7 mar 2009

Bordadora de Ensueños, Capítulo 4 (2da. parte)

Abajo, en la biblioteca, Felix Hanson oyó que en el reloj que había sobre la repisa de la chimenea marcaba la media. Con furia, dio una patada a la rendija protectora del fuego.
-¡Maldita muchacha! -exclamó-. ¿Porqué no tuvo agallas suficientes para bajar aquí como le pedí que lo hiciera?
Atribuyó el hecho de que Olinda no se hubiera reunido con él sólo a su miedo a ser descubierta.
Felix Hanson era sumamente vanidoso. Desde que tuvo edad suficiente para comprender que había mujeres atractivas en el mundo, descubrió que sus pretensiones amorosas nunca eran rechazadas.
No se le ocurrió, ni por un momento, que una joven bordadora que había llegado a aquella casa porque necesitaba dinero, no se sentiría honrada por sus atenciones.
Estaba seguro de que sólo cuestión de tiempo. Sin duda ella se entregaría a él, con ansiedad, como lo había hecho una larga lista de mujeres en puestos similares, antes que ella.
En la mente de Felix, la única dificultad consistía en que la condesa estaba siempre alerta, a la expectativa de que surgiera un interludio romántico de ese tipo, de modo que él tenía pocas oportunidades de perseguir a otras mujeres, por deseables que fueran.
Sabía que esa noche no corría ningún peligro. Ante la inesperada llegada del conde, la condesa debía sentirse muy alterada y, sin duda alguna, poco ansiosa de disfrutar de su relación con él. Hanson sabía muy bien que su presencia en la casa era lo que había provocado que su hijo se fuera al extranjero dos años atrás.
De hecho, pensó, eso le daba una excelente oportunidad para relacionarse con la muchacha de ojos grises que lo había atraído desde el momento en que entró en el salón.
Era el tipo exacto de mujer que a él le gustaba: tranquila, modesta e inocente.
Estaba seguro de que una vez que la despertara al amor, remediando así al inconveniente de su inocencia, sería como todas las demás ... exigente, posesiva, aferrada a él, según la expresión que él mismo usaba, "como una hiedra".
¡Pero al principio sería tímida, algo reticente y fascinante en su inocencia!
Estaba decidido a encontrar oportunidades para estar a solas con Olinda, sin importarle demasiado la vigilancia de la condesa.
Volvió a patear la chimenea con irritación, no sólo porque Olinda no había bajado a la biblioteca, como él esperaba, sino también porque comenzaba a sentirse muy inquieto.
Jamás había tenido una relación que durara tanto tiempo como aquélla.
Desde luego, el hecho de ser el "amigo" de la Condesa viuda de Kelvedon había sido muy ventajoso al principio, pero ahora empezaba a comprender que las desventajas superaban a las ventajas.
Felix Hanson era hijo de un abogado.
El señor Hanson era un hombre inteligente. Había hecho buena clientela no sólo entre la gente de la pequeña aldea en que vivían sino entre los terratenientes del condado, a quienes les resultaba más cómodo y barato emplearlo a él que a una compañía londinense de abogados.
Con grandes sacrificios y ahorros, logró enviar a su único hijo a una escuela particular, y de allí, a la Universidad de Cambridge.
Esperaba que Felix ganara una beca, pero pronto resultó evidente que era muy poco probable que lo lograra. Desde luego, de cualquier modo era importante que obtuviera su título de abogado, para poder continuar en el futuro con el trabajo que su padre realizaba.
Felix, sin embargo, sentía una verdadera versión por el trabajo.
¡Descubrió que Cambridge podía proporcionarle todas las diversiones que siempre sospechó que lo esperaban más allá del limitado mundo en que siempre había vivido!
Pronto comenzó a formar parte del grupo de jóvenes ricos, quienes sólo les interesaba el placer y que constituían la desesperación de los maestros.
Salió de Cambridge sin haber obtenido el título. En cambio, poseía un conocimiento íntimo del mundo de la aristocracia y una absoluta confianza en su capacidad para atraer a las mujeres.
Decidió explotar este último talento y logró hacerlo con considerable habilidad. Se hospedó en la casa de personas que su padre ni siquiera habría aspirado a contar entre sus clientes.
