9 mar 2009

Bordadora de ensueños, Capitulo 4 (3ra. Parte)

Lucy, puso a Olinda al corriente de lo que estaba sucediendo en la casa cuando le sirvió el desayuno.
-El señor conde se fue a cabalgar, señorita -dijo-, Oí al señor Burrows decir que el señor Abbey, que es el palafreno en jefe, estaba loco de emoción. Su señoría, el conde, ordenó que le tuviera el mejor caballo disponible, frente a la puerta principal a las ocho de la mañana.
-Supongo que debe montar muy bien -observó Olinda, porque sentía que se esperaba algún comentario de su parte.
-Si es cierto lo que dice el señor Abbey, nunca ha existido mejor jinete que el señor conde. De cualquier modo, la gente de las caballerizas dice que los animales están muy necesitados de ejercicio. No es lo mismo cuando los monta un palafreno que cuando lo hace el amo.
Olinda estaba segura de que había algo de verdad en eso, pero quería terminar su desayuno cuanto antes porque deseaba volver a su trabajo.
Se estaba levantando de la mesa cuando la señora Kingston entró en la salita
-Buenos días, señorita Selwyn
-Buenos días, señora Kingston.
-Acabo de examinar el trabajo que hizo usted ayer y debo confesar, señorita Selwyn, que estoy asombrada por la habilidad con que zurció usted esa costura de terciopelo negro. Es casi imposible distinguir dónde estaba. Estoy segura de que la señora condesa se sentirá encantada cuando vea la labor que ha realizado.
-Gracias, señora Kingston.
El ama de llaves colocó un paquete sobre la mesa.
-Aquí están todas las sedas que el lacayo pudo obtener en Derby. Ya he escrito una carta a Londres solicitando que envíen el resto de lo que usted necesita.
-Sólo he pedido lo necesario para la habitación de la duquesa -explicó Olinda-. Cuando vea todo lo que hay que hacer, es posible que necesite colores diferentes, y estoy segura de que necesitaré más hilo de oro y de plata.
-Sí, por supuesto ... ¡y vaya que están caros, además! -sonrió la señora Kingston-. Las cosas encarecen más y más cada año. No sé adónde iremos a parar si seguimos así.
-Tiene usted razón -contestó Olinda de forma automática.
Lucy salió de la habitación y la señora Kingston le dijo a Olinda en un murmullo de conspiración:
-Debo mostrar la casa a esa actriz que su señoría tajo de París. No es una tarea que me entusiasme mucho. Me pregunto qué puede saber alguien como ella de antigüedades.
-Tal vez se interese en las habitaciones francesas -sugirió Olinda, pensando que le gustaría conocer a la señora le Bronc.
-Sí, por supuesto. La llevaré al dormitorio de la duquesa. Pero no se sorprenda cuando la vez, señorita Selwyn. Le aseguro que no es el tipo de huésped que estamos acostumbrados a recibir en la Casa Kelvedon.
La señora Kingston movió la cabeza con desdén y salio de la habitación.
Olinda se echó a reír. Al mismo tiempo, no puedo menos que pensar en la señorita le Bronc.
Conocía la razón por la que el conde la había llevado a Kelvedon, pero eso no explicaba su íntima relación con ella, ni el hecho de que la francesita, por su parte, se mostrara dispuesta a efectuar un largo y fatigoso viaje sólo porque él se lo había pedido.
Al pensar en lo que había sucedido la noche anterior, Olinda se sintió segura de que sólo había sido un sueño.
Le era difícil creer que su conversación con el conde hubiera tenido lugar y se asombraba de haber sido franca con él.
¿Qué habría pensado el conde sobre el hecho de que ella, una desconocida, discutiera abiertamente las relaciones de la condesa con Felix Hanson?
Le parecía increíble que hubieran estado sentados, uno al lado del otro, mirando hacia el lago y hablando de cosas que Olinda hubiera dudado de discutir siguiera con otra mujer.
Y, sin embargo, cuando sucedía le había parecido muy natural.
Las palabras habían subido a sus labios sin dificultad y los dos se habían sentido, según dijera el propio conde, tan libres como los dioses.
Pero ahora, pensó Olinda, le resultaría difícil volver a enfrentarse a él; sentía que si lo encontraba durante el día y se veía obligada a mirarlo cara a cara, se ruborizaría y se sentiría muy incómoda.
