.
-Gracias, milady.
Se oyó el sonido de los pasos de la señora Kingston que se alejaba y en ese momento, para consternación de Olinda, alguien entró en la habitación. Entonces escuchó con más claridad la voz de la condesa.
-¿Por qué volviste aquí, Roque, a provocar dificultades?
Era evidente que el conde la había seguido y Olinda se preguntó con desesperación qué debía hacer.
¿Debería revelar su presencia? Si lo hacía, comprendería que ya había escuchado cosas que no debía. Antes que pudiera decidir qué debía hacer, el conde dijo:
-Eres tú la que causa los problemas, mamá. He regresado de Francia para averiguar con exactitud qué has estado haciendo durante mi ausencia.
-¿Qué estuve haciendo yo… cuanto tú traes a esa horrible criatura aquí? –preguntó la condesa con voz chillona-. No está dentro de mis intereses, Roque, actuar como dama de compañía de tus amantes.
-Mi amante, como tú la llamas –dijo el conde con amargura-, está a la altura de tu amante, mamá. He traído a Yvette para que me preste apoyo moral … o, digamos es un esfuerzo para completar el cuarteto.
-¡Como te atreves! –exclamó la condesa-. ¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo?
-¿Y cómo te atreves tú a portarte como lo has estado haciendo en mi ausencia? –repitió el conde-. Pero, después de todo, ésa fue la razón de que me fuera al extranjero.
-¡Y allá deberás haberte quedado!
-¡Esta es mi casa!
-¿Has olvidado, mi querido hijo, que no puedes sostenerla sin dinero? ¡Y tu padre me dejó el dinero a mí, de forma completa y absoluta, para que lo administre mientras viva como mejor me parezca!
-¡No lo he olvidado! ¿Pero te imaginas, siquiera por un momento, que mi padre te habría dejado en esa posición si no hubiera sido porque confiaba ciegamente en ti? Una sola palabra mía hubiera destruido esa confianza; pero como lo amaba, como no soportaba la idea de lastimarlo, permití que viviera y muriera en su Paraíso del Tonto.
-¡Con el resultado, mi querido Roque, de que sin importar lo que tú puedas decir, soy yo quien tiene la carta de triunfo! Si te propones arrojarme de aquí, no podrás sostener la casa. ¡Yo tengo todos los ases, creo!
-¡Exacto, mamá! –contestó el conde-. Pero la casa es mía. Y mientras lo sea, no permitiré que tus amantes, esos jóvenes mantenidos que se inclinan ante ti porque eres una mujer rica, alteren o mutilen mis posesiones.
-Así que eso es lo que te hizo volver –exclamó la condesa.
-Así es. Lanceworth me escribió diciendo que querías convertir el invernadero en una cancha de tennis. Y para ser sincero, mamá, dudo de que, a tu edad, te hayas aficionado a ese deporte. Por lo tanto, resulta evidente quién desea arruinar ese ejemplo perfecto de arquitectura de la época de Guillermo y María.
-Sería mucho más costoso construir una cancha completamente nueva..
-Podrías hacerlo si pasaras un año sin comprarte tantos vestidos. O tal vez si tu amante pudiera pasársela sin tantos caballos de carrera y sin su costoso automóvil –respondió el conde con acritud.
-Lo que yo le dé a Felix es asunto mío –contestó la condesa con brusquedad-. No creo que mademoiselle le Bronc, si ése es un verdadero nombre, sea una adquisición barata.
-Por el contrario, es muy costosa –replicó el conde-. Por eso pensé que sería una compañera muy adecuada para esta visita
-Entonces, puedes llevártela de regreso al arroyo de donde la sacaste –vociferó la condesa-. ¡No me sentaré a la mesa con una mujer así!
-¡En ese caso, yo tampoco me sentaré a la mesa con Felix Hanson! –replicó el conde-. ¡Qué deliciosa idea, mamá! Cenemos solos y riñamos enfrente de los sirvientes. Un público silencioso siempre proporciona interés adicional al tipo de intercambio que sostenemos tú y yo.
