23 mar 2009

Bordadora de ensueños, Capítulo 5

Despues de una pausa, Felix Hanson respondió:
-Entré a buscar una toalla para mi mano. ¡Mira!
Debió haberle mostrado su mano a la condesa pues ella preguntó alterada:
-¿Qué sucedió? ¿Qué te hiciste?
-Dame algo para ponerme. ¡Te aseguro que me duele!
Salió por la puerta, tomando del brazo a la condesa para conducirla por el corredor. Sus voces se perdieron en la distancia y Olinda se sintió un poco más tanquila.
Por un momento había temido que se produjera una escena en la que ella estaría involucrada; pero tuvo la impresión de que Felix Hanson controlaba muy bien la situación.
"¿Por qué no me deja en paz?", se preguntó, sintiendo que durante cada momento que pasara en la casa, estando él en ella, correría peligro.
-¿Cómo te lastimaste? -preguntó la condesa a Felix mientras él la conducía a través del corredor.
-Tropecé y caí contra una de esas malditas armaduras -contestó él-. No sé por qué las tienes en el corredor. ¡No te imaginas cómo me duele la mano!
-¿Por qué entraste en esa habitación? La señora Kingston me pidió que fuera a ver el bordado que está realizando la muchacha y ... ¡te encuentro a ti allí!
Los ojos verdes de la condesa lo miraron llenos de sospecha.
-¿Qué muchacha? ¿De qué estás hablando? -preguntó Felix Hanson.
-De la muchacha que tú insististe tanto en que reparara los cortinajes. Y si está en la habitación de la duquesa, como me dijo la señora Kingston, no puedo creer que no la hayas visto.
-¡No vi a nadie! -negó Felix Hanson con firmeza- entré como ya te dije, para buscar una toalla. ¡Mi mano estaba sangrando!. Abrí la primera puerta que vi.
Chupó su herida antes de continuar diciendo:
-Por supuesto, como nadie duerme allí, no había toallas ni agua. Y creo que debo lavarme la mano.
-Quisiera creerte, Felix.
-¿Y por qué diablos no vas a creerme? -preguntó Felix Hanson con tono agresivo- ¡Cielos! Si no puedo entrar a buscar unas toallas y un poco de agua sin que me sometas a un interrogatorío policíaco ... ¡Nada de esto tiene sentido!
Parecía furioso. Para entonces ya habían llegado a la habitación en que él dormía. Hanson entró primero, dejando que la condesa lo siguiera.
Se dirigió al lavamanos, volcó un poco de agua fría en una jarra de porcelana en la jofaina y metió la mano en ella.
-Supongo que tendrás algo con qué vendarme -murmuró
-Sí, por supuesto -contestó la condesa.
Lo dejó para dirigirse a su propia habitación y, cuando se quedó solo, Felix Hanson lanzó un suspiro de alivio.
¡Se había salvado de forma casi milagrosa!
Sabía demasiado bien cómo se hubiera puesto Rosalie si lo hubiese encontrado junto a la cama, hablando con la jovencita bordadora. Y no quería pensar en la posibilidad de que lo hubiera encontrado haciendo otra cosa...
"Vivir aquí es como vivir en una jaula abierta" se dijo.
Siempre había alguien observando. No posdía hablar sin dejar de sentir que lo escuchaban, ni hacer nada sin olvidar que Rosalie lo estaba observando.
"Debo volver a Londres", pensó.
Había una expresión calculadora en sus ojos cuando la condesa volvió con un ungüento, una venda y una botella de antiséptico.
-Ya no está sangrando tanto.
Felix Sacó la mno de la jofaina y la secó con una toalla de lino.
-Me temo que esto va a arderte un poco -dijo ella empapando un trozo de algodón en antiséptico antes de aplicarlo sobre la herida.
-¡Cielos! ¡Tienes razón! ¡Vaya que duele! -exclamó él.
-Pero evitará una infección -dijo la condesa-. Las armaduras tienen siglos de antigüedad y podrían causarte una grave infección en la mano.
Felix pensó que las tijeras con que Olinda lo había herido debían estar limpias y que era poco probable que le provocaran una infección.
Pero no tuvo más remedio que someterese a los cuidados de la condesa, que le aplicó ungüento y despés le vendó la mano.
-Si sigue molestándote, enviaremos por el doctor.
-¡Creo que no será necesario!
-Aún no entiendo porqué entraste en el dormitorio de la duquesa. ¿Por qué no viniste a buscarme?