"Estoy segura de que no seguirá mi consejo; volverá a París", se dijo tratando de tranquilizarse.
Pero le resultó imposible no pensar en él cuando se sentó en el suelo junto a la elaborada cama de la duquesa.
Comenzó a reparar el bordado que se había deshilachado. Cubrió una florecita con nueva seda de colores rosa y verde y reparó las delicadas plumas de un pájaro y las alas de un cupido.
Se hallaba tan absorta en sus propios pensamientos que se sobresaltó al escuchar que la señora Kingston decía:
-Estoy segura de que esta habitación le interesará, señorita. Este es el dormitorio de la Duquesa de Mazarín. Ella durmió aquí cuando se hospedó en la casa, hace más de docientos años, con el Rey Carlos II.
Tiens! -exclamó una voz en francés.
Entonces Olinda se puso de pie y pudo ver a mademoiselle le Bronc.
¡La actriz era más llamativa de lo que ella nunca hubiera imaginado que podía ser una mujer!
Tenía una carita picaresca, como de duende, y una boca grande y sensual que, por estar pintada de rojo intenso, fue lo primero que Olinda notó.
Sus pestañas estaban cubiertas de rimmel y los ojos rasgados y provocativos le daban un aspecto casi oriental, sobre todo cuando reía.
Llevaba el cabello teñido en un tono dorado cobrizo que contrastaba con la oscuridad de sus cejas y que daba un aspecto algo cenizo a su piel.
Y, sin embargo, el efecto total, encantador y espectacular, con su indudable toque de chic, era muy francés.
Llevaba un vestido rayado en negro y blanco, con toques de rojo vivo iguales al color de los labios, zapatillas rojas y una banda, también rojo, alrededor de la pequeña cintura.
Sobre la cabeza usaba un gracioso sombrerito cubierto de plumas rojas, que ninguna mujer inglesa habría usado con ese tono de cabello. Sin embargo, el efecto resultaba alegre y atractivo.
Los ojos de la señorita le bronc brillaron con intensidad cuando recorrieron la habitación y su boca se curvó en una sonrisa. El conde pensó Olinda, había buscado una compañera de viaje que debía ser muy entretenida.
-Esta es la cama de la duquesa -explicó la señora Kingston con la voz de un guía que hablaba con un niño bastante tonto-. Ella le obsequió los cortinajes al conde y a la condesa de Kelvedon de esa época, como muestra de gratitud por la hospitalidad que le brindaron.
El ama de llaves se volvió hacia Olinda.
-Y ésta es la señorita Selwyn, que está reparando los tejidos dañados por el paso del tiempo
-Buenos días, señorita -Respondió Olinda en francés.
-¿Habla usted francés? -preguntó la señorita le Bronc en ese idioma.
-Sí, Señorita, pero son pocas las veces en que tengo oportunidad de hablar con una francesa.
-¡Vamos! Entonces debemos hablar usted y yo, ¿Verdad? -preguntó la francesa-. ¿Puedo ver su trabajo?
Olinda la subió para que viera lo que estaba haciendo.
-¡Vaya, es usted una verdadera experta! -exclamó en francés-. Yo fui educada durante algunos años en un convento, de modo que sé coser ... las monjas se aseguraron de que aprendiera ... pero nunca podría hacer el trabajo que está usted haciendo. ¡Es exquisito! ¡Maravilloso!
-Gracias, señorita -contesto Olinda.
Entonces, como sentía curiosidad, preguntó:
-¿La está pasando bien en Inglaterra? ¿Es ésta su primera visita?
-Sí, la primera -contestó la señorita le Bronc-. Su país es muy bonito, pero no es para mí. Me gusta París ... los teatros , los salones de baile, el olor y el ruido de Montmartre. Aquí todo es demasiado tranquilo.
El modo en que lo dijo hizo que Oinda riera de buena gana.
-Se acostumbrará usted a esta tranquilidad
-¡Dios mío, no! Es algo que no deseo hacer. Además, tengo un trabajo, mi carrera.
-Por supuesto, usted es actriz.
-Soy bailarina, señorita. Bailo en el Molino Rojo.
Miró a Olinda y sonrió.
-Es probable que usted haya oído hablar de él. Por supuesto no es un lugar para muchachas decentes como usted. Pero es divertido y para los caballeros ... muy emosionante.