-¡No voy a permanecer aquí a que me insultes! –gritó la condesa-. Quédate con tu pequeña prostituta francesa y que duerma donde se te antoje. ¡Sin duda será en tu cama!
-Lo mismo podría decir yo de Felix Hanson, mamá!. Pero te aseguro que mientras yo esté en la casa no dormirá en el cuarto de mi padre, sin importar cuánto trate de ocupar su lugar en todas formas.
El conde hablaba en un tono de inconfundible desprecio.
-¡Te odio, Roque! ¡Te odio cuando te pones así! ¿Por qué tenías que volver? ¿Por qué no sigues en el extranjero, deperdiciando tu vida, y tratando de echarme la culpa de lo que haces?
-Es tu culpa mamá. Siempre lo ha sido.
Después de una larga pausa la condesa dijo con voz un tanto incierta:
-¿Por qué no olvidamos estos tontos melodramas de adolescente, para los cuales ya estás demasiado viejo?
Se detuvo antes de añadir:
-Me ambas tanto cuando eras niño. ¡En realidad, me adorabas! Fuern celos, sólo celos, los que te hicieron poner tan furioso … ¡Y vaya que estabas furioso … cuando te percataste de que tenía un amante!
El conde emitió un sonido cque con toda probabilidad indicaba disgusto.
-¿Qué esperabas? –continuó la condesa-. T u padre era mucho más viejo que yo. ¡Yo yo quería amor, Roque! ¡No podía vivir sin él!
Y agregó con voz suplicante:
-Tratemos ahora de actuar como adultos.
-¿De qué forma? –preguntó el conde con tono cansado.
-Podrías ocupar el lugar que te corresponde aquí.
-¿Te bastaría, mamá, vivir sola conmigo?
Volvió a hacerse un profundo silencio, hasta que la condesa preguntó:
-¿Realmente quieres que me quede sola? ¿Qué envejezca sin tener a nadie que me admire más que tú? ¡No puedo hacer eso, Roque, no puedo! ¡Quiero a Felix! ¡Lo necesito! Es todo lo que me queda de mi juventud.
-Y eso responde muy bien a tu sugerencia –declaró el conde con frialdad.
Se escuchó un pequeño grito, el ruido de gente que salía de la habitación y la puerta se cerró con fuerza tras ellos.
Olinda aspiró una gran bocanada de aire. Lanzó una leve exclamación al comprender que había permanecido sentada, tensa e inmóvil, casi sin atreverse a respirar.
Se puso de pie con lentitud. Estab avergonzada de haber escuchado una conversación privada. Pero sabía que hubiera sido imposible interrumpirla y revelar su presencia.
Aún se sentía tiesa por haber estado tanto tiempo sentada en el piso, así que al levantarse extendió la mano para apoyarse en la cama.
Al hacerlo, advirtió que se había equivocado. La habitación no estaba vacía como ella había pensado, ni las dos personas que estaban hablando habían salido de ella cuando la puerta se cerró con violencia.
El conde estaba de pie junto a una de las ventanas, mirando hacia afuera.
Era evidente que no había oído el movimiennto, porque ella ya estaba de pie y él permanecía inmóvil, más allá de la cama. Después de algunos segundos, como si adivinara su presencia, el conde volvió la cabeza.
La miró con incredulidad. Observó sus grandes ojos, un poco asustados. Su rostro recortado contra el fondo brillante de los cortinajes. Su mano pequeña, apoyada en la colcha de la cama.
A Olinda le pareció que ninguno de los dos podía moverse. Comprendió que él estaba tan sorprendido como ella.
Entonces el conde preguntó con brusquedad y con una voz que pareció vibrar a través de la habitación:
-¿Quíen es usted, y qué está haciendo aquí?

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