20 ene 2009

Bordadora de Ensueños Capítulo 1, (continuación)

El lacayo bajó el pescante para abrirle la puerta. Otro sirviente la condujo por una escalera, en lo alto de la cual la recibió una mujer de edad madura. Olinda comprendió que era el ama de llaves vestida de crujiente seda negra.
-Soy la señora Kingston, señorita Selwyn –dijo-. Milady, la condesa, me pidió que le diera la bienvenida y la condujera a su habitación.
Se estrecharon la mano y Olinda tuvo la impresión de qu el ama de llaves la observaba con sorpresa, como si esperara a una persona mucho mayor.
-¿Tuvo usted un buen viaje, señorita Selwyn?
-Muy Bueno, gracias –contestó Olinda agradecida.
-Cuando esté lista –continuó la señora Kingston-, le informaré a la señora condesa que está usted aquí. Supongo que querrá conocerla, aunque no creo que haya tiempo para que usted vea el trabajo que tiene que hacer. Dejaremos eso para mañana.
-Estoy ansiosa por saber si voy a reparar las cortinas del dormitorio de la Reina Isabel o las de la Duquesa de Mazarín.
-¿Ha oído usted hablar de nuestras famosas camas?
-He leído sobre ellas en un viejo ejemplar del Ilustrated London News –contestó Olinda.
-Creo que milady querrá decirle personalmente lo que desea que usted haga –observó el ama de llaves-, pero no violo ningún secreto, señorita Selwyn, al decirle que los cortinajes de la cama de la duquesa necesitan urgentemente restauración.
-¡Oh, qué emocionante! –exclamó Olinda, y advirtió un brillo de satisfacción en los ojos de la señora Kingston, como si el ama de llaves le agradara su entusiasmo.
La habitación que le habían destinado, situada en el segundo piso de la casa, era pequeña pero bien amueblada. Dos lacayos subieron sus baúles casi al mismo tiempo que la señora Kingston y ella llegaban a la habitación. Los colocaron contra un muro, soltaron las fuertes correas y abrieron las tapas de cuero.
Los lacayos se retiraron y dos jóvenes doncellas, ambas vestidas de negro, con almidonados delantales y cofias blancas cubriendo su cabello, se arrodillaron para abrir el equipaje.
-La salita que se le ha asignado está en el primer piso –señaló la señora Kingston-. Es una habitación pequeña que antes se usaba para guardar algunos muebles que ya no se necesitan. Pero ha sido arreglada y se ha puesto una mesa de trabajo para que usted la use.
Se detuvo antes de añadir:
-Está lo bastante cerca de las habitaciones principales como para que usted no pase la mitad del día buscando y trayendo cosas que necesite para sus bordados.
Se echó a reír.
-La casa es tan grande que con frecuencia pienso que lo más conveniente sería que usáramos carruajes para ir de una parte a otra.
Hizo una pausa y agregó:
-O tal vez uno de esos nuevos vehículos de motor que, estoy convencida, sólo serán una moda pasajera. ¡Los caballeros jamás renunciarán a sus caballos!.
-¿Tienen ustedes un automóvil?
-La señora condesa compró uno para el señor Hanson –dijo el ama de llaves-. Es un objeto desagradable que huele muy mal y, si me lo pregunta usted, le diré que como se descompone a cada medio kilómetro que recorre, es poco probable llegar muy lejos en él.
Habló con una nota vengativa en la voz, casi como si se alegrara de tales inconveniencias.
Debido a que sentía cierta curiosidad, Olinda no pudo evitar preguntarle:
-¿Al conde le interesan más los caballos?
-Su señoría el conde no está aquí –respondió la señora Kingston con voz aguda-. Vive en el extranjero y casi nunca lo vemos.
Salió de la habitación y Olinda temió que había sido indiscreta.
Al mismo tiempo, le parecía extraño que el dueño de una casa tan espléndida, y que guardaba tanta relación con la historia, no viviera en ella. ¿Y quién, se preguntó, era el señor Hanson?