-¿A su señoría el conde, le gusta? -preguntó Olinda
-Puede ser un hombre muy divertido ... cuando no está pensando en esta casa -contestó la francesa.
Levantó las manos.
-¡Vaya! ¿Puede usted creerlo! Sólo pienso y habla de esta casa ¡Kelvedon! ¡Kelvedon! ¡Kelveldon!
Pronunciaba el nombre de una manera muy graciosa.
-¡Siempre está en sus pensamientos, en sus sueños y en su conversación!
Suspiró.
-¡Yo le digo a veces: "¿Cómo es posible que ames a Kelvedon? Eso no lo entiendo, porque no es una mujer. Las mujeres estamos para que nos amen. Somos tibias, suaves y excitantes. ¿Por qué piensas siempre en una casa?
Olinda se echó a reír sin poder evitarlo.
-Usted hace que parezca muy divertido, señorita.
-No siempre es divertido para la mujer que tiene que oírlo. Milord es muy simpático, apuesto y encantador cuando lo desea. ¡Pero cuando habla de Kelvedon se vuelve muy inglés ... y muy aburrido!
La francesita casi escupió las últimas palabras.
Entonces lanzó una carcajada y su boca roja pareció curvarse de forma deliciosa, en tanto que sus ojos se empequeñecían hasta convertirse en pequeñas ranuras.
La señora Kingston, que no entendía una palabra de francés, se limitó a mirar de una a otra, hasta que se sintió enfadada porque la dejaban al marjen de la conversación e intervino con voz aguda:
-Y ahora, señorita, permíteme mostrarle los otros dormitorios importantes. Todos están en este piso.
-Ya he visto suficiente -declaró la señorita le Bronc-. Son demasiado grandes, demasiado vacíos. Deberían estar llenos de gente alegre, que cantara, bailara y bebiera.
Observó a su alrededor, y casi como si deseara ser insultante, dijo:
-En Francia tuvimos una buena idea, durante la Revolución, cuando vaciamos todos los grandes palacios y quemamos los muebles que había en ellos.
-¡Quemarlos! -exclamó la señora Kingston en algo muy cercano a un grito de horror-. ¡Deben haber estado locos! ¡Las cosas que tenemos aquí valen miles y miles de libras! Y más importante que el dinero, señorita, es que cada una de ellas es una parte de la historia.
-¿Qué es la historia? -la señorita le Bronc hizo un gesto expresivo con la mano-. Yo quiero vivir mi propia historia ... la de otras personas no me interesa.
-Se volvió hacia Olinda y sugirió:
-Y usted debe hacer lo mismo, señorita. Ya podrá coser cuando sea vieja. Viva ahora que es joven! Si alguna vez viene a París, le enseñaré cómo divertirse.
-Gracias, señorita -contestó Olinda-, pero me parece poco probable que vaya a París.
-¿No desea ver más de la casa? -preguntó la señora Kingston con una nota de incredulidad en la voz.
-No, gracias -contestó la señorita le Bronc-. Bajaré a ver si el conde ha vuelto de complacer a su caballo haciendo ejercicio y me ofrece a mí un vaso de vino. ¡Eso es lo que quiero!
Cuando la francesita salió de la habitación, la señora Kingston se volvió a mirar a Olinda y encarnó las cejas en un gesto de desolación.
Olinda volvió a sentarse en el suelo, sonriendo.
No cabía la menor duda de ello ... la señorita le Bronc debía ser una compañia muy alegre, pero aun a su lado el conde no hacía otra cosa que pensar en Kelvedon.
Había algo muy patético, pensó Olinda, en la imagen de un hombre que se moría de nostalgia por la casa que amaba mientras se encontraba rodeado por toda la alegría de París.
Entonces se dijo con firmeza que estaba siendo demasiado sentimental.
¡El conde no era un chiquillo patético obligado a permanecer lejos del hogar por alguna orden paterna! Era un hombre que a sabiendas había decidido exiliarse de su finca y de sus responsabilidades.
Podía excusarse diciendo que consideraba intolerable vivir con su madre en esas circunstancias.
Pero él sabía muy bien cuál era su deber; sabía que la gente que vivía en su propiedad dependía de él. Además, su lugar estaba en el mundo social en el que había nacido.