Cortejó a cuanta mujer podría empujarlo un poco en la escala social y a todas aquellas que podía ofrecerle las comodidades que él consideraba indispensables.
Era, como lo habían llamado con desprecio un hombre que lo odiaba, un "aventurero amoroso".
Felix Hanson decidió que se casaría con una rica heredera, olvidaría su humilde origen y viviría en el extravagante mundo social que a él tanto le gustaba.
El único obstáculo consistía en que los padres de las herederas eran más astutos que sus esposas e hijas.
Mucho antes que Felix llegara hasta el punto de declarar sus atenciones, descubría que lo maniobraban para alejarlo de su presa. Eso lo relevaba con toda claridad que estaba perdiendo su tiempo.
Sin embargo, había numerosas mujeres casadas, jóvenes y atractivas que aburridas de sus maridos, buscaban un soltero con quien coquetear o vivir un romance ilícito.
a través de ellas Felix fue subiendo más y más alto en la escala social, y en varias ocasiones, hasta fue incluido en fiestas donde el invitado de honor era el Príncipe de Gales.
Fue en una de esas fiestas donde conoció a la Condesa viuda de Kelvedon.
Rosalie Kelvedon acababa de salir de un año de luto riguroso.
Estaba harta del campo y del crepé negro en el que había tenido que envolverse siguiendo la moda establecida por la Reina Victoria.
Durante un tiempo que a ella le había parecido interminable, no había podido asistir a bailes, ni fiestas, y estaba decidida a recuperar el tiempo perdido.
A pesar de que tenía cuarenta y siete años, aún era muy hermosa. Su figura parecía la de una jovencita.
También era mundana. Tenía mucha experiencia en el trato con los hombres y era más apasionada que cualquier otra mujer que Félix Hanson hubiera conocido.
Al principio ella lo impresionó de veras. Se sintió enamorado, quizá por primera vez en su vida.
Era un emosión limitada, porque Félix era demasiado egoísta como para sentir verdadero cariño por alguien que no fuera él.
Al principio, también, hizo a Rosalie Kelvedon una mujer sumamente feliz, hasta que las riñas con el hijo de ella comenzaron a nublar su relación y la naturaleza posesiva y celosa de la condesa hizo que Félix comenzara a sentirse muy inquieto.
Debido a que no tenía ninguna confianza en él, la condesa insistía en que pasaran la mayor parte del tiempo en Kelvedon.
Félix detestaba disfrutar de la alegría y las diversiones de Londres, que lo animaban y lo estimulaban. No era un hombre hecho para la vida de campo.
Practicaba deporte que había aprendido en Cambridge porque lo mantenían en buenas condiciones físicas, y de mostraba preocupado ante la posibilidad de que las comidas y la cantidad de vino que consumía arruinaran las proporciones atléticas de su cuerpo.
Pero Kelvedon le alteraba los nervios. No sentía ninguna admiración por la casa, ni por su contenido. Sólo le daba una ciertas sensación de grandeza el hecho de tener un ejército de sirvientes a su disposición y cuanta comodidad deseara al alcance de su mano.
Sin embargo, no valía la pena tener un automóvil sin contar con un público admirador que apreciara cómo lo conducía. Tampoco ganar una partida de tennis o recorrer jugando el campo de golf sin una multitud de mujeres atractivas para felicitarlo al final del juego.
-Volvamos a Londres -le había suplicado a la condesa durante toda la primavera.
-¿Qué sentido tiene? -preguntaba ella-. Tú tendrías que vivir en tu club, o yo podría comprarte un piso. Pero sabes que sería imposible que estuviéramos juntos en la casa familiar de la Plaza Grosvenor, como podemos estarlo aquí.
-¿Por qué no? -había preguntado él, malhumorado.
-Porque, mi querido Felix, todas las anfitrionas de Londres me eliminarían de sus invitaciones en el acto. ¿Crees que la misma reina no se enteraría de ello?
Félix sabía que eso irrefutable.
Alguna vez había pensado que podría convencer a la condesa de que se casara con él, hasta que supo que si ella volvía a casarse tendría que entregarle a su único descendiente todo el dinero que ahora manejaba.
Cuando su hijo aún era pequeño, el difundo conde había hecho un testamento según el cual, después de su muerte, su esposa controlaría la vasta fortuna familiar.
