2 feb 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 3

El conde miró a través de la ventana. El lago semejaba oro derretido bajo la luz del sol poniente. Los cisnes se deslizaban por su suave superficie y los rojos rodondedros se reflejaban en sus aguas.
Pensó con cuánta frecuencia cuando estaba en el extranjero, había recordado esa imagen, que siempre le producía un inexplicable dolor.
Desde que era niño, la belleza de su hogar lo había conmovido hasta lo más hondo. En ocasiones, cuando se hallaba lejos de él, internado en la escuela o en la universidad, su nostalgia era tan profunda que no soportaba siquiera pensar en su casa.
Y, sin embargo, ésta se encontraba siempre en el fondo de su conciencia. Era parte de sí mismo, parte de su herencia.
Ahora podía sentir su encanto. Era como una mano fresca sobre su frente ardiente. Y, poco a poco, la furia que había provocado la discusión con su madre se fue esfumando.
Kelvedon le producía siempre una gran sensación de paz, y la convicción de que las violentas emociones que lo consumían hasta el punto de hacerlo huir de su propio hogar eran del todo innecesarias.
“Te amo”, hubiera querido decirle al lago, al puente en forma de arco que lo cruzaba, a los grandes y añosos árboles, que se erguían en el parque, a los verdes prados que descendían como un manto de esmeraldas hasta la orilla del agua.
Y más allá de los arbustos que rodeaban los jardines como brazos protectores, se hallaban los altos bosques, que, cuando era niño, había poblado de caballeros errantes y de dragones, de misteriosos seres sobrenaturales, que de algún modo, aparecían también en la historia de sus ancestros.
Sintió que su respiración comenzaba a normalizarse. Entonces, un sexto sentido le hizo comprender que no estaba solo.
Instintivamente volvió la cabeza.
Entre las sombras que comenzaban a invadir el dormitorio de la duquesa, del otro lado de la cama, vio un pequeño rostro puntiagudo con grandes ojos grises. El cabello que lo enmarcaba era tan rubio que un rayo del sol poniente parecía haberse quedado allí.
Durante un momento pensó que ese rostro, que podía haber pertenecido a una de las ninfas que había en los tapices del muro, carecía de sustancia, no estaba adherido a ningún cuerpo.
Entonces se dio cuenta de que la mujer, o la muchacha que se encontraba de pie frente a él, tenía puesto un vestido gris.
-¿Quién es usted y qué esta haciendo aquí? –preguntó.
Después de un silencio, con una voz baja y musical, la muchacha contestó:
-Lo siento … yo no quería … escuchar lo que estaban … discutiendo, pero me resultó … imposible … interrumpirlos.
-¿Quién es usted? –preguntó el conde de nuevo.
-Soy bordadora. Me contrataron para reparar los cortinajes de la cama.
-Y, por supuesto, estaba oculta entre ellos mientras mi madre y yo discutíamos.
-Eso … me temo.
-¿Y usted pensó que ambos habíamos salido ya de la habitación?
-Sí … si …
Los ojos grises parecían pedir disculpas. Después de un momento. Olinda dijo con voz titubeante:
-Usted … debe comprende que jamás … que yo nunca … repetiría nada de lo que … escuché … y que, de hecho, procuraré … olvidarlo.
-Supongo que eso debe ser imposible –observó el conde con sequedad-. Pero acepto su promesa de que lo que oyó decir en esta habitación no irá más alla de ella. ¿Tiene la bondad de decirme su nombre?
-Olinda Selwyn.
-Estoy seguro de que puedo confiar en usted, señorita Selwyn.
-Por supuesto.
Olinda se movió de donde se encontraba, más allá de la cama, y el conde notó que era más alta de lo que había pensado. Al mismo tiempo, era tan esbelta y graciosa que no le sorprendió haberla confundido con una ninfa.
