19 feb 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 4

El conde empezó a reír. Entonces recitó:
Un sueño en la oscuridad de la noche
un sueño de las estrellas y la gentil

luz de una luna creciente.
¡Una ilusión! Un espejismo falso,
una mentira. Nada de cierto

hay en esta vida más que la espera

de la muerte.

Su voz pareció vibrar a través del agua.
-Creo que lo han lastimado, y por eso se siente de ese modo
-Comentó Olinda con suavidad.
-Por eso es que vengo aquí ... a discutir conmigo mismo. Hasta ahora, siempre había estado solo en este lugar.
-Siento ... mucho haberme ... entremetido ... no hubiera querido violar su ... intimidad.
-Usted sabe que no quiero decir eso -respondió él en el acto-. Siento que es bueno que usted esté aquí ... la realización de un sueño que yo no esperaba.
Ella miró a través del lago y vio que en las estrellas se reflejaban en la quietud de las aguas. La luna aparecía nítida contra la oscuridad del cielo. El crepúsculo se había desvanecido en la noche.
-Estaba usted hablando del amor -observó el conde.
-Fue ... presuntuoso de mi parte.
-Estoy esperando, porque quiero oír más.
Olinda sintió que el conde había cambiado. En lugar de ser alguien casi etéreo, a quien podía hablar como si hablara consigo mismo, se había acercado de pronto a ella, convirtiéndose en una persona.
Después de unos instantes de silencio, el conde dijo insistentemente.
-Me gustaría saber lo que piensa. Usted se encuentra en una posición única. Es desconocida para nosotros y, sin embargo, conoce.
-Debí haber salido de atrás de la cama tan pronto como ustedes entraron en la habitación -repuso Olinda con aire desventurado.
-Comprendo muy bien que eso hubiera sido muy embarazoso.
Volvió hacerse el silencio, hasta que el conde comentó:
-Como usted es ajena a nuestra situación y, por lo tanto, no tomaría partido, quizá podría darme una opinión imparcial:
Olinda volvió el rostro hacia él, asombrada. Le parecía increíble que el conde le estuviera pidiendo tal cosa.
Podía ver su perfil, mientras dirigía la mirada hacia el lago. Comprendió que había hablado en serio y que le estaba pidiendo que le dijera la verdad.
-Usted podría pensar que cualquier cosa que yo diga es una ... impertinencia -contestó ella, titubeante, después de un momento.
-Digamos que, por esta noche al menos, consideraremos como algo especial lo que nos digamos el uno al otro en este lugar secreto. Podemos darnos la libertad de los dioses de decir lo que queremos sin esperar otra respuesta más que la gratitud.
-Algo que los dioses casi nunca reciben -señalo Olinda con una sonrisa.
-Es cierto -reconoció el conde-, pero en lo que a mí concierne, escucharé lo que usted tenga que decirme pensando que es un vocero el Olimpo y, por el momento, indiscutible.
Olinda levantó los ojos del lago para mirar hacia la casa.
Muchas de las ventanas lanzaban destellos dorados y la luz de la luna tocaba suavemente las cúpulas, que brillaban en la oscuridad.
-¡Es tan hermoso! -exclamó-. Usted debería encontrar la felicidad aquí.
-Lo he intentado -contestó el conde-. Pero la felicidad que conocí de niño no pudo resistir a la desilusión y la destrucción de todo lo que reverenciaba, de todo aquello en lo que creía.
El cambio en su voz era inconfundible y ella comprendió que estaba hablando de su madre.
-Comprendo cuándo debe haberle dolido -comentó ella.
-Me crucificó -prosiguió el conde con vehemencia-. Como aún hoy me crucifica. Ella es mi madre y la esposa de mi padre. ¿Cómo puede actuar de ese modo?
Olinda pensó que el conde quería decir más. Pero se tragó las palabras, como si tratara de controlar la violencia de sus sentimientos.
Después de un momento, ella dijo:
-Papá me dijo una vez que cuando juzgamos a otras personas usamos siempre nuestras propias normas y que eso nos impide comprenderlas o brindarles la compasión que merecen.
-¿Qué quiere decir con eso? -preguntó el conde con voz aguda.
-Mi padre decía que cuando denunciamos a un ladrón nos resulta imposible comprenderlo. ¿Cómo podríamos hacerlo si nunca hemos sentido la compulsión de robar. Si no sabemos lo que es el hambre, ni jamás hemos visto hambriento a un ser querido?
Se detuvo antes de continuar:
-También decía ... cuando un asesino es condenado, ¿cuántos de los que lo atacan con justa indignación no ha sentido alguna vez la tentación de cometer una asesinato?
-Comprendo lo que está usted diciendo -dijo el conde-. Claro que lo comprendo. Pero una mujer es diferente.