-¡Oh, cielos, Rosalie! ¿Vas a seguir insistiendo en esa tontería?
-Si sospechara que estás persiguiendo a esa muchacho, como lo hiciste con la hija de mi entrenador, en Newmarket, te echaría de aquí ahora mismo -lo amenazó la condesa con voz baja-. ¡No estoy dispuesta a soportar otra humillación como ésa!
Felix sabía muy bien que cuando Rosalie Kelvedon había con voz controlada era mucho más peligrosa que cuando le gritaba con furia.
-Te equivocaste entonces -replicó él-. Como te equivocaste con lo que estás insinuando ahora. De cualquier modo, no hay necesidad de que me eches, Rosalie. ¡Me voy, de cualquier manera!
-¿Que quieres decir?
-Me voy de Kelvedon. Debo volver a Londres.
-Pero ¿Por qué? ¿por qué? ¿Qué ha sucedido?
Los ojos verdes de la condesa lo miraban con expresión muy diferente.
-Tengo que encontrar trabajo -contestó Felix-. Necesito dinero.
-¿Por qué? ¿Para qué? ¡Aquí tienes todo lo que deseas!
-Has sido muy generosa y sabes lo agradecido que te estoy. Pero no puedo esperar que también pagues mis deudas.
-!Deudas! ¿Qué deudas? ¿Cómo es posible que necesites algo que yo no te haya dado?
-Tus regalos han significado mucho para mí -sonrió Felix- Nadie pudo ser más bondadosa y más generosa que tú, en todos los sentidos. Pero, por desgracia, no puedo pagarle al gerente de mi banco con besos.
-¿Debes dinero a tu banco?
-Mi deuda con el banco se remonta a la época en que estaba en Cambridge -dijo él con sinceridad-. Ahora insisten en que debo pagarles de inmediato. Y también hay otras deudas
La condesa guardó silencio y él continuó hablando:
¡Oh, bueno! Todas las cosas buenas llegan a su fin. Ahora debo comenzar a ganarme la vida y hacer lo suficiente como para pagar mis deudas. No me resultará difícil conseguir trabajo. Se que varias compañías se alegrarán de contar con mis servicios.
-¿Eso significa que tendrás que vivir en Londres?
-No necesariamente. Pueden enviarme a Birminham, a Manchester, o a cualquier centro industrial importante.
-¡Felix, no puedes dejarme!
Era el grito que él esperaba escuchar. Entonces con simulado tono de angustia contestó:
-¡No creerás que deseo hacerlo! Tú me has dado tanta felicidad , Rosalie, que nunca podré olvidar lo que hemos significado el uno para el otro. ¡Pero ahora debemos decirnos adiós!
-¡No, Felix, no! No puedo dejarte ir. ¿Cuánto dinero quieres?
La condesa hablaba con desesperación, lo cual no pasó inadvertido para él.
-No puedo decírtelo -respondió-. Me siento avergonzado. Jamás debí permitir que las cosas llegaran hasta tal punto.
-¿Cuánto es? -insistió Rosalie Kelvedon.
-¡Ocho mil libras!
Ella lanzó una exclamación ahogada. Entonces dijo:
-Encontraré la forma de darte ese dinero. Tú sabes que lo haré Felix. No será fácil. No puedo tomar una cantidad así del dinero de la familia. Los contadores, que revisan las cuentas cada mes, sin duda alguna informarán a Roque sobre un desembolso tan importante.
-No quiero que tu hijo se entere de esto -se apresuró a decir Felix.
-No lo sabrá -respondió la condesa, llena de confianza-. Yo encontraré el dinero de algún modo. Creo que tengo ahorrado casi lo suficiente. Además, siempre puedo obtener una cantidad prestada sobre mis joyas.
-Sí, desde luego -reconoció Felix-, pero no puedo permitir que hagas eso.
Había olvidado las joyas, pensó.
La fabulosa colección de joyas, algunas pertenicientes a la condesa y otras a la colección familiar de los Kelvedon, era inmensamente valiosa.
Deseó ahora haberle pedido diez mil libras. Con las joyas que Rosalie poseía podría obtener la cantidad de dinero que deseara; pero no había pensado en eso hasta ese momento.
Se maldijo por su estupidez y pensó que si podía obtener las ocho mil libras ahora, tal vez valdría la pena aguantar unos meses para pedir un poco más antes de irse.