Cuando terminó de lavarse y de cambiar su vestuario de viaje por un sencillo vestido de muselina gris con el que esperaba parecer un poco mayor y más responsable, le informaron que habían servido el té en la salita de abajo.
La doncella le indicó dónde estaba y encontró que la señora Kingston ya la estaba esperando.
La habitación era agradable, con una ventana que daba al jardín. Una mesa de costura ocupaba el centro, pero también había un sofá y un sillón junto a la chimenea.
Las cortinas eran de un bonito chintz, que le recordó al que su madre tenía en la sala de estar de su casa, y el piso estaba cubierto por una gruesa alfombra.
-Espero que este lugar le guste, señorita Selwyn –dijo la señora Kingston, y su tomo de voz hacía notar con claridad que le sorprendería mucho escuchar alguna queja.
-¡Es muy bonito! Gracias. Siento mucho que haya tenido que molestarse arreglando esta habitación para mí.
La señora Kingston se mostró complacida.
-No fue ninguna molestia, señorita Selwyn –contestó-. Es bueno limpiar una habitación de vez en cuando. Con frecuencia pienso que la mitad de las habitaciones de esta casa han acumulado los desechos de siglos enteros.
El viaje había sido largo y estaba hambrienta. Los emparedados de pepinos estaban deliciosos, al igual que el bizcocho envinado y los rollitos de almendra, que no probaba desde que era niña.
Nanny no era una cocinera muy imaginativa, aunque podía asar un pollo a la perfección y “tenía talento”, decía Lady Selwyn, para preparar una tarta de manzanas.
Pero los bizcochos y otras golosinas no figuraban en su repertorio y como su madre no era golosa, Olinda pocas veces se molestaba en prepararlos.
Cuando bebió el perfumado té chino, sintió que su cansancio se esfumaba. Volvió a invadirla la excitación y la emoción de saber que al día siguiente conocería el resto de la gran mansión.
Pensó que la imagen que ofrecía al entrar en la avenida que conducía a la casa quedaría grabada para siempre en su mente.
Alguien llamó a la puerta y cuando se abrió, apareció un lacayo que dijo:
-Milady la recibirá ahora, señorita.
Olinda se puso de pie, alisó su vestido y siguió al sirviente a través de un amplio corredor. Al final del mismo había una puerta cubierta de paño verde, y cuando la cruzaron, Olinda supo que habían entrado en la parte principal de la casa.
Recorrieron una distancia muy corta para llegar a la gran escalera central, tallada de forma muy complicada y con pilares rematados por figuras heráldicas. Al contemplar los cuadros que cubrían los muros Olinda contuvo el aliento.
“¡Si papá pudiera verlos!”, se dijo.
Pensó que en aquella casa llena de tesoros debía haber algún bibliotecario, o algún experto en objetos de arte y su conservación. Si así era, tal vez él le serviría de guía y le explicaría todo lo que ella deseaba saber.
El vestíbulo era espléndido. Había una gran cantidad de estatuas de mármol y varias mesas finamente talladas. Eran doradas, con cubiertas de mármol verde, y el techo estaba pintado con una escena de dioses y diosas.
Olinda hubiera querido quedarse a contemplar todo con calma, pero el lacayo iba a toda prisa delante de ella.
Se detuvo frente a dos altas puertas de caoba y abrió una de ellas.
-La señorita Selwyn, milady –anunció, y Olinda entró en un salón. –anunció, y Olinda entró en el salón.
Era tan amplio que por un momento se sintió desconcertada. Entonces, al fondo de él sentada en un sofá junto a una chimenea tallada en mármol, Olinda vio a una dama y comprendió que debía ser la condesa viuda.
Los largos ventanales franceses que cubrían todo un muro del salón daban a la terraza. Más allá se veían el jardín y una fuente. El agua que brotaba resplandecía bajo el sol de la tarde.
Todo parecía deslumbrante. Los espejos que se reflejaban uno en el otro y los enormes candelabros de cristal que pendían del techo.
Para acercarse a la condesa, Olinda debió atravesar todo el salón. Cuando pudo ver bien, le resultó difícil disimular su sorpresa.