-Toda mujer es diferente de las otras mujeres -repuso Olinda-. Pero creo que todas, aun sin percatarse de ello, tal vez de forma instintiva, también están buscando el amor. Igual que los hombres, ellas también buscan el éxtasis y la maravilla.
Se detuvo antes de continuar:
-Y cuando fracasan en su búsqueda, aceptan un sustituto de segunda categoría.
-¿Es posible que esté diciendo usted esto? ¿Acaso no comprende de lo que sufro por el hecho de que mi madre acepte no a un sustituto de segunda, sino de tercera, de cuarta, y aun de peor categoría?
Su voz llena de dolor.
-S+e que soy muy ... ignorante sobre ... tales cosas -contestó Olinda-, porque nunca he amado a nadie, ni nadie se ha ... enamorado de mí.
Lanzó un leve suspiro antes de añadir:
-Pero sé que para algunas mujeres el amor sólo puede expresarse con su cuerpo. Para otras, en cambio, el amor también se expresa con la mente y con el alma. Ese es ... el verdadero amor.
Pensaba en Hortense de Mazarín, pero comprendió que sus palabras resultaban dolorosas para el conde. Sin embargo, él había pedido la verdad.
Su madre era incapaz de enfrentarse a la realidad de que comenzaba a envejecer y de que su belleza ya no atraía a los hombres. Pero tenía otra cosa que ofrecer.
Permanecieron en silencio. Entonces el conde dijo:
-Puesto que conoce el terrible problema que existe en mi propia casa ... la casa que perteneció a mi padre y a mis antepasados antes que él, dígame qué debo hacer.
El tono duro había vuelto a su voz, que expresaba una intensa amargura. Por un momento Olinda pensó en lo extraordinario que resultaba que el conde le estuviera hablando de esa manera.
Entonces se dio cuenta de que la impresión que había tenido de que ambos eran seres etéreos, espirituales, se había convertido en realidad.
Ella carecía de importancia, en insignificante, por eso el conde podía hablarle como no lo habría hecho con una amiga, con una mujer de la que estuviera enamorado.
Para él, ella era un sueño salido de las brumas de la noche y, por esa razón se encaraba a ella con las defensas bajas.
Le estaba pidiendo que lo ayudara como tal vez nunca le había pedido a ser humano alguno que lo hiciera.
-Creo -dijo Olinda con voz baja-, que debe usted volver . Debe tomar el lugar que le corresponde en Keveldon y en el condado. Debe hacer lo que se espera de usted.
-¿Y tolerar que ese hombre viva en mi casa, coma mi comida y degrade a mi madre con sus atenciones?
-Cada uno de nosotros tiene que llevar su propia vida -respondió Olinda-. No podemos vivir la de nadie más. No debemos, en realidad, interferir en su desarrollo y en sus decisiones.
-¡Es imposible! -murmuró el conde casi entre dientes.
-Creo que cada uno de nosotros se parece a la isla en la que estamos en este momento -continuó ella como si el conde no hubiera hablado-. La única comunicación real que podemos tener el uno con el otro debe ser a través de un puente y ese puente debe estar hecho de ... amor.
El conde no habló.
Se puso de pie y permaneció contemplando el lago. Olinda advirtió que estaba mirando hacia el fondo de su propio corazón, quizá pensando en lo inútil que había sido su furia en el pasado y en lo poco que había logrado con su desafío.
No sabía si lo había ayudado en algo, o si había hecho las cosas más difíciles para él.
Sólo sabía que había dicho lo que pensaba. Sentía como si las palabras hubieran estado en su mente,k sin que ella hubiera tenido que buscarlas en una manera consciente.
no había nada más qué decir, nada que la pudiera hacer.
Se levantó y comenzó a alejarse con lentitud. Dio la vuelta al templo blanco y cruzó el puente chino.
Volvió a caminar por el huerto repleto de árboles frutales, a través de los jardines. Apenas había suficiente luz para que no tropezara y aunque las sombras parecían muy oscuras, no tuvo miedo.
Llegó a la casa y entró. Volvió a cerrar la puerta por dentro y aunque las sombras parecían muy oscuras, no tuvo miedo.
Llegó a la casa y entró. Volvió a cerrar la puerta por dentro y subió corriendo hacia su dormitorio.
Cuando llegó a ala tranquila seguridad de su cuarto, sintió como si hubiera salido de las brumas de la noche, para penetrar en la realidad.
"Por favor, Dios mío, permite que mis palabras hayan ayudado al conde" oró al meterse en la cama.
Aún pensaba en él cuando se quedó dormida.

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