“Es muy joven”, pensó mirando el suave contorno de su rostro y la larga columna de su cuello, que sostenía aquella cabeza de cabellos increíblemente dorados.
Eso removió algún recuerdo en su mente, pero no pudo precisar cuál era.
Ella avanzó hacia la puerta y el conde le preguntó:
-¿Cuánto tiempo lleva aquí, señorita Selwyn?
-Llegué apenas anoche. Espero que mi trabajo resulte satisfactorio
-¿Debe usted trabajar?
-Sí, necesito el dinero.
Ella volvió a mirarlo. Después abrió la puerta, salió al pasillo y la cerró con suavidad, dejándolo solo.
El conde, en apariencia con un gran esfuerzo, salió del dormitorio de la duquesa y se dirigió por el amplio corredor hacia el dormitorio principal.
Sabía que cuando llegara a él todo rastro de su anterior ocupante debía haber sido eliminado ya. De hecho, encontró a Higson, el viejo valet que con tanta fidelidad había servido a su padre, colgando su ropa en el armario y guardando sus zapatos y botas de montar.
-Me alegra mucho verlo, Higson … -dijo el conde, extendiendo la mano hacia él.
-He orado porque su señoría volviera antes de retirarme.
-¿Va usted a retirarse ya? –preguntó con tono agudo.
-Se han quejado, milord, de que soy demasiado viajo para este trabajo.
-¿Quién se quejó?
Después de una pausa, el anciano contestó con suavidad.
-Los invitados de la señora condesa.
-Se refiere a uno en particular, ¿verdad? –insistió el conde.
Otra vez sintió que la furia surgía en su interior y eso hizo que cada una de sus palabras pareciera amenazadora.
-Temo mucho, milord –dijo el anciano con voz vacilante-, que para este caballero, que está siempre de prisa, no me muevo con suficiente rapidez. Aunque el difunto señor conde y usted mismo decían que no había nadie como yo para prepararles sus pantalones de montar, me resulta difícil entender toda esa ropa moderna que se necesita para andar en automóvil, para jugar el golf y para muchos otros nuevos juegos que nunca habíamos tenido en Kelvedon.
-¿Qué edad tiene usted, Higson?
-Sesenta y tres años, milord, y creo que podría trabajar varios más si las cosas volvieran a ser como en los viejos tiempos.
-Entonces, no se retirará usted, Higson, ¿Entendido?
Los ojos del hombre se iluminaron.
-¿Lo dice en serio, milord? Pero la señora condesa había dicho …
-Yo soy el amo de esta casa, Higson, y no permitiré que quienes han servido a mi padre y a mí tan bien como usted lo ha hecho, sean pensionado antes de que lo deseen. Además, necesito que usted me atienda.
-¿Intenta quedarse, milord?
La pregunta pareció tomar al conde por sorpresa. Cruzó la habitación y se quedó de pie frente a la chimenea, contemplando el retrato de su madre, antes de contestar:
-No lo sé, Higston, y ésa es la verdad.
-Nosotros lo necesitamos, milord, lo necesitamos con desesperación. No somos felices aquí, sin usted.
El conde se dio vuelta.
-¿Qué quiere decir con eso?
-En las caballerizas no están contento con el nuevo automóvil, milord. Los caballos casi no se usan y el caballero, cuando los monta, no lo hace como su señoría.
-¿En qué sentido? –preguntó el conde.
-Es duro con ellos, milord.
Otra pausa antes que Higson respondiera:
-Tiene manos duras, usa mucho el fuete y espuelas afiladas. Esas cosas no hacen un buen jinete, milord.
-¡Maldita sea! ¡No permitiré que ese cerdo arruine mis pura sangre!
-Y no es sólo eso, milord –continuó Higson-. A la señora condesa sólo parecen interesarle los caballos de carrera. Los de caza, y los destinados a tirar de los carruajes, esos que usted siempre ha tenido en tanta estima, ya casi no salen de las caballerizas. Todo eso está destrozando el corazón de Abbey.