"Tal vez debía haber sido más firme en lo que le dije anoche", pensó Olinda.
Entonces se dijo que era totalmente ridículo pensar que él escucharía sus ideas.
Había hablado con ella siguiendo un impulso del momento y porque ella era, como él mismo había dicho, una absoluta desconocida.
Los dos se habían sentido encantados por la belleza de la noche, bajo las estrellas y junto al templo griego. Por eso habían hablado como un hombre y una mujer podían habar en un sueño. A la luz del día, la charla de la noche anterior parecía totalmente irreal.
"Recuerda que sólo eres una bordadora", se dijo Olinda, pero no pudo evitar que su corazón diera un vuelco cuando escuchó que la puerta se abría.
Había estado pensando en el conde y creyó que había llegado a verla. Oyó las pisadas que cruzaban la habitación y, cuando se acercaron a la cama, levantó la vista.
¡Era Felix Hanson!
Por un momento no sólo se sintió sorprendida, sino absurdamente desilusionada.
-¡Oh, es usted! -exclamó sin pensar.
-Sí, soy yo -contestó Felix Hanson-. Si Mahoma no va a la montaña, la montaña debe venir a Mahoma. ¿Por qué no bajaste anoche?
Olinda inclinó la cabeza sobre su bordado.
-No es posible que usted haya esperado que lo hiciera.
-¡Por supuesto que lo esperaba! y esperé hasta cerca de la una.
¿Cómo puedes ser tan ingrata?
-¿Ingrata? -repitió Olinda sorprendida.
Levantó los ojos y vio que estaba apoyado contra un poste de la cama, en una actitud muy tranquila.
La expresión de su mirada provocó que ella apartara la vista rápidamente.
-Si no hubiera sido por mí -dijo-, te hubieran devuelto a tu casa sin darte la menor oportunidad de probar tu habilidad. Eres demasiado bonita para este tipo de trabajo.
Había una nota acariciadora en su voz y Olinda replicó en todo casi agudo:
-Si ésa es la verdad, gracias. Pero ahora, le suplico que me permita continuar con mi trabajo. Tengo mucho qué hacer.
-Me encanta la idea, porque eso significa que vas a pasar aquí largo tiempo. Pero deseo hablar contigo, pequeña Olinda.
-Me llamo señorita Selwyn.
-Olinda es mucho más bonito y no vale la pena que perdamos el tiempo en preliminares.
-¿Preliminares de qué? -preguntó Olinda.
-De conocernos mejor. Vamos a conocernos muy bien -declaró Felix Hanson con suavidad-. Tus labios me fascinan.
-Usted no tiene derecho de hablarme de ese modo, señor Hanson, como bien lo sabe.
-¿Y quién va a impedírmelo?
-No creo que a la señora condesa le parezca correcto que usted moleste a una de sus empleadas.
-Ella no tiene porqué saberlo. Por lo tanto, tú y yo debemos ser muy astutos. Anoche perdimos una oportunidad que tal vez no vuelva a presentarse en varios días. Pero es posible que podamos encontrarnos esta tarde.
Olinda levantó la vista.
-No tengo intenciones de encontrarme con usted, señor Hanson, ni de verlo en ningún momento.
Habló con claridad y en tono firme, pero él se limitó a sonreír.
-¿Así que vas hacerte la difícil? -dijo con suavidad-. Bueno, un poco de renuencia hace más atractiva la conquista.
-¡No habrá ninguna conquista! -contestó Olinda irritada-. Si usted continúa haciendo tales sugerencias, señor Hanson, acudiré en el acto a la señora condesa para decirle que está usted entorpeciendo mi trabajo.
Pensó que esa amenaza lo inquietaría. Pero él echó la cabeza hacia atrás para reír a carcajadas.
El sonido de su risa retumbo a través del dormitorio.
-Me gusta tu espíritu, Olinda. Pero sé muy bien, como tú también lo sabes, que no harás tal cosa.
-¡Lo haré si no me deja en paz!
-¿Para encontrarte en la puerta de atrás con la misma rapidez con que puedes hacer tus maletas? -preguntó volviendo a reír-. No lo dudes ... cuando se trate de elegir entre tu y yo, la condesa no vacilará en echarte de aquí. Tú eres sustituible, Olinda... yo no!
Olinda compredió que eso era cierto. Apretó los labios y continuó cosiendo.