La dama sentada en el sofá era mucho más joven de lo que esperaba y, desde luego, no correspondía en modo alguno a la imagen que se había formado de una mujer frágil y anciana, como su madre.
Su cabello rojo brillante, peinado a la última moda, era de un tono demasiado intenso para ser del todo natural.
Olinda, observó con asombro que usaba cosméticos para oscurecer las pestañas que bordeaban sus ojos verdes y para resaltar el color de sus labios.
Era hermosa. Y en su juventud debió haber sido increíblemente bella. Al hacer su reverencia ante la condesa, en lugar de bajar los ojos, no pudo dejar de mirarla, con una insistencia casi impertinente.
-Encantada de conocerla, señorita Selwyn –dijo la condesa-. Es usted mucho más joven de lo que esperaba.
Parecía casi una acusación y Olinda contestó en tono de disculpa:
-Pero estoy casi segura de que no soy demasiado joven para hacer el trabajo que se necesita, señora.
-¿De veras? ¿Fue usted quien bordó esa cubierta de cojín que envió como muestra de su trabajo?
-Sí, señora.
Olinda no estaba segura de si debía dirigirse a la condesa como si fuera una muchacha de su misma clase social, o si debía usar el milady, más formal, que se esperaba siempre de los sirvientes.
-En verdad me sorprende, señorita Selwyn -dijo la condesa.
Sus ojos se recorrieron a Olinda, como si supusiera que era una impostora. Entonces se escuchó una voz del otro lado de la chimenea:
-Si realmente puede restaurar cortinajes, Rosalie, ¿qué importancia tienen su edad y su aspecto?
Olinda se sobresaltó. No se había percatado de que había alguien más en la habitación.
Era tan grande y estaba tan llena de muebles que no había advertido, al caminar hacia la condesa, que había un hombre del otro lado de la chimenea.
Lo miró y se preguntó si sería el señor Hanson, que mencionara la señora Kingston.
Era un hombre joven y de buena figura. Tenía un pequeño mostacho y ojos atrevidos. Olinda sintió que la miraba de un modo un tanto impertinente.
-Supongo que no, Felix -convino la condesa-, al mismo tiemmpo, me parece increíble que pueda efectuar bordados tan complicados cuando no puede haber tenido mucha experiencia
-Bueno, puedes remitirte a las pruebas -dijo Felix Hanson riendo-. Haz que te realice una muestra y si no es capaz de hacer lo que esperas de ella, puedes devolverla a su lugar de origen.
Olinda se sintió como un bulto de ropa sobre el cual estuvieran discutiendo qué debían hacer; sin embargo, permaneció de pie, inmóvil, frente a la condesa.
-Bueno, supongo que debo darle una oportunidad -asintió la condesa de mala gana.
-Si lo hace estaré muy agradecida, señora -contestó Olinda-, y estoy segura de que quedará complacida con mi trabajo.
-Sólo me sentiré complacida si trabaja mucho y termina lo que hay que hacer en el menor tiempo posible! -replicó la condesa.
En su voz volvió a escucharse esa nota aguda que Olinda había advertido cuando se refiriera a su edad.
-Tengo entendido que debo comenzar a trabajar mañana a primera hora -Observó Olinda.
-Así es. La señora Kingston le dirá qué es exactamente lo que se requiere.
-Gracias, señora.
Olinda hizo una nueva reverencia y volvió a atravesar el largo salón.
Cuando casi había llegado a la puerta comprendió que el señor Hanson la había seguido, y cuando ella tocó la manija para abrirla, la mano de él cubrió la suya.
Sintió el calor de sus dedos y debido a que el gesto fue inesperado, Olinda se estremeció. Entonces lo oyó murmurar casi entre dientes, en un leve murmullo que lla escuchó con claridad:
-Es usted muy bonita ... ojalá no falle!
Los dedos de él oprimieron los suyos. Entonces, Entre los dos, abrieron la puerta y Olinda salió al vestíbulo sintiendo que le ardían las mejillas.

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