Como era mucho mayor que su esposa, pensaba que podía morir en cualquier momento y que, si eso sucedía. Roque no sería lo bastante grande como para administrar el dinero de forma sabia y sensata, si n la ayuda y guía de su madre.
Siempre había sido su intención cambiar el testamento cuando Roque cumpliera veintiún años; pero el tiempo fue pasando y él no se molestó en hacer el cambio.
Al poco tiempo de que murió, lo s detalles de su testamento cayeron como una bomba sobre su hijo.
"¿Cómo es posible que mi padre me haya hecho esto a mí?, se había preguntado el conde miles de veces.
¡Pero sabía que la respuesta residía en el hecho de que su padre adoraba a su bella esposa!
El difunto conde jamás sospechó que ella fuera capaz de actuar como lo había hecho, de una forma que había escandalizado a su hijo hasta el punto de llenarlo de amargura y cambiar su carácter.
Mientras vivió su esposo, Rosalie Kelvedon había sido discreta y se ciño de forma estricta al código eduardiano de "nunca ser descubierta"
Pero después de su muerte había instalado en Kelvedon a su nuevo amante, Félix Hanson, desafiando a su hijo a que hiciera algo al respecto.
"Tengo que irme de aquí", se dijo Felix.
No pensaba, al hacerlo, en la belleza de la gran biblioteca clásica en la que se encontraba. Para él sólo constituía una parte más de la prisión que lo rodeaba.
Pronto cumpliría veintisiete años y pensó que si no tomaba urgentes medidas para asegurar su futuro, comenzaría a envejecer, como Rosalie lo estaba haciendo ya, sin ningún provecho.
Como todas las mujeres, ella siempre estaba dispuesta a hacerle costosos regalos, pero lo mantenía corto de dinero efectivo.
Desde hacía algún tiempo ser preguntaba cómo abordarla acerca de un sobregiro de cuatro mil libros que tenía en el banco y sobre una cuenta de casi mil, que su sastre insistía en cobrarle.
Lo primero, pensó ahora, era lograr que ella pagara esas cuentas; después, debería marcharse lejos de allí.
Poseía algunos efectos de valor que le proporcionaría suficiente dinero para sostenerse hasta que encontrara la esposa rica que buscaba.
Tal vez, había cometido un error al abordar a jovencitas solteras.
Lo mejor sería buscarse una viuda que no perdiera su dinero al volver a casarse, o quizá una solterona rica cuya falta de encantos personales le hubiera impedido contraer matrimonio y que se alegraría de encontrar marido, sobre todo si se trataba de alguien tan atractivo como él.
Más allá de kelvedon el mundo estaba lleno de oportunidades, pensó Felix Hanson. Sin embargo, el se encontraba aquí, encerrado y maniatado, en todo que Rosalie se volvía cada día más exigente y posesiva.
Sabía que tenía miedo de perderlo y decidió que esa era la carta de triunfo que debía jugar para lograr que sus cuentas pendientes fueran saldadas.
Entre tanto, dejaría que las cosas siguieran como estaban. Después de todo, no se aburría demasiado.
La chica nueva de ojos grises que había en la casa se estaba mostrando muy esquiva por el momento pero el conseguiría que sucumbiera a los encantos que tan bien podía usar.
Al pensar en eso, Félix sonrió y se miró en el espejo que colgaba en la pared. No cabía duda de que era un hombre muy apuesto. Eso explicaba que las mujeres lo consideraban irresistible.
Aún tenía tiempo para obtener de la vida todo lo que deseaba, y todavía más .
En Kelvedon estaba perdiendo su tiempo.
"Hablaré con Rosalie sobre esas cuentas pendientes en la primera oportunidad", decidió.
Salió de la biblioteca y se dirigió a la escalera para subir a su dormitorio.
Automáticamente se dirigió hacia la habitación que había ocupado durante los últimos dos años. Entonces recordó que había sido cambiado a otro dormitorio, en el lado opuesto al corredor.
No era tan magnífico ni tan amplio como el otro, pero por el momento a Félix no le interesaba el mobiliario.
Sólo pensaba en su futuro y en unos labios muy atractivos que tenía todas las intensiones de besar, antes de irse de la casa.
Y esa noche se quedó dormido pensando en Olinda.


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