-Así que después de esta pequeña escaramuza -continuó Felix Hanson-, en la que debes reconocer que resulté victorioso, comencemos a hablar con sensatez.
-No hay nada de qué hablar contestó Olinda.
-Yo tengo mucho qué decir, aunque un beso expresaría mis sentimientos mucho mejor que todas las palabras que hay en el diccionario.
Olinda bajó la cortina y la apoyó en su regazo.
-Escúcheme, señor Hanson -dijo-, Estoy aquí porque necesito el dinero. Mi madre está enferma y sólo realizando este tipo de trabajo puedo proporcionarle los alimentos y las medicinas que la mantendrán viva. No podré en peligro la salud de mi madre coqueteando con usted, ni con nadie más. ¡Por favor, déjeme en paz!
Felix Hanson volvió a echarse a reír.
-¡Espléndido! -exclamó-. Acto segundo ... ¡la inocente doncella se enfrente al perverso barón que tiene en sus manos la hipoteca de su casa! ¡Querida mía, harías una fortuna en el teatro!
-Lo que le he dicho es cierto, señor Hanson -protestó Olinda.
-Te creo hasta la última palabra, pero también es verdad que eres adorable y que me propongo lograr tus besos tarde o temprano, sin importar lo difícil que te pongas.
Dio un paso hacia ella y Olinda lo miró con temor.
Sabía que a él le resultaría difícil besarla donde ella estaba, sentada en el suelo; al mismo tiempo, su corazón comenzó a palpitar de miedo y sintió que se le secaba la boca.
-Vamos, amor mío -dijo con una voz que la mayoría de las mujeres consideraba irresistible-. Hemos llegado al final del segundo acto.
Entonces bajó los brazos hacia ella, y Olinda comprendió que intentaba levantarla del piso.
Se echó hacia atrás y, al hacerlo, levantó de su regazo las largas tijeras puntiagudas que usaba para su trabajo.
Felix Hanson ya había acercado su mano derecha para tocarla, cuando Olinda levantó las tijeras. La afilada punta se clavó en su piel, en la parte superior del dedo pulgar.
El lanzó un grito de dolor y se incorporó, llevándose la mano a la boca
-¡Pequeña zorra!
Chupó su propia sangre por unos segundas, mirándola furioso. Entonces, tal vez por el terror pintado en los ojos de ella y el hecho de que parecía tan pequeña e indefensa sentada en el piso, su expresión cambió.
-Vas a tener problemas, Olinda, si sigues portándote así -dijo-. ¿Y si le dijo a la señor condesa que eres peligrosa y que es un error retenerte aquí?
-Tendría usted que explicar por qué estaba tan cerca de mi como para que pudiera lastimarlo -replicó Olinda.
-Tienes respuesta para todo, pero no pienso renunciar a ti tan fácilmente. Como he dicho antes, me gusta una mujer con espíritu.
Se detuvo.
-Será divertido conquistarte, Olinda, lograr que me ames por que no puedas evitarlo.
-¡Nunca lo amaré! ¡Nunca! -exclamó Olinda-. ¡Y lo que usted sugiere nada tiene que ver con el amor!
-¿Cómo lo sabes si nunca lo has probado? Apostaría mi reputación a que ningún hombre te ha hecho el amor. ¡Y no me sorprendería si descubriera que nunca te han besado!
A pesar de sí, el color subió al rostro de Olinda.
-¡Estaba seguro de ello! -dijo Felix Hanson con suavidad-. Y puedo asegurarte que nadie es capaz de enseñarte mejor que yo las delicias de las que tratas de escapar, sin saber lo que te pierdes.
-Sólo estoy perdiendo mi privacidad -replicó Olinda en tono brusco.
Félix Hanson volvió a chuparse la mano de la que seguí grotando sangre.
-Me intrigas mucho -observó-, y me estás desafiando. ¡El tuyo es un reto que no puedo rechazar!
-Sólo le he pedido que me deje en paz -replicó ella casi sin aliento.
-Eso es algo que no tengo intenciones de hacer. ¡Y ya veremos quién de los dos gana!
Atravesó la habitación, en dirección de la puerta. Al llegar a ella, la puerta se abrió.
-Felix, ¿qué haces aquí? -preguntó una voz en tono agudo.
Olinda, supo de inmediato quén hablaba. Era la condesa.

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