-Te haré un cheque de mi cuenta privada -estaba diciendo Rosaline Kelvedon-. Prométene, Felix querido, que nunca volverás a meterte en problemas de este tipo. En el futuro dame todas tus cuentas, a medida que vayan llegando, yo las cubriré. Cuando uno debe conseguir una suma tan elevada, de un día para otro, las cosas se ponen difíciles.
-A ti te basta con sonreírle al gerente de tu banco -dijo Felix-; para que él te preste un millon sin necesidad de ninguna garantía. Y sé que yo, si estuviera en su lugar, lo haría sin vacilación.
-¿Me estás adulando, queridito? -preguntó la condesa-. Eso es algo que has dejado de hacer ultimamente.
-Es que he estado muy preocupado por ese dinero.
-¿Y por qué no me lo dijiste niño tonto? El dinero nunca debe ser un abarrera que se interponga entre nosotros y arruine nuestra felicidad.
-¡El dinero se convierte en algo horrible, cuando no lo tiene uno! Deberías permtir que consiguiera algún trabajo, Rosalie.
-No puedo vivir sin ti ... ; y tú lo sabes! ¡Eres mío y no voy a compartirte con nada, ni con nadie!
Otra vez la sospecha se insinuaba en su voz y Felix se maldijo por haber permitido que lo sorprendiera en el cuarto de la duquesa. Se había sentido seguro de que Rosalie había salido al jardín y pensó que estaría libre de ella cuando menos una media hora.
Pero había vuelto sin que él se diera cuenta y ahora sabía que estaría más alerta que nunca, porque la desconfianza ya había nacido en ella.
También había sido un tonto al permitir que lo descubrieran con la hija del entrenador de los caballos que tenían en Newmarket.
Era una muchachita muy linda y estaba dispuesta a hacer cuanto él le pedía. Había sido simple mala suerte que Rosalie Kelvedon hubiera ido a buscarlo y los encontrara juntos en uno de los establos vacíos de la caballeriza.
Con ruegos y mentiras había logrado reconquistar los favores de la condesa, pero se percató de que después de ese incidente ella se volvió más desconfiada, y que lo vigilaba con mayor cuidado.
Se dijo que nunca volvería a comprometerse con una mujer mucho mayor que él, como Rosalie.
En realiad, a él le gustaban las muchachas jóvenes y sencillas. Eso le producía una sensación de poder y omnipotencia. Pero ese tipo de muchachas no tenían dinero, lo que significaba que volvía al punto de partida: necesitaba la seguridad de una esposa rica.
-Ven a mi cuarto -dijo la condesa -. Te hare el cheque ahora mismo. No quiero que sigas preocupándote, ni actuando de esa manera tan extraña y fría en que lo has hecho en estos dos últimos días.
Sonrió y agregó:
-Te conozco taqn bien, Felix querido, que estaba segura de que algo te preocupaba.
-Es que no sabía cómo decirte que debía marcharme -contestó Felix.
-Eso es algo que nunca sucederá. Es tan maravilloso que podamos estar aquí, juntos ... Nunca he sido tan feliz como en estos dos años que pasamos juntos.
"¡Ojalá pudiera decir lo mismo!", pensó él, furioso.
Pero le rodeó los hombros con el brazo y juntos caminaron hacia la salita de ella, que comunicaba con su dormitorio, al fondo del corredor.
La habitación estaba llena de flores, algunas provenientes de los invernaderos que ocupaban casi un acre de terreno, junto a la huerta, y otras de los campos sembrados de flores, a un lado de los padres, que en el verano se convertían en un caleioscopio de color.
Había cómodos sofás y mullidos sillones: la habitación olía a la exótica esencia que usaba siempre Rosalie Kelvedon y que hacía traer de París.
Se sentó ante un exquisito secrétaire francés, abrió un cajón y sacó una chequera.
Con su letra elegante y un poco llamativa escribió el nombre de Feliz en el cheque y, en el espacio correspondiente a la cantidad, "ocho mil libras". Después lo firmó y se lo entregó.
-Un regalo para el hombre que amo -dijio sonriendo.
-Gracias, Rosalie. Sabes bien lo agradecido que estoy.
Deslizó el cheque en el bolsillo interior de su chaqueta.
-¿Y hasta dónde llega esa gratitud? -preguntó Rosalie Kelvedon con suavidad.
Lo miró. su boca roja se curvó en un gesto de invitación y Felix comprendió lo que esperaba de él.
-Déjame demostrártelo -contestó, y la levantó en sus brazos.

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