Abbey, el palafreno en jefe de las caballerizas, era tan hábil para el cuidado de los caballos que en todo el condado no había nadie que se le pudiera comparar en esa especialidad.
El conde recordó la emoción que sintiera el conducir su primer carruaje con un tiro de cuatro caballos, bajo las instrucciones de Abbey. Y cómo, cuando lo condujo hacia el frente de la casa, su padre había aparecido en lo alto de la escalera para felicitarlo.
Pensó que era muy joven en esa época, ya que aún no había cumplido ni quince años. Entonces se preguntó si algo que hubiera hecho después le habría brindado tanta satisfacción.
Tal vez era comparable a la emoción que había sentido a los nueve años, cuando cobró la primera pieza en una cacería. O, quizás, cuando había llevado sus propios colores a la victoria, en una carrera de punta a punta, en la que había participado estando en la universidad.
Y había sido Abbey quien siempre le había enseñado: y también era Abbey el que había logrado que todos los caballos criados en las caballerizas de su padre fueran notables.
-Dice usted que Abbey está insatisfecho –le dijo a Higson-. No estará pensando en retirarse, ¿verdad?
-No, milord, pero ha recibido otras ofertas. Y para un hombre como Abbey resulta difícil trabajar sin que nadie aprecie sus esfuerzos
-Hablaré con él –dijo el conde.
-Hace ya tiempo que comenta cuánto desea ver a su señoria.
Colgó la última chaqueta en el armario y entonces dijo, con voz un tanto desconcertada:
-¿Qué va a ponerse su señoría para cenar esta noche?
El conde miró la ropa que había traído con él como si nunca antes la hubiera visto.
La ropa informal, del tipo bohemio, que casi siempre usaba entre la gente con la que se relacionaba en París. Los chaquetones sueltos de terciopelo, las corbatas, flotantes como la que llevaba en ese momento, los chalecos llamativos habrían hecho estremecer de horror a cualquier respetable sastre londinense.
De pronto se percató de lo fuera de lugar que se veían allí, en Kelvedon, colgadas en el armario que siempre había usado su padre y que había sido colocado contra ese muro durante la época jacobina para guardar la ropa de los amos de las sucesivas generaciones.
-Salí a toda prisa, Higson –dijo-. Veo que mi sirviente en París no puso la ropa que voy a necesitar en Kelvedon. Supongo que por aquí debe haber ropa mía que podré usar ahora, ¿verdad?
-Por supuesto, su señoría –contestó Higson con una sonrisa-. Todo está limpio, planchado y listo para ser colocado en su lugar correcto.
-Entonces, tráigala aquí y cuélguela.
-Sí, milord. ¡Ahora mismo, milord!
Como si el conde hubiera agitado una varita mágica. Higson pareció veinte años más joven que cuando entrara en el dormitorio.
El conde consultó el reloj que había sobre la chimenea. Entonces se desvistió con lentitud y se dirigió hacia el cuarto de baño adjunto donde su baño ya estaba preparado, esperándolo.
Se sentía un aroma de verbena, que se usaba siempre en el baño de los caballeros en Kelvedon. Sobre la silla había una gran sábana blanca, para baño, con su monograma bordado en una esquina y rematado por una corona. El tapete de baño estaba bordado con la misma insignia.
El conde entró en el agua. Comenzó a lavare y, de pronto, se encontró pensando en la desconocida a la que había encontrado en el dormitorio de la duquesa.
¡Una bordadora! No recordaba haber conocido nunca a alguien como ella. Pero reconoció que en Kelvedon en verdad se necesitaba a alguien que realizara ese trabajo.
A través de la historia, las condesas de Kelvedon siempre habían sido muy hábiles con la aguja. Hubo una que cubrió con bordados efectuados con sus propias manos los asientos de todas las sillas que había en el amplio salón comedor, un total de sesenta, mientras su esposo estaba ausente, peleando al lado de Marlborough.
Y hubo otra, recordó, que había bordado numerosos y exquisitos cuadros en seda en tanto el conde de esa época languidecía en la Torre de Londres, bajo sentencia de muerte firmada por el protector de Inglaterra, Oliverio Cromwell.
El conde había visto excelentes ejemplos de finos bordados en el Louvre de París y, al hacerlo, había pensado que los bordados que él poseía en Kelvedon hubieran podido competir con esa exhibición.
“¡Espero que la señorita Selwyn sepa hacer su trabajo. No soportaría que los bordados, ni nada de lo que hay aquí, sea echado a perder!”, se dijo.
Esto le hizo recordar la razón por la que había vuelto a casa, de forma tan repentina e impulsiva, sin siquiera anunciar su llegada.
¿Cómo se atrevía ese impertinente oportunista a sugerir que se alterara el invernadero? ¿Cómo podía su madre, siquiera por un momento, pensar en permitir tal aberración? ¡Era una verdadera afrenta al buen gusto!.
Durante todo el camino desde Francia hasta Kelvedon, el conde se había preguntado con desesperación qué otras cosas podían haber sido alteradas ya en su casa.
Lanceworth habái tenido un buen tino de escribirle sobre el invernadero, pero otras alteraciones menos importantes podían haberse realizado con facilidad por instrucciones de su madre.
¡Instrucciones inspiradas por Felix Hanson!
El conde salió del cuarto de baño con el ceño fruncido. Entontró que Higson estaba preparando la ropa convencional de etiqueta que había dejado de usar en los últimos dos años.
Se marchó de Kelvedon sacudido por una furia indescriptible, después de haberle dicho a su madre que debía escoger entre él y Felix Hanson y que no permanecería bajo el mismo techo que su amante.
Se habían gritado de una forma muy poco digna, pero que resultaba inevitable dado el temperamente violenteo que ambos tenían.
Mucho después y con bastante vergüenza, había recordado que él siempre había tratado de enmular el tranquilo autocontrol de su padre.
El difunto conde jamás levantaba la voz, pero hacía sentir su efectividad su desaprobación a quienes lo habían ofendido.
Y aunque el conde adoraba a su padre y trataba de imitarlo, la sangre de su madre también estaba en sus venas. Los Alward, individuos apasionados, impulsivos y sensuales, se habían hecho famosos por su genio incontrolable y por su falta de control emocional.
Habían figurado en todos los escándalos y en todas las causas célebres de la alta sociedad en los últimos quinientos años, y al conde le parecía un milagro que su padre no hubiera descubierto la forma en que se portaba su esposa. Sin duda, la razón era que él no podía conbir que su esposa tuviera ideales menos elevados que los suyos, y por eso había confiado en ella.
-No ha cambiado usted ni un milímetro, milord –obsevó Higson con satisfacción mientras le ayudaba a ponerse la almidonada camisa blanca y el alto cuello duro.
-Me había olvidado de lo incómodas que son estas malditas cosas –respondió el conde.
-Pero muy elegantes, milord. Con ellas parece usted como un verdadero caballero, si me permite decirlo.
El conde se echó a reír sin poder evitarlo.
-Eso quiere decir que no parecía un caballero cuando llegué. Bueno, tal ez tengo usted, razón, pero … “al pueblo que fueres, haz lo que vieres”.
Tomó un pañuelo y lo colocó en el bolsillo de la chaqueta.
-¿La señorita Selwyn cena abajo? –preguntó.
Por un momento Higson pareció desconcertado. Entonces contestó:
-¿La bordadora?, No por supuesto que no, miord. Ella cena en su propia salita.
-Entonces tendremos un cuarteto muy agradable –declaró el conde cn aire cínico, como si hablara consigo mismo .. Salió de su dormitorio, dándose cuenta de que Higson lo observaba con admiración.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Puedes dejar aqui tus comentarios